Tenemos esta noche

El viento soplaba a nuestro favor. Contra todo pronóstico, la gélida temperatura parisina se había transformado en un clima templado.

Edmond conducía pausadamente para que pudiera contemplar el ambiente navideño que ya decoraba las principales avenidas. Con el calor de la manta que cubría mi cuerpo, mientras le acariciaba el pelo en silencio, pensé que aquello era todo lo que podía desear.

Parados en un semáforo, subió la capota del coche y encendió el aparato de música. Reconocí inmediatamente la canción; era de Kenny Rogers y Sheena Easton. La tarareó con una dicción perfecta, y luego me dijo:

—La canción habla de nosotros, Bijou. Tenemos toda la noche. ¿A quién le importa el mañana?

Aquella frase me hizo daño, porque yo no hacía otra cosa que fantasear con un futuro a su lado.

En el fondo, me importaba poco el hotel lujoso donde estábamos, aquel descapotable en el que me llevaba arriba y abajo… Podía ir en metro, alojarme en una pensión y comerme una tortilla a la francesa. El envoltorio me era indiferente. Yo solo quería estar con él.

¿Acaso no lo veía?

Quizás esta puesta en escena le había funcionado con otras mujeres, pensé, pero a mí me hacían falta otras cosas.

«Voy a disimular», me dije. En mi propio honor, no podía enseñarle las cartas.

El restaurante donde cenamos fue una pequeña brasserie frente al Theâtre des Champs-Élysées. Se llamaba El Entreacto. Desde el coche ya se veía que era un lugar pequeño pero muy agradable.

Mientras Edmond aparcaba delante, yo rezaba a mis antepasados para que salir de aquel cubículo no fuera demasiado complicado para una mujer de mi envergadura. Él me ayudó con estilo y, en un santiamén, ya estaba sana y salva, con los pies en el suelo en todos los sentidos.

—No te decepcionará —me dijo mientras me cogía del brazo—. Es el lugar donde preparan mejor tu plato preferido.

—¿El steak tartare?

¿Cómo sabía qué era lo que más me gustaba? ¡Nunca habíamos hablado de ello!

Mientras me preguntaba eso, nos salió a recibir el maître, que se dirigió a él utilizando su apellido.

El pequeño restaurante estaba lleno de fotos en blanco y negro de los actores que actuaban en la sala de enfrente. Una iluminación tenue y espejos en todas partes le daban un aspecto entre bohemio y sofisticado.

Me fijé que, como ya había hecho en el hotel Palace de Madrid, Edmond se sentaba de cara a la puerta, como si quisiera controlarlo todo.

Sin tapujos, le pregunté por qué lo hacía.

—En mi oficio hay que vigilar mucho y la única forma de fijar el perímetro de ciento ochenta grados es cubriéndose las espaldas. Bijou, ¿preparada para degustar el mejor plato de tu vida? —añadió cambiando de tema como si nada.

Para leer la carta de vinos, se puso unas gafas de metacrilato rojas que le daban un aspecto aún más atractivo.

Me hablaba sobre las diferentes clases de uva en las viñas francesas, pero ya no le escuchaba. Solo tenía ojos: miraba cómo su traje negro impecable contrastaba con la camisa blanca y la corbata Lanvin de seda. Llevaba en las mangas unos gemelos de oro blanco, y el Patek Philippe que marcaba el tiempo en su muñeca le acababa de dar una toque de exquisita distinción.

Fantaseé en cómo casaría su estudiada sofisticación con mi vida. La ropa interior que llevaba puesta y el traje nuevo eran el único lujo que me podía permitir. Aquel hombre no imaginaba que todo lo que veía en mí era, como en el caso de Cenicienta, solo para una cita.

Al observar que él palidecía inesperadamente, volví de golpe al mundo de los vivos.

Le quería preguntar si se encontraba bien cuando de pronto una voz femenina seductora le habló en francés y en un tono familiar.

Edmond se levantó de golpe. La mujer estaba detrás de mí, pero no me volví. Pensaba que él me la presentaría, pero no lo hizo. Ella sí.

Se colocó frente a mí y vi que era altísima, más que yo. Parecía una modelo de alta costura. Si la hubiera visto de lejos, la habría confundido con la actriz australiana Cate Blanchett. Llevaba un vestido dorado con un escote de vértigo. Sus cabellos rubios estaban recogidos en un moño bajo, y un maquillaje muy tenue iluminaba su cara angelical.

Me levanté y me tendió la mano. Entendí que se presentaba, ya que se dirigió a mí en su idioma. Esperé a que Edmond hiciera de traductor simultáneo, pero tan solo nos miraba en silencio.

La situación empezaba a ser surrealista. Por si fuera poco, la misteriosa desconocida me escrutó de arriba abajo y se puso a reír. No parecía bebida, de modo que supuse que estaba mofándose de mi aspecto.

—¿Qué está pasando? ¿Quién es esta mujer? —le pregunté a Edmond en catalán—. ¿Por qué no me la presentas?

No dijo palabra. ¿Se había quedado afónico?

En situaciones de tensión es cuando mi verbo es más punzante. Así pues, miré a la mujer y, en inglés, le dije:

—Señorita, no sé quién es usted pero, sea quien sea, si me ha intentado ofender con su risa estúpida, no lo ha conseguido. Su conducta la deja en peor posición a usted que a mí. ¿Me ve quizá demasiado grande para sus estándares? ¿Demasiado alta? Si no aprecia el valor de la diferencia, no es una mujer tan de mundo como quiere aparentar.

Entendió perfectamente lo que le decía, ya que se puso roja. A continuación, alzó la voz y se dirigió a Edmond en francés.

Mientras él la cogía del brazo y salía con aquella fresca del restaurante, entendí que sus palabras habían sido de todo menos amables, ya que los comensales de nuestro alrededor miraban la escena escandalizados.

Me desplomé en la silla.

Todo me daba vueltas. ¿Sería Edmond un cobarde y un mentiroso? Quizás aquella mujer era una amante traicionada que acababa de sorprenderlo en su restaurante favorito, donde ya había ido con ella.

En ese momento discutían de espaldas a la entrada, así que no podía saber lo que estaba pasando. Decidí pasar a la acción.

No había manera de justificar su actitud, a pesar de que mi mente ya buscaba la manera de hacerlo. Una desconocida me había insultado, mientras él parecía un títere sin voluntad.

¿Dónde estaba ahora aquel caballero francés?

Me dije que prefería volver a Barcelona con el alma rota que continuar haciendo el ridículo.

Volver en tren a casa era impensable. De la estación de Austerlitz no salían trenes hasta el día siguiente. ¿Avión? Imposible, no me lo podía pagar.

La única opción era el autobús, aunque no me sentía con fuerzas para estar sentada quince horas rodeada de extraños.

No podía escribir a Paula y Jaume para pedirles ayuda. Sería demasiado patético.

A pesar de que el dolor que sentía en el pecho era casi insoportable, tenía ganas de llamarlo, pero me contuve. Debía volver al hotel y cambiarme de ropa. Quizá podía convertir los puntos de la compañía aérea que siempre utilizaba en un vuelo.

En medio de este tsunami mental, el camarero se acercó a mí y me preguntó en inglés si necesitaba algo. Lo hizo con tal amabilidad que comprendí que, efectivamente, la escena que había protagonizado la dichosa señora había sido de traca.

Le respondí que era catalana.

—¿Barcelona? Beautiful.

A continuación dijo que era un enamorado de Gaudí.

—Si lo desea, ahora mismo le pido un taxi que la llevará donde usted diga.

Al salir tuve miedo de encontrármelos en la calle, pero no quedaba ni rastro de ninguno de los dos.

Entré en el taxi y, cuando arrancó, me fijé que el despampanante Porsche que me había llevado hasta la brasserie ya no estaba. Apoyé la cabeza en el respaldo y me dejé ir.

Lloraba como una magdalena.

El conductor, que debía de ir bebido, circulaba a una velocidad vertiginosa. Por un momento deseé que chocásemos o cayéramos al Sena.

Ya no podía más.