Me desperté lenta y pausadamente. Comenzaba a amanecer con timidez. Encendí la luz y el hilo musical me regaló mi suite preferida de Bach. Me ayudó mucho esta banda sonora.
Diluviaba. El ruido del agua golpeando los ventanales me dio una tranquilidad inesperada.
Miré a mi alrededor. La habitación lujosamente recargada me parecía un despropósito. En realidad, no era nada acogedora. Pensé que, si nuestra historia tenía que continuar, no me apetecía nada ir de hotel en hotel, por muy sofisticado que fuera. Me hacía sentir profundamente incómoda.
Este no era el mundo del que yo provenía.
Había sido educada en una familia donde se daba poca importancia a las apariencias. Apreciábamos más lo que no se ve. Cultura, respeto, tolerancia, honor y dignidad eran los valores que me habían inculcado a fuego lento y, aunque mis padres eran de lo más sibaritas, lo mostraban en su justa medida.
Había puesto el teléfono en modo silencio. Tal como esperaba, ni rastro de Edmond. Era demasiado pronto para todo menos para el desayuno.
No había cenado, de modo que pedí el petit déjeuner en la habitación.
Hablaría más claro con el estómago lleno. Encendí la tele. En la CNN daban un reportaje sobre Nelson Mandela, muerto hacía muy poco.
«En las feroces garras de la circunstancia, ni me he estremecido ni he llorado en voz alta. Bajo los golpes de la suerte, mi cabeza sangra pero no se inclina. Soy el dueño de mi destino. Soy el capitán de mi alma.»
La perfecta declamación de Morgan Freeman, que recitaba para la ocasión el poema de William Ernest Henley, me sacudió. Esta misma estrofa que tanta fuerza había dado al premio Nobel durante sus años en la cárcel me procuraba coraje para pensar que, en cualquier caso, siempre era yo quien decidía cómo actuar. Hacía muchos días que mi subconsciente me lo había dicho, aunque yo no quisiera hacer caso.
Panecillos blancos de todos los tamaños y gustos. Embutidos exquisitos, mermelada, zumo de naranja dulce como la miel… Aquella mañana todo me parecía buenísimo. Mientras probaba un pastel de manzana, pensaba por qué en lugar de sentirme abatida estaba tan serena.
Eran las ocho de la mañana y me parecía que podía pensar con claridad por fin. Tenía asumido que Edmond no vendría a buscarme. Sin embargo, albergaba la tímida esperanza de que en cualquier momento apareciera.
Ya estaba preparada. Me había duchado y arreglado, optando por ropa cómoda pero elegante.
En el trabajo tenía fama de ser una mujer resolutiva. En el consejo de redacción semanal, una vez decidido el personaje que tocaba entrevistar, nunca tardaba en escoger aquellas preguntas que podían marcar la diferencia. El secreto era no dejar nada en manos de la improvisación, algo que también aplicaba al pie de la letra en mi vida doméstica. Para no perder lo poco que nos quedaba, mi madre y yo teníamos que tenerlo todo milimétricamente organizado. Eso sí, sin que nadie lo notara.
Con Edmond, sin embargo, no estaba aplicando este principio. Estaba totalmente azorada, era así. Irreflexivamente, había tomado un avión para lanzarme al vacío. Y ahora estaba en uno de los hoteles más lujosos del mundo esperando que mi amante decidiera qué hacer. Si venía, caería de nuevo en su telaraña. Si no lo hacía, tomaría el camino a Barcelona con el corazón roto e intentaría olvidarlo.
Contra todo pronóstico, volvió.
Simplemente sucedió. Sonó la campanilla anhelada del teléfono. No miré inmediatamente la pantalla. Podía ser Paula. Respiré hondo.
Era él. Esperé unos segundos antes de abrir el chat.
—Buenos días. ¿Estás ahí?
—Sí.
Aquella simple afirmación fue mi respuesta. Podía caer una bomba atómica en el Museo del Louvre que yo ni me habría inmutado. Solo miraba fijamente la pantalla, esperando su reacción.
No sé cuántos segundos pasaron hasta que vi que por fin estaba escribiendo.
Estoy en la puerta de la habitación. Esperaré unos minutos más. Si no abres, entenderé que no quieres saber nada de mí. Pero si lo haces, mi lealtad y amor serán tuyos.
Mi primer impulso fue correr hasta la puerta, abrirla de par en par y besarlo como si no hubiera un mañana, pero saboreé casi con placer libidinoso cada uno de los pasos que nos separaban.
Sabía que iba directa hacia el cadalso y que había muchas posibilidades de que mi sufrimiento no hubiera hecho más que empezar. Si le recibía como a mi amante, estaba perdida. Si le cerraba el paso, debería asumir la verdad del cobarde, la amargura de una vida vacía y mutilada.
Imploré ayuda a Dios y abrí la puerta.
Edmond se quedó muy quieto y me preguntó:
—¿Puedo entrar?
No le contesté inmediatamente.
Allí de pie ya no parecía una figura etrusca. En menos de cuatro horas, había envejecido. Parecía desorientado, triste y perdido.
En ese mismo instante me di cuenta de que estaba enamorada de él sin remedio. La ternura que sentía, la calidez que amparaba mi corazón, eran sensaciones nuevas para mí. A pesar de la decepción de la noche anterior, tenía que darle una segunda oportunidad. Me gustaba demasiado la mujer en la que me convertía cuando estaba a su lado.
—¿Dónde pides permiso para entrar? ¿En la suite de un hotel que has pagado tú? —le espeté sin contemplaciones.
—No, Sandra, quiero entrar en tu vida.
Me había desarmado. Con mucho cuidado, le cogí la mano y cerré la puerta a todo y a todos tras sus espaldas.