El taxista conducía con pericia. A pesar de ser sábado, el centro de la ciudad estaba abarrotado de gente que, muy abrigada, se movía rápidamente. Observé que la mayoría de ellos arrastraban pesadas bolsas de regalo. No había caído en la cuenta de que en un santiamén ya sería Navidad.
«¡Qué horror!», pensé.
Desde la muerte de mi padre, esas fechas ya no tenían ningún significado para mí. Mi vida tenía dos etapas muy definidas: antes de su enfermedad y después de ella.
En otros tiempos, en casa no había día más importante que la noche de Navidad. Ni mi cumpleaños, ni su aniversario de boda. Días antes, iba con mi madre al Mercado de la Libertad, en el barrio de Gràcia, y encargábamos todo lo necesario para que la comida fuera inolvidable. Y el 24 de diciembre, mi padre colgaba la toga en el despacho y se entregaba a lo que más le gustaba: organizar las fiestas.
Cuando cierro los ojos, aún lo veo. Hace sonar con impertinencia la bocina de su coche, un hecho insólito en él. Nos hace saber que llega cargado con toda clase de vinos, cavas y licores para cumplimentar a los que pasen por casa estos días. Mi madre y yo bajamos corriendo las escaleras del jardín y empezamos a vaciar el asiento trasero. El reproche tierno de ella siempre es el mismo.
—Pep, ¿qué has hecho?
Mi padre le responde con un sonoro beso en la mejilla. Parece un Santa Claus sin barba, pero casi con la misma complexión. Fuerte y vigoroso, es casi invencible.
Para nosotros entonces lo era.
Mientras mi abuela trasteaba en la cocina, él subía las escaleras hacia su habitación. Por el camino se iba desanudando la corbata que, irremediablemente, caía al suelo sin que se diera cuenta. Pero ahí estaba yo, como su fiel escudero. Recogía la corbata del suelo y la olía. Su aroma me hacía sentir segura.
Mi padre se cambiaba rápidamente. Mientras yo le esperaba paciente fuera, con mi trofeo en la mano, él hablaba sin parar de lo que haríamos y de cómo decoraríamos la mesa. Con la misma ligereza con la que había subido al primer piso, bajaba al comedor y se colaba hasta la cocina.
A escondidas, mientras las cocineras descansaban, daba un vistazo a los fogones. A pesar del riesgo de ser pillado in fraganti, mojaba un trozo de pan en la olla para degustar la maravilla que su suegra guisaba a fuego lento. Casi siempre se manchaba y el lamparón lo delataba.
Los gritos de mi abuela eran esperados por los vecinos como parte indispensable de las fiestas. Enseguida le preguntaban a mi madre con complicidad:
—La señora María ha pillado a Pep, ¿verdad?
Pero eso pasaba mucho antes de que mi abuela muriera y de que mi padre perdiera las fuerzas.
Aquella era su última Navidad y él lo sabía. Sentado en el sofá de casa, me daba instrucciones para adornar el árbol. Con serenidad y sin pensar en su decadencia, yo intentaba fotografiar mentalmente el movimiento elegante de sus manos. Quería guardar en mis oídos el tono amoroso con el que hablaba, perderme en la bondad de sus ojos y evitar la soledad profunda que empezaba a sentir en mi corazón.
—Niña, ¿sabes qué me gustaría?
—No, papá, ¿qué? —le respondí intentando disimular mi tristeza.
—Ir a ver el mar.
Fue la primera vez, durante todo este tiempo, que se le rompió la voz. Me apoyé en la pared y, tomando aire, le dije:
—Claro, papá. ¡Vamos ahora!
Estábamos solos en casa, y el tumor le había hecho perder totalmente la movilidad. ¿Cómo iba a sacarlo de casa y meterlo en el coche?
Mientras me cepillaba los dientes, intentaba encontrar una solución, ya que Paula y Jaume estaban esquiando.
Entonces pensé en Oriol. Nos habíamos conocido en la misma clase a la que iba con Paula. Era el chico más atractivo de la clase, pero también el más serio. Todas las chicas deseaban desayunar con él a la hora del patio, pero nosotras no. Por eso mismo se nos acercó, con la excusa de que éramos buenas en filosofía.
Al terminar el instituto estudió en una prestigiosa escuela de negocios y actualmente era un alto ejecutivo de una multinacional japonesa.
Nuestro amigo de adolescencia vivía en Madrid, pero estaba pasando las fiestas en Barcelona. No me lo pensé dos veces y lo llamé. Faltaban dos días para la noche de Navidad, y no tuve que explicar demasiado.
—Sal ahora mismo, Sandra. En veinte minutos estoy aquí…
Puntual como siempre, llegó a la hora convenida.
Corrí a la puerta y le abracé cálidamente.
—Gracias, amigo.
Me guiñó el ojo y, cogidos por la cintura, entramos en casa.
—¡Pep, buenas fiestas! —gritó Oriol desde el porche.
Le respondió con el sentido del humor que incomprensiblemente no había perdido:
—Como diría Groucho Marx, ¡perdone que no me levante!
Nos reímos. El proceso que le llevaría hasta el final estaba ya muy avanzado. Sin embargo, seguía siendo un hombre encantador, siempre con la cortesía justa en el momento correcto.
—Qué buena pareja hacéis —nos dijo con naturalidad.
Ambos nos sonrojamos.
Para romper el hielo, Oriol preguntó a mi padre dónde iba tan abrigado.
—Queríamos salir a dar una vuelta… Me gustaría ir a la playa.
—¿Queréis que os eche una mano?
Lo dijo de un modo tan natural que no se notó en absoluto que había venido para eso. Mientras ellos charlaban animadamente, intenté fijar aquella escena en mi mente.
Mi padre iba ataviado con una chaqueta de deporte de piel y una de las muchas gorras de béisbol que yo le había traído de Nueva York. Fumaba un cigarro. A esas alturas de la enfermedad, ya hacía lo que le apetecía.
Inmovilizado en el sillón, pero sin perder la dignidad, ofreció a Oriol un whisky.
—Papá, ¿qué te parece si nos ponemos en marcha?
—Si me colocáis vosotros mucho mejor…
Y nos guiñó el ojo.
—Será un placer —le dijo Oriol, nuestro improvisado enfermero, mientras se movía con rapidez y eficacia.
Una vez dentro del coche, mientras le ataba el cinturón, mi padre le cogió las manos emocionado y le dijo:
—Hijo mío, muchas gracias.
Fuera del coche, yo lloraba sin que ellos me vieran.
Oriol respiró hondo, se puso en cuclillas y le dijo:
—Te refrescaré la memoria, Pep… ¿Recuerdas la fiesta que organizaste en el jardín para el cumpleaños de Sandra? ¿O has olvidado ya lo que ocurrió cuando cumplió los dieciocho?
Mi padre puso una sonrisa melancólica. Mi amigo siguió:
—Paula, tu hija y yo bailamos tanto y tan mal que me torcí el tobillo. ¿Recuerdas quién fue el que me levantó del suelo y me llevó a urgencias? Tú, querido amigo. ¡Fuiste tú! O sea que solo te devuelvo una pequeña parte del favor que me hiciste.
Cerró la puerta y me miró. En sus ojos brillaban las lágrimas.
—¿Te ves capaz de conducir? —me preguntó.
—Sí, querido, vete tranquilo, y gracias… —le dije.
Me puse las gafas de sol para que mi padre no supiera que estaba llorando y arranqué. Conduje lentamente por las calles de Barcelona.
Nos dirigimos a Castelldefels, donde mis padres y yo íbamos a comer cada fin de semana antes de las vacaciones de verano, cuando empezaba el buen tiempo.
Durante el trayecto no hablamos. Mi padre no decía nada, solo miraba a través de los cristales la ciudad que tanto amaba. Yo respetaba su silencio. Solo le pregunté si quería escuchar música y asintió con la cabeza.
Al conectar el CD, comenzaron a sonar los boleros y los tangos que tanto le apasionaban. Pasamos por el Paseo de Gràcia y por la Universidad Central, donde él había estudiado la carrera de derecho.
Desde ahí enfilé directa hacia nuestro destino.
Paré el coche frente al mar. Como obligaba la tradición, en el hotel Bel Air, en primera línea de playa. Tras el baño, allí siempre habíamos hecho el vermut. ¡Cuántos recuerdos!
Con mucho cuidado, desabroché la chaqueta a mi padre y bajé las ventanillas para que aquel mar en el que se había sumergido tantas veces se despidiera de él como se merecía.
Moncho, su artista favorito, cantaba «Llévatela» al tiempo que mi padre me acariciaba las manos mientras canturreaba la pieza.
De repente, apagó el CD y me lanzó una mirada profunda.
—Sandra, me estoy muriendo, no nos queda demasiado tiempo. Sé que afortunadamente te pareces mucho a mi madre, pero en algunas cosas eres igual que yo. Valiente, fuerte, honesta… Nosotros siempre hacemos lo que tenemos que hacer, aunque a veces esto nos perjudique. No olvides nunca que has sido el mejor regalo que me ha dado la vida. El día que naciste, me prometí que haría lo imposible para que fueras una mujer libre e independiente. Y has superado mis expectativas con creces. No olvides nunca qué eres y de dónde vienes, Sandra. Te hemos querido mucho, pero tú nos has dado aún más. Cuando yo ya no esté, ¡vive! Hazlo por mí, vive en mayúsculas, sin tregua. Lo harás, ¿verdad? ¿Me lo prometes?
Contra todo pronóstico, no lloré. Por la lucidez que mi padre mantuvo hasta el último momento, no merecía que se llevara esta imagen.
Lo abracé y, tras ponerle bien la bufanda, le dije:
—Te prometo que, en los momentos más difíciles y en los más felices, recordaré tus palabras. Estarás siempre aquí, papá, a mi lado, hasta que me reúna nuevamente contigo.
Dulcemente coloqué su mano en mi mejilla.
—Así me gusta, hija. Ahora ya podemos volver a casa a comer los turrones. ¿No tienes hambre?
Sonriente, lanzó un beso al aire en dirección al mar y nos fuimos. A punto de llegar a casa de Edmond, recordé emocionada todo lo que me había dicho mi padre. Estaba decidida a poner en práctica su consejo y luchar por ser feliz.