Sobre el tejado

A pesar de que me había pateado muchos aeropuertos del mundo, el de Orly me pareció enorme. Caminábamos a paso rápido y los pies me hacían daño. Los tacones empezaban a pasarme factura, pero intentaba no pensar en ello.

Me moría de ganas de tener a aquel hombre para mí… Sin luces, sin desconocidos alrededor, que transitaban con prisa para embarcar lo antes posible. El aroma me perturbaba. A decir verdad, ya había hecho que me fijara en él antes de tomar el vuelo a Madrid.

Mientras caminábamos, Edmond charlaba sin parar. Me explicaba cómo me había echado de menos, las ganas que tenía de estar conmigo, las cosas que había organizado para enseñarme su ciudad, al tiempo que me decía cómo estaba yo de cautivadora y sensual.

Sonriendo emocionada, aspiraba con placer sus palabras cuando una melodía familiar me hizo desconectar un instante.

En la terminal de la que estábamos saliendo había algunas galerías de arte, librerías y tiendas de música. En una de ellas estaba sonando «Up on the Roof», una vieja canción de los Drifters que en esta ocasión versionaba Peter Cincotti. ¡No daba crédito! Mi cantante favorito.

Sin darme cuenta, empecé a tararear la canción. Edmond, entonces sí, me soltó de la mano y me dijo:

—¡Todo lo que quieras es posible en París, Bijou!

Mientras lo veía alejarse hacia la tienda, observé cómo caminaba dando pequeños saltitos. Edmond tenía una manera peculiar de moverse, con seguridad, pero al mismo tiempo con timidez, como si le diera reparo saberse diferente. Vestía unos vaqueros de color negro, jersey de cuello alto gris y, atada al cuello, su inseparable pashmina, esta vez de tonos oscuros. Su indumentaria se completaba con un abrigo de corte inglés. Era un hombre que se hacía mirar y lo sabía.

Los pies me estaban matando. Si no quería salir del recinto en silla de ruedas, tenía que sentarme, y eso es lo que hice.

De pronto me di cuenta de que no había llamado a Barcelona ni respondido al mensaje de Paula y Jaume, así que aproveché primero para hablar un instante con mi madre.

La encontré especialmente contenta por pasar el fin de semana con mis tíos. Era la hora de cenar y estaban en un pequeño restaurante de Puigcerdà. Me preguntó si alguien me había venido a buscar al aeropuerto.

«Es incorregible», pensé. Después de estudiar tres años en Nueva York, me movía más que los baúles de la Piquer, y todavía pensaba que no era autosuficiente…

—Sí, mamá, un compañero está conmigo. Ahora vamos al hotel.

—¿Tienes algo que decirme, hija?

—¡Nada que valga la pena explicar! Tranquila, mamá, mañana por la mañana te llamo a una hora prudente.

Y colgué sin más. A mi madre era difícil explicarle historias para no dormir, a menos que ella se las quisiera creer. Respondí el mensaje de Paula y Jaume con un whatsapp en forma de titular:

Finalmente en París y bien acompañada.

Sabiendo que ellos lo entenderían, puse la BlackBerry en silencio y la guardé en el bolso.

No sabía cuánto tiempo había pasado desde que Edmond había desaparecido en busca de Peter Cincotti, pero me pareció una eternidad.

Afortunadamente, tardó lo suficiente como para que mi circulación sanguínea se restableciera y pudiera caminar sin que diera la sensación de que estaba pisando uvas.

Me rodeó con sus brazos y me susurró al oído:

—Me muero por saber qué tienes bajo la ropa. ¿He tardado demasiado?

—No te preocupes, amor. He aprovechado para llamar a mi madre.

—¿Está bien? ¿Todo controlado?

Me tranquilizó que tuviera suficiente consideración para entender que yo cargaba mi propia mochila. Era evidente que, si la relación llegaba a buen puerto, debería confesarle la situación en la que vivíamos, pero no era una conversación para este fin de semana.

Tan solo por unos días quería tener la vida que merecía, no la que soñaba. En la cinta corredera que llevaba al parking nos besamos tan apasionadamente que tuve miedo de que nos llamaran la atención.

Al llegar a su imponente BMW de ultimísima generación, me di cuenta de que la matrícula era del cuerpo diplomático.

Pensé en Paula. Ella estaba convencida de que Edmond era un farsante y un asaltacamas. ¡Se equivocaba! No me había mentido.

Encendió el equipo de música del coche y me pidió que cerrara los ojos. Lo hice y de inmediato comenzó el sinuoso piano de Peter.

Tras arrancar, mientras yo le acariciaba la nuca, me dijo:

—Lo conociste en Columbia, ¿verdad?

Me quedé muda. ¿Cómo podía saber este dato tan privado?

—Cincotti era un niño prodigio que a los siete años ya tocaba como los ángeles. Y, en el segundo curso de la universidad, grabó su primer disco —le dije—. Es un virtuoso y fui a verlo en concierto muchas veces… pero ¿cómo sabes todo esto?

Con una mano en el volante y la otra acariciando mi pierna, me recordó que en Madrid ya me había dicho que estaba al día en todo lo referente a mí.

—Casi todo —le respondí deslumbrada, mientras la ciudad brillaba en la distancia.