Contigo vuelvo a nacer

Jaume y yo compartíamos muchas cosas, y no solo el amor infinito hacia Paula. Él también era un romántico incurable. Pediatra vocacional, tenía una capacidad natural para conectar con el sufrimiento de los demás, por eso era tan bueno en su especialidad.

Por el mismo motivo, no me pareció casualidad que dentro del coche, camino los tres del aeropuerto, sonara en el CD una canción que me hizo enmudecer. Era la versión que Vanessa Williams, exmiss América, y el maravilloso Peabo Bryson habían hecho de un clásico.

Escuché con atención la letra y me pareció que hablaba de Edmond, quien me había devuelto al mundo de los vivos. Yo miraba a través de la ventanilla cómo en el cielo empezaba a anochecer y me preguntaba qué estaría haciendo él en París.

Tampoco quería adelantar acontecimientos. Estaba tan acostumbrada a ver más allá del presente para adelantarme al desastre que esta vez, sencillamente, quería dejarme llevar. Necesitaba no ser yo misma por unas horas.

Llegamos al aeropuerto de El Prat con tiempo suficiente, y nos dirigimos a la ventanilla de Air France con el localizador para facturar el equipaje.

Cuál fue mi sorpresa al darme cuenta de que el billete era sinónimo de lujo asiático. Zona business del avión, acceso a la sala VIP y tanto champán como me apeteciera durante el vuelo.

Se me subieron los colores. Al notarlo, Jaume rompió el hielo diciendo:

—Esta vez creo que has tenido suerte.

Yo me volví hacia Paula y le dije:

—¿Ves? Puedes quedarte tranquila. Es todo un caballero.

Ella no respondió. Tan solo me ordenó el pelo que, por no variar, campaba a sus anchas dentro de la gabardina.

Al calor de tres cappuccinos, Jaume me dijo que nunca me había visto tan guapa, excepto el día de su boda.

Por unos instantes, mi mente me transportó a aquella ceremonia tan especial. Ellos tenían veinticuatro años y eran novios desde la adolescencia. Ahogando la emoción de mis cuerdas vocales, intenté elegir el tono adecuado para que las lecturas de la misa no fueran demasiado melancólicas.

Durante un segundo, levanté la vista de la Biblia para observar a Paula. Era como una aparición mariana. Nunca he vuelto a ver a una mujer más elegantemente entregada a nadie. En lugar de llorar, nos dio la risa y el cura, nuestro preceptor y viejo amigo, tuvo que regañarnos tiernamente con la complicidad de todos los presentes.

Aquel recuerdo se desvaneció cuando por megafonía avisaron para embarcar. Entonces me cogieron ambos de las manos y, mientras Paula me decía que me cuidara y que tendrían el teléfono móvil disponible para mí las 24 horas, Jaume la reconvino:

—No le amargues el viaje.

Esto la hizo recapacitar ya que, a continuación, añadió:

—Venga, coge ese avión y, por una vez en la vida, piensa solo en ti.

Los abracé muy fuerte y, emocionada, les dije:

—Os debo una más.

Caminando a paso ligero hacia la puerta de embarque, pensé que todo había empezado aquí, a muy pocos metros de donde ahora me encontraba. Y hacía menos de una semana.

Como viajera preferente, no tuve que hacer cola para entrar en el avión. Una vez sentada en una confortable butaca sentí la campanilla de un whatsapp. Pensé que era de Edmond, pero lo había escrito Paula.

No te ofendas, pero sabemos que no llevas demasiado cash contigo. En una de las cremalleras de la bolsa tienes un sobre con dinero. No es mucho, pero estaremos más tranquilos si lo tienes. ¡No pongas esa cara, que te estoy viendo!

¡Jajajaja! ¡Pásatelo bien! ¡Te queremos!

Me quedé muda. Mi primer impulso fue salir corriendo del avión para devolverles el dinero, pero pensé que se enfadarían.

Aguantando las lágrimas, respondí:

Gracias, sois mis ángeles de la guarda.
Estaré bien. ¡Os quiero!

Cuando, después de recorrer la pista aceleradamente, el avión despegó, cerré los ojos, consciente de que mi vida se había convertido en un viaje de destino incierto.