Pero siempre se puede un poco más.
Un proverbio chino dice: «Si te caes siete veces, levántate ocho», y yo a lo largo de la vida he entendido que nuestra capacidad para levantarnos del lodo es casi infinita.
Relato, explico, narro, verbalizo, pero los detalles más escabrosos se quedan conmigo, en un espacio muy pequeño entre el corazón y el alma. Quizá no todo el mundo tiene esa suerte. En última instancia, la responsable de mi alegría o mi tristeza solo era yo, pues nadie toma decisiones sobre mi vida.
Con esta premisa entré en el hall del hotel. Sentía una mezcla de cólera, impotencia y enojo. Con cara de pocos amigos, fui directa a la recepción. Me di cuenta de que no tenía conmigo una copia de la tarjeta magnética de la habitación. Recordé que él me había prometido que no estaría nunca más sola en el cuarto de un hotel, fuera donde fuese.
«¡Qué frágil su palabra!», pensé.
La expresión de mi cara debía de ser un verdadero poema, porque la señorita que me atendió me proporcionó, rápida y certera, una copia de la llave.
Entré en la habitación. Olía a él.
Para no desesperarme, abrí el balcón. Necesitaba aire fresco y que su presencia se evaporara.
Me descalcé. Moviéndome deprisa, me desnudé. El fastuoso vestido, la erótica ropa interior, las medias de seda… todo fue al suelo.
Lo recogí con desdén y lo puse en una bolsa.
Entré en el baño y me miré. Qué aspecto tan diferente me devolvía el espejo. Hacía menos de dos horas yo era una mujer llena de esperanza. Ahora me veía como alguien lleno de rabia, y eso me enojaba aún más.
Ni siquiera me desmaquillé. En diez minutos la maleta estaba preparada. Me vestí escogiendo la ropa más cómoda que tenía. Estaría metida en un autobús toda la noche. Vaqueros, una camiseta y unos botines bajos, esta era la indumentaria.
Me senté un instante en el sillón. Me veía incapaz de hacerlo en la cama. La BlackBerry sonaba insistentemente. Di un vistazo para comprobar que no era mi madre, ni Paula ni Jaume.
En realidad no era nadie.
Desde el primer momento que había llegado al Crillon, Edmond me había llamado con insistencia.
Para no responderle, tuve que razonar a través de mi dignidad, y no de mi corazón. Si le hubiera respondido, nunca me lo hubiera perdonado.
Después de borrar las fotos del teléfono que le había enviado a Paula, respiré hondo. Era hora de partir hacia la estación de autobuses.
Justo entonces llamaron a la puerta, pero no contesté, pensando que era la doncella.
Alguien intentaba abrirla, pero yo estaba tranquila. Tengo una vieja costumbre para las habitaciones antiguas como aquella: pasar el pestillo.
Sin embargo, apagué las luces para intentar pasar inadvertida. Fue entonces cuando lo oí.
—Sandra, soy yo. Abre, por favor. Tenemos que hablar.
No le contesté. No podía.
De rodillas, detrás de la puerta, lloraba sin parar. Me hice un ovillo en el suelo. Mis brazos querían despegarse de mi cuerpo para abrirle, pero mi voluntad venció a la necesidad patológica de verlo.
Pasaron algunos minutos hasta que dejé de sentir su respiración entrecortada. Entonces me levanté como pude y me lavé la cara con agua muy fría, intentando hacer desaparecer de mis ojos la sombra del sufrimiento.
Era hora de irse. En una hora salía un autobús hacia Barcelona.
Pero, al abrir la puerta, lo encontré allí. Me dijo:
—Sandra, vamos, tenemos que hablar. —Me miraba con preocupación—. No es lo que parece…
La situación era tan surrealista que, en lugar de insultarle, me puse a reír.
—Edmond, por favor, no me tomes por idiota. No hagas el ridículo y, si me respetas un poco, tampoco me dejes hacerlo a mí.
—Déjame entrar.
—Vuelvo a casa esta misma noche. Si no te vas de aquí, llamaré a seguridad. Me importan poco tus influencias, ¿sabes? Ni siquiera sé quién eres.
Estaba tan decidida que retrocedió.
Ni lo miré. El amplio pasillo que llevaba al ascensor me pareció eterno. Tan solo quería escapar, huir corriendo para no tener la tentación de correr directa a sus brazos.
Cuando estuve fuera, caminé un poco.
A lo lejos brillaba la iglesia de la Madeleine. ¡Qué belleza! De noche, iluminada, era de una perfección insultante. ¡Cómo me hubiera gustado visitarla con él de guía!
Pero era ya un espejismo. París ya no era una fiesta, como decía Hemingway. Ni yo era la misma que había llegado a la Ciudad de la Luz llena de sueños románticos.
De fondo, unos músicos callejeros tocaban: «Killing me softly with this song».
Lloré lenta y silenciosamente. Cada capítulo de mi vida parecía tener su banda sonora. Y esta no podía ser más gráfica.
Sí, Edmond me había matado dulcemente con su canción.