Una chica ardiente

«She‘s just a girl, and she’s on fire, feeling the catastrophe, but she knows she can fly away.»

La estrofa de la canción de Alicia Keys que sonaba en el hilo musical del ascensor resumía perfectamente mi situación.

En aquella habitación sofisticada, con quien ya era mi amante, me sentía una mujer ardiente. Presentía la catástrofe, sabiendo además que pasado ese fin de semana volaría lejos de allí. Esto era lo que pensaba mientras Edmond me seducía con su caballerosidad, alejándome cada vez más de mi mundo y acercándome más al suyo.

La anterior vez que habíamos estado en un hotel corríamos hacia nuestro destino. Una habitación con vistas a la plaza de Neptuno de Madrid. Esta vez, sin embargo, nos tomábamos nuestro tiempo, aunque la excitación era tan grande que me sentía en llamas. Aun así, caminábamos lentamente hacia la suite que él había reservado.

Cuando estuvimos dentro, me quedé sin palabras. No podía creer lo que veía. La luz de las lámparas con cientos de lágrimas colgando hacía que la estancia pareciera de oro.

—¿Te gusta? ¿Te sentirás cómoda aquí? —me preguntó.

—¿Y quién no, mi amor?

Lo había dispuesto todo de tal manera que me quedé deslumbrada. Lirios blancos en los floreros, una cama amplísima cubierta por un manto de pétalos de rosas, velas aromáticas en el baño…

Una profunda y desconocida sensación de flotar sobre el suelo me poseyó. Apoyada en la pared, empecé a llorar. Mis esfuerzos para contener la emoción habían resultado estériles.

—¿Te pasa algo, amor? ¡No me asustes! —me preguntó Edmond con cara de preocupación.

Apoyé la cabeza en su pecho y, después de respirar hondo, secándome las lágrimas, le dije:

—Nada malo, solo que soy feliz. Y estaba convencida de que no volvería a serlo nunca más.

Al oír esto, me cogió la cara entre las manos y me besó. El deseo dio paso a la pasión.

Quizá María Antonieta había tomado clases de piano en esa misma habitación, y me sentí felizmente vencida por primera vez. Sometida a alguien que no era mi madre, a algo que no eran las obligaciones. Durante un momento pude haber sido pragmática y no sentimental, pude haber pensado que toda aquella puesta en escena terminaría cuando yo volviera a Barcelona.

Pero escogí la tentación. Quería creer en él y su mundo.

Cuando me quise dar cuenta, mi falda ya estaba en el suelo. También la ropa interior.

Estaba embrujada por el aroma penetrante de aquellas sábanas con esencia de vainilla. Una ambrosía que se volvió dulce cuando Edmond puso su cabeza entre mis piernas. Cerré los ojos y, mientras él bebía de mi intimidad, desaparecí entre los gemidos de un placer hasta entonces desconocido para mí.

Nos devoramos el uno al otro.

Tras el deleite, abrazados y agotados, Edmond miró el reloj. Eran las diez de la noche.

Dio un salto y, con cara de pillo, me preguntó:

Bijou, ¿no tienes hambre? Iremos a cenar a un lugar que te encantará.

Se puso los bóxers y abrió el balcón. El sonido del tráfico de París me hizo volver a la realidad. Salí de la cama y, desnuda, lo abracé.

—Gracias —le dije.

Sin mirarme, me besó las manos que acariciaban su pecho.

—A ti por escogerme.

Mi corazón estaba desbocado.

En el baño, a punto de entrar en la ducha, pensé en lo que había sido mi vida hasta entonces. ¿Alguna vez había elegido algo que no fuese para los demás? El mejor hospital para intentar salvar a mi padre, la existencia más cómoda para mi madre…

En realidad, lo único que yo había decidido en la vida era mi profesión. Para mi familia, el hecho de que no quisiera seguir la tradición fue el primer y único disgusto que les había dado. Estaban convencidos de que, como un muñeco de feria, me transformaría en una combativa abogada y podría continuar los pasos de papá en su bufete, pero no fue así.

Había crecido como una niña extraña, silenciosa, curiosa, ordenada y muy observadora. Era una estudiante brillante, tan por encima de la media que cuando los amigos de mis padres preguntaban cómo me iba en la escuela, casi siempre respondían con un incierto: «Ah, bien, pero ya veremos».

Yo los miraba fijamente con desdén. Tanto, que un día mi padre me dijo:

—Es mejor que esta capacidad que tienes no la muestres demasiado. Es un tesoro que tienes que guardar. La inteligencia no se puede comprar ni vender y hay gente que no acepta que otros tengan algo inalcanzable para ellos.

Aquel era uno de los muchos consejos que me había dado. Yo no tenía más de siete años, pero desde entonces lo había seguido rigurosamente.

Mi infancia fue sonora, con música en todas partes: la que interpretaba mi madre en el piano, la que escuchaba mi padre en su tocadiscos y, sobre todo, la que cantaba mi abuela cuando escuchaba la radio.

¡Bendita radio! Yo no quería hacer otra cosa que vivir dentro de este aparato que presidía la casa donde había nacido. Explicar lo que pasaba en el mundo. Me empeñé con tanta fuerza que, al final, después de mil y una discusiones, aceptaron que siguiera el camino que me haría feliz.

Para ellos dedicarme «al incierto mundo de la comunicación» (lo bautizaron así) era exactamente una puñalada. Habían deseado que hiciera oposiciones a notario o juez. Sin embargo, solo de imaginarlo me ponía enferma.

Me preparé a fondo para convencerlos. Leía todos los periódicos del día, no me perdía ni un solo telediario y hablaba sobre la actualidad durante la comida como si ya estuviera en un debate. Mi actuación fue letal, pero de algún modo ellos no me tomaban en serio y seguían en sus trece.

La negativa se transformó en tranquilidad cuando leyeron un artículo mío sobre la Navidad en un diario local. Recuerdo que llegué a casa corriendo, con un ejemplar para que me dieran su veredicto.

Mis padres estaban sentados en el sofá, muy serios. Entré en el comedor y, tras desearles buenas noches, me dijeron al unísono:

—Siéntate, tenemos que hablar contigo.

Hubiera querido huir, pero ya entonces era una joven valiente.

—Lo hemos leído… ¡Qué bien escribes! Has nacido para esto. Estamos muy orgullosos de ti.

Dicho esto, me abrazaron. Me puse a llorar con tanto sentimiento que incluso ellos se emocionaron.

Recordé aquel momento mientras me cepillaba los dientes en el baño. Las luces de la habitación estaban apagadas y me iluminaba tan solo el reflejo de las velas.

Desprendían un perfume tan delicioso que deseé retener este instante en mi memoria para siempre.

Necesitaba compartir esa felicidad.

Me puse el albornoz y salí a buscar el teléfono para hacer una foto y enviársela a Paula.

Mientras abría la bolsa, oí que Edmond mantenía una acalorada discusión en francés con alguien. Mi dominio de su idioma era casi nulo, de modo que no entendí nada de lo que decía. Hablaba muy rápido.

Me sentí violenta, como si estuviera invadiendo su intimidad, así que, una vez con la BlackBerry en las manos, volví al servicio, sigilosa como un gato.

En la pantalla tenía una llamada perdida de mi madre. Me apoyé en la bañera, temiendo que me esperara algo gordo. Me vino a la cabeza una frase de Alejandra Pizarnik, la poetisa argentina que tanto me gustaba: «A veces me pregunto: ¿cómo lo hacen los demás para vivir?».

¿Las otras mujeres también están tan pendientes de lo que le sucede a su madre? En ese momento me lo preguntaba. Y acto seguido la llamé conteniendo la respiración.

Descolgó enseguida. Mi tono no era muy amable.

—¿Qué pasa?

—Nada, no te asustes —me dijo—. Solo quería saber si habías llegado bien al hotel.

—Mamá, que no tengo cinco años… —le dije de mala gana—. Ya estoy instalada y ahora voy a cenar. ¿Todo bien?

—Sí, sí, no te preocupes, y diviértete.

Y colgó.

Sin decir nada más, sin despedirse. No la volví a llamar.

Aún me tenía que maquillar y embutirme el vestido de La Perla que había comprado en Barcelona para la ocasión. Me puse la túnica de raso, los zapatos de tacón y un bolero negro que me protegía del frío de París.

Al mirarme al espejo, me vi bastante elegante. Sexy pero nada vulgar.

Edmond, que ya no hablaba por teléfono, me miró y me dijo:

—¡Estás preciosa! Dame diez minutos. ¿Puedes esperarme en el bar?

En ese momento me pareció de lo más normal pero, mientras me tomaba una copa bien fría de champán, comenté la jugada con Paula por teléfono y me hizo pensar.

—¿Me estás diciendo que este señor te ha dejado sola en el bar de un hotel… por muy de lujo que sea… la primera noche que pasáis juntos?

—Paula, no empecemos… Si lo llego a saber, no te cuento nada. ¿Qué querías que hiciera? ¿Que lo esperara vestida sentadita en la cama, como para ir a la boda de las infantas? Te dejo y mañana te cuento —dije antes de colgar.

Aquella conversación me había incomodado.

Un pianista tocaba «My Funny Valentine» cuando volví a consultar el reloj. Ya había pasado media hora. Me di diez minutos de margen. Si no había bajado en ese tiempo, subiría a buscarlo.

El amable camarero que me había servido se acercó a mí y, en un inglés perfecto, me dijo que mi coche me esperaba en la puerta.

—¿Mi coche, en singular? —le pregunté, asombrada.

Él asintió con la cabeza y se fue.

No entendía nada, pero lo seguí sin perder la calma. Me arreglé el pelo y, tras retocarme el maquillaje, me puse el bolero. Caminaba por el pasillo lentamente, los zapatos no me daban mucha tregua.

Al salir del hotel, me quedé boquiabierta: Edmond me estaba esperando al volante de un Porsche descapotable.

Quería desaparecer. Lo primero que me pregunté era cómo entraría allí dentro y, peor aún, cómo saldría. Cambiando el rictus de la cara, solo acerté a decir:

—¡Esto es un sueño!

—Bueno, casi no lo es… Mientras estabas en el baño, he tenido que mover muchos hilos para que el coche pudiera llegar hasta aquí. Todas las calles adyacentes están cerradas.

—Amor mío, es la primera vez que subo a un Porsche; dudo que, sin tu ayuda, consiga alojar toda mi humanidad.

Nos miramos y nos echamos a reír, lo que hizo que los que entraban en el hotel nos miraran.

—Adoro tu sentido del humor —me dijo.

Mientras me abría la puerta caballerosamente, me explicó que aquel lujoso descapotable no era suyo. Un amigo se lo había dejado para que yo pudiera sentir el aire fresco de la noche parisina. Me abrigó con una manta tiernamente, haciéndome sentir como Julie Christie junto a Omar Sharif en Doctor Zhivago.

—Una velada perfecta para la mujer perfecta —dijo.

En ese momento me di cuenta de que, junto a Edmond, yo existía como mujer. Sin él me encontraría perdida. Pensé que esto era estar enamorada, una sensación casi desconocida para mí hasta entonces.