«No he dicho a nadie que estuve a punto de llorar», así termina un poema inolvidable de José Hierro y sé muy bien por qué lo recordé justo en ese momento.
Necesitaba abandonarme al más profundo de los gemidos. Había asumido que Edmond no vendría, y que finalmente hubiera vuelto me superaba.
Tirando de él mientras recorríamos el pasillo de la habitación hasta la cama, noté que arrastraba los pies. Su abatimiento hacía que la compasión asfixiara cualquier otro sentimiento en mi interior. En lugar de la rabia, el resentimiento y el desprecio, me invadió el amor más inocente y pueril.
Nos sentamos en el borde de la cama sin tocarnos. Con el mando a distancia, apagué el televisor, pero dejé la música.
«If you smile through your fear and sorrow. Smile and maybe tomorrow you will see the sun come shining through for you…» (Si sonríes, a pesar de la pena y el miedo, quizá mañana el sol brillará para ti.)
El barítono alemán Thomas Quasthoff interpretaba este clásico de Charles Chaplin con tal sentimiento que, automáticamente, sonreímos ambos.
En ese momento le quería, pero no lo deseaba. Lo más fácil era hacer el amor como signo de reconciliación, pero no éramos tan prosaicos.
—Sandra, ¿qué te parece si empezamos de cero?
Dije que sí con la cabeza.
—Te propongo algo —dijo—. ¿Quieres pasar lo que queda de fin de semana en mi casa? Lo tengo todo preparado. Me dijiste que no sabes quién soy… Para descubrirlo, lo mejor es que conozcas dónde vivo. ¿No crees?
Justo entonces sonó el teléfono. Al mirar la pantalla, vi que era mi madre. Ya eran las nueve de la mañana.
En lugar de desconectar el móvil, respondí. Mientras lo hacía, pensé que si eso era lo que Edmond quería, que formara parte de su vida, también él debería acostumbrarse a mí, y las llamadas de mi madre formaban parte de ello.
Al mismo tiempo que le mentía, explicándole lo bien que había descansado, Edmond, apoyado en un cojín, movía la cabeza de un lado a otro con complicidad. Le dije que me esperaba una mañana intensa y que ya la llamaría a la hora de comer.
—Reina, lo estás pasando bien, ¿verdad?
—Sí, mamá, pero me gustaría que estuvieras aquí conmigo.
No era una frase hecha. Me hubiera gustado que ella también estuviera en París, la ciudad donde mis padres se habían querido tanto.
Como impulsado por un resorte, Edmond se levantó de la cama. Con suma delicadeza, me dijo:
—Más adelante, cuando tú lo consideres oportuno, será un placer pasear con tu madre por esta ciudad.
Y dicho esto, me tendió la mano. Sin pensarlo, la cogí y nos besamos como si fuera la última vez.
Los dos entendíamos que nos dábamos otra oportunidad. No hablamos de lo que había pasado la noche antes, ni de la burda actuación de su amante despechada. Todo lo que teníamos que decirnos ya lo habíamos expresado. Teníamos que elegir entre dos caminos: o bien, como él proponía, mirábamos hacia el futuro, o bien nos quedábamos anclados en los reproches que finiquitarían una relación que estaba naciendo. Escogimos el segundo camino. Las cartas estaban sobre la mesa y, al menos teóricamente, ninguna de ellas estaba marcada.
Bajé a la recepción con otra indumentaria. Llevaba la misma maleta, pero un estado de ánimo muy diferente. Mi situación había cambiado.
Cuando entré por primera vez en ese vestíbulo, tenía la ilusión del principiante. Y ahora salía con la madurez que tan solo otorga el dolor. Sabía perfectamente lo que quería hacer: olvidar los oropeles lujosos, las sábanas de hilo, y entregarme al placer de la realidad terrenal.
Al salir del hotel, inmediatamente me sentí renovada. Mientras él detenía un taxi, miré el cielo de París. Las nubes habían desaparecido y el sol brillaba, concediendo a la Place de la Concorde un aspecto de una claridad maravillosa.
Pensé en la letra de la canción que habíamos escuchado cuando no sabíamos cómo comportarnos para no perder ninguno de los dos nuestra dignidad.
¿Era todo así de fácil? Si mostraba a la vida mi cara más risueña, ¿le ganaría la partida a la tristeza?
Estaba convencida de que no, pero, sentada en el taxi junto a mi amante, pocas cosas me importaban ya. Solo respirar. Solo eso.