Del modo que puedas

«When you need someone like I need someone to help me when I fall…»

Mientras la canción de Patti Austin sonaba en mi cabeza, me decía que nunca había necesitado tanto a alguien que me ayudara a levantarme.

Vagué sin rumbo por las calles de París. No sabía ni dónde estaba. Tan solo quería caminar y alejarme de él.

Hacía frío. Los pasos me llevaron a la Rue Saint-Honoré. Nunca antes había experimentado esa sensación. Era tarde y los transeúntes iban rápido, pero para mí solo eran sombras. Me había transformado casi en una vagabunda. Miré los edificios, las casas iluminadas, y me sentí tentada de soltar mi equipaje en medio de esta elegante avenida y perderme en mi propio mundo de ensueño.

¿Qué haría cuando volviera a casa? ¿Cómo continuaría luchando? ¿Seguiría disimulando como siempre? Algo había ganado: durante unas horas había experimentado la felicidad.

Me detuve frente al escaparate de Chanel. En medio de aquella sofisticación, la imagen que me devolvía el cristal era de un abandono cruel. Estaba en una ciudad extraña y nadie me vendría a socorrer.

Pero no estaba sola, todavía me tenía a mí misma.

Miré el reloj, casi era medianoche. Tenía que encontrar un taxi que me llevara a la estación de autobuses. Antes, sin embargo, necesitaba refrescarme. Abrí la bolsa y me perfumé. Unas gotas de colonia, el viejo remedio de mi abuela María, aliviaría un poco mi pena.

Justo entonces noté una presencia a mi espalda. Sobresaltada, me disponía a actuar cuando alguien me cogió muy fuerte por la cintura y me dijo:

—Perdona. Eres tú o nada.

No me moví. Me sentía petrificada, dolorida, vejada. Su voz, la que me había hecho tocar las nubes, me llegaba fría y lejana como la noche de París. Con dificultad, conseguí desenredarme de sus brazos y le dije:

—Déjalo, Edmond. No permitiré que juegues más con mis sentimientos.

Al mirarlo, no daba crédito a lo que veía. Aquel hombre majestuoso había desaparecido. Estaba lívido, con los ojos fuera de las órbitas y sudoroso. Su camisa blanca ya no era impoluta, ni el pañuelo de la chaqueta seguía en su sitio.

Tuve un sentimiento de ternura y quise abrazarlo, como quien conforta a un niño que se ha perdido y vuelve a casa asustado.

Aun así, me contuve.

—¡Dame la oportunidad de contarte lo que ha pasado, Sandra, te lo ruego! No vuelvas a Barcelona sin conocer la verdad.

Le agradecí que me llamara por mi nombre de pila. Si me hubiera vuelto a decir Bijou, le hubiera dado una bofetada.

Respirando con dificultad, pensé que si volvía a casa con esta duda, no podría cerrar la puerta de nuestra relación. Así pues, accedí, pero no quería volver al hotel.

—¿Hay alguna cafetería cercana donde me lo puedas explicar todo? —le propuse.

Como toda respuesta, se limitó a coger mi maleta. Con la mano libre, se puso bien la corbata y me dijo:

—Debes de estar helada… ¿Te apetece algo caliente?

Asentí con la cabeza.

—Imagino que no quieres ir al hotel… pero el bar está abierto las veinticuatro horas y el ponche que preparan nos resucitará. Te prometo que no pasaremos de ahí.

Sonreí con un deje de desconsuelo que él percibió.

Caminábamos uno al lado del otro, pero sin tocarnos. Ni siquiera hablábamos. El hecho de transitar por la milla de oro de París me era indiferente. No veía nada ni escuchaba nada. Tan solo intentaba mantenerme serena. De hecho, tampoco me preocupaba mucho lo que quisiera explicarme. Estaba demasiado agotada para pensar con claridad.

Me sorprendió que llegáramos tan rápido a la plaza de la Concorde. Era evidente que yo había caminado de manera circular.

Edmond dejó mi maleta en recepción y entramos en el bar. Era ancho, con sillas cómodas tapizadas de un rojo intenso que le daban un aspecto decadente. Sentados uno frente al otro, parecíamos dos invitados alicaídos en un decorado de cartón piedra. Pidió los ponches.

Tenía razón. Empecé a volver en mí con el primer trago.

—¿Mejor?

No le contesté.

—En el amor, para abrir una puerta has de cerrar otra, y yo no lo he hecho.

No tardé en saber que se refería a la mujer que hacía unas horas me había humillado de una manera cruel. Había sido su amante, alguien que no aceptaba un no. Según Edmond, agotado después de explicarle una y mil veces que no quería continuar con ella, había decidido ignorar el tema hasta que me había conocido en el aeropuerto de Barcelona.

—Me dejaste tan impresionado que lo primero que hice al llegar a París fue explicarle que nuestra relación estaba agonizando. De hecho, a partir de aquel instante, la declaré definitivamente muerta. Por supuesto, ella no lo aceptó. Me la encontraba en todas partes, pero nunca pensé que nos seguiría y que se presentaría en el restaurante, Bijou. Al ver su reacción opté por sacarla de allí. Por eso me fui. La llevé a casa y le dejé bien claro que todo había terminado entre nosotros.

Edmond hizo una pausa para beber un poco de ponche. Luego siguió:

—Desesperado, volví a El Entreacto, pero ya te habías ido. He estado dando vueltas asustado. Por primera vez he tenido miedo de perder algo que no fuera yo mismo. Hasta que te he encontrado, he pasado los momentos más angustiosos de mi vida.

Yo no lo miraba. Mientras hablaba, recordé a Colometa, la protagonista de La Plaza del Diamante, de Mercè Rodoreda.

En el momento más difícil de su vida, mientras Colometa medita qué decisión debe tomar, acaricia el borde del hule de la mesa del comedor. Yo hacía lo mismo con un mantel de algodón rojo con ribetes dorados: lo tocaba y pensaba si tenía que creerle o no.

El cansancio empezaba a hacer mella en mí. Llevaba demasiadas horas despierta. La última vez que había comido algo había sido en Barcelona.

—No sé qué decirte —le solté a bocajarro—. Si no me hubieses encontrado, estaría ya en el autobús camino de Barcelona. Todo lo que me cuentas es verosímil, pero ahora no puedo pensar con claridad.

Se bebió de golpe lo que quedaba en la taza y, apoyándose en la silla, me dijo:

—Tenemos una habitación reservada hasta el lunes. No tienes por qué decidir nada ahora. Tómate tu tiempo. Preferiría no dejarte sola esta noche, pero si quieres estarlo, me iré a casa y mañana a primera hora estaré aquí para llevarte al aeropuerto.

Yo solo quería dormir y su presencia no me habría ayudado, de modo que le pedí que se fuera y que al día siguiente hablaríamos.

Edmond me acompañó hasta la habitación, me dio un beso en la mejilla y, antes de irse, anunció:

—Volveré de aquí a unas horas.

No le creí. Una vez en la habitación, deshice la maleta de nuevo.

La situación era tan patética que resultaba incluso cómica. Me acerqué al balcón y lo vi caminando con las manos en los bolsillos. Ya no lo hacía de una manera ágil, parecía que arrastrara los pies.

Eran casi las dos de la madrugada cuando me metí en la cama. Una inesperada sensación de paz me llenó el alma. La puñalada había sido mortal, pero tenía la sensación de haber hecho lo correcto.

Ya me estaba durmiendo, cuando me envió un whatsapp.

Desear no es amar.
Se desea lo que se sabe que dura poco,
Se quiere lo que se sabe que es eterno.
Sandra, esta frase no es mía.
La escribió Jean Jacques Rousseau.
Te quiero porque sé que es para siempre.

Finalmente rompí a llorar. Lo hice con tal virulencia que, para que no me oyeran, me tapé la cara con la almohada.

Yo también lo quería, más de lo que me imaginaba.