No, yo no me arrepiento de nada

«Me conozco a mí mismo, pero eso es todo.» ¿Cuántas veces había leído En el otro lado del paraíso de Scott Fitzgerald? Esta frase que verbaliza Mory Blane, el protagonista, describía a la perfección mi momento vital.

Elevada a miles de metros, pero con los pies en el suelo, pensé que una vez más el brillante estudiante de Princeton tenía razón. Allí y entonces, la única seguridad que yo tenía era saber quién era. Lo que ya no tenía claro sería hasta dónde quería llegar con Edmond.

En mis viajes siempre me acompañaba un libro escogido a conciencia. Para esta ocasión había elegido la mencionada novela del creador de El gran Gatsby, uno de mis autores favoritos. La había descubierto gracias a mi padre, que cuidaba sus estanterías con alma de bibliotecario. A pesar de que su libro preferido siempre había sido La montaña mágica de Thomas Mann, la literatura estadounidense le había seducido desde joven.

Adoraba aquel momento en que regresaba del despacho. Por muy difícil que hubiera sido su jornada, en casa se transformaba en el mejor marido y padre. A veces, si los clientes le daban tregua, antes de llegar paseaba por algún barrio de Barcelona y volvía con una bolsa llena de libros.

Cuando cumplí veinte años, me regaló Suave es la noche. El título ya me perturbaba. Aquella noche descansé muy poco, ya que me lo leí de un tirón. Tengo grabada a fuego en la memoria una de las frases: «Muéstrame a un héroe y te escribiré una tragedia».

Qué caprichosa es la evocación… ¿Por qué en mi camino hacia la felicidad me venía a la mente aquel fragmento y no otro? Edmond ya era un ídolo para mí, y no me imaginaba que nuestro final pudiera ser desventurado.

Aparté estas tribulaciones de mi cabeza cuando el capitán anunció que, en veinte minutos, aterrizaríamos en el aeropuerto de Orly.

Roja de emoción, abrí mi bolso XXL para coger el espejo de mano. Gratamente sorprendida, me di cuenta de que no me reconocía a mí misma. Tenía la mirada llena de ilusión.

Tras pintarme los labios de rojo intenso, me perfumé. Llevaba una falda de piel negra, un jersey escotadísimo del mismo color y un poncho de tonos plateados. Remataba el resultado final un collar, pulseras diversas y unos zapatos altísimos. Al notar que el hombre sentado en el extremo de la fila me miraba las piernas, las crucé. Me di cuenta de que era la primera vez, en mucho tiempo, que me sentía una mujer deseable.

Miré a través de la ventanilla. La noche cerrada y las luces a lo lejos daban a París un aspecto de lo más voluptuoso. Me sentía como la reina Ginebra acercándome a Camelot.

El aterrizaje fue perfecto.

Al salir del avión, oí la voz de Édith Piaf que, a través del hilo musical, cantaba «Non, je ne regrette rien». Pensé que, pasara lo que pasase, yo tampoco me arrepentiría de nada.

Fuera de la aeronave, encendí la BlackBerry. Tenía un mensaje de voz de mi madre y dos whatsapps. Uno era de Jaume y Paula, que me pedían que les confirmara que había llegado bien, y otro de Edmond.

Para nosotros todo empieza ahora.
Te espero, Bijou.

Aceleré el paso. Me notaba el corazón en la boca.

Al salir del finger, cuando lo vi en el otro lado, se me cortó el aliento. ¿Cómo había podido acceder a esta zona del aeropuerto? Y lo que era más sorprendente: ¿cómo podía tener mi maleta con él?

Boquiabierta, avanzaba a tientas entre la gente. La única luz que me guiaba como un faro era la de su sonrisa.

Acercándose sinuosamente, se detuvo en seco frente a mí. Nos besamos en medio de la gente, entorpeciendo las idas y venidas de los demás pasajeros.

Por fin estábamos juntos.

—¡Pero qué alta eres! exclamó.

Lo mismo que me había dicho hacía solo una semana en la puerta del Palace de Madrid. Le respondí con la misma coletilla:

—Ciento setenta y ocho centímetros.

Repitiendo la misma escena, nos pusimos a reír. En siete días me había convencido de que todo era posible a su lado.

París estaba muy cerca y mi felicidad también.