Como si de la película de Vincente Minnelli se tratara, pasamos cerca de los Champs-Élysées mientras sonaba Gershwin en el CD del coche.
—¿Lo tienes todo sincronizado? —le pregunté—. Estás empezando a asustarme…
Edmond se puso a reír y, por un segundo, pensé en los miedos de Paula. Me encontraba dentro del vehículo de un casi desconocido, transitando por una ciudad donde no conocía a nadie. Tenía tan poca información sobre él que ni siquiera me había dicho donde dormiríamos. ¿En un hotel? ¿En su casa? ¿En un parque?
La inquietud se volvió paranoia cuando, de repente, dio un volantazo y entramos en un parking.
Preocupada, le pregunté:
—¿Qué haces?
Se detuvo de golpe en un pasillo larguísimo y muy oscuro donde, por no haber, no había ni coches. La relajación se volvió tensión y, de inmediato, intenté abrir la puerta con la mano derecha, pero la había cerrado con el mando automático.
En lugar de amilanarme, lo miré con cara de pocos amigos.
—Sandra. —¿Por qué me llamaba por el nombre si hasta ese momento siempre había sido Bijou?—. Confías en mí, ¿verdad?
No había ningún motivo razonable para hacerlo, pero le respondí afirmativamente, aunque en el fondo no estuviera muy convencida. Sin explicar el motivo por el que habíamos entrado allí, arrancó de nuevo. La música estaba a un volumen ensordecedor, pero yo ya no veía a Gene Kelly bailando con Leslie Caron en el capó. Me había quedado sin palabras. Él había dejado de acariciar mi pierna y yo tampoco hacía lo mismo con su nuca.
«Esto empieza fatal», pensé mientras luchaba contra el mareo.
No sabía cuántas vueltas habíamos hecho ya. En ese momento me sentía como si estuviese en Port Aventura, subida al Dragon Khan.
Estaba cerca de transformarme en la niña de El exorcista y de empezar a insultarlo en arameo. Edmond ya no era para mí el caballero que había conocido camino de Madrid. Se había transmutado en un ser preternatural que me había invitado a París para que conociera un subterráneo mugriento.
Me faltaba poco para desmayarme cuando estacionó en una plaza.
Bajó del coche y abrió el maletero para sacar mi equipaje, después de ayudarme a salir del BMW.
Los tacones y la confusión no me ayudaban mucho. Me miró con aspecto cómico y me preguntó:
—Bijou, ¿vienes?
Lo más romántico habría sido responderle «contigo, al fin del mundo», como reza el clásico, pero en lugar de eso abrí la boca para murmurar un vocablo ininteligible, más propio de una tribu del Amazonas que de una mujer de mundo.
Me cogió la mano muy fuerte. Con la perspectiva que da el tiempo, me doy cuenta de que pensó que me escaparía. Para mi alivio, sin embargo, nos dirigíamos a paso ligero hacia las escaleras.
El aire gélido del noviembre parisiense me ayudó a recuperar la calma, y la centrifugadora que tenía por cabeza lentamente se detuvo.
Al salir al exterior, me quedé maravillada. ¡Estábamos en el centro del mundo! En la Place de la Concorde. Los monumentos más emblemáticos de la Ciudad de la Luz nos rodeaban.
Muerta de vergüenza, me puse a reír y le dije:
—Por un momento he pensado que eras Hannibal Lecter en El silencio de los corderos y que la cena sería mi hígado regado con un buen Chianti.
Me miró como nunca nadie lo había hecho en mis treinta y nueve años de vida y me confesó:
—Eres tan inocentemente divertida que me estoy empezando a enamorar de ti.
A continuación, nos fundimos en el más cálido de los besos. Como en la película de Nora Ephron, transformados en Tom Hanks y Meg Ryan en Algo para recordar, comenzó a llover tímidamente.
Nos estábamos mojando en todos los sentidos… y aquella humedad tan íntima hizo que ese instante fuera aún más emocionante.
—¿Vamos al hotel? —me preguntó con cara de pillo.
«Esto ya me gusta más», pensé, olvidando enseguida el tonto incidente del parking.
Aceleramos el paso. Yo tenía miedo de caer, así que solo miraba al suelo. Al levantar finalmente los ojos, no daba crédito. Estábamos alojados en el Hôtel de Crillon, uno de los más elegantes de Europa.
Casi me ruboricé cuando me preguntó:
—¿Te parece bien que pasemos aquí el fin de semana?
—Será un honor.
—Es lo que merece una dama como tú.
Mientras entrábamos, me explicó que el hotel se había construido en 1758, que había alojado a reyes franceses, al emperador Napoleón y que había sido testigo mudo de la Revolución.
Un conserje nos abrió con diligencia la puerta, que daba paso a un suelo de mármol impoluto, luces versallescas por todas partes y jarrones de plata con flores frescas que hacían de aquella entrada un sueño. Por un momento pensé que nos recibiría Luis XI con todo su cortejo.
Mientras él hablaba con la recepcionista en un francés firme y seductor, giré sobre mí misma para admirar aquella maravilla, al tiempo que pensaba en lo extraño que era estar allí. Llevaba en el billetero cien euros que Paula y Jaume me habían depositado en el bolso discretamente, y en Barcelona solo me esperaban deudas y una madre a la que no podía llamar para explicarle que era feliz.
Qué contradicción.
Dentro de mí, podía oír la voz de mi padre, que me empujaba a sentir, a pesar del dolor de su ausencia.
—¿Vamos? —me preguntó Edmond, acariciándome la espalda.
Sin que él me escuchase, susurré muy bajito:
—Sí, papá, seré feliz por ti.