Ataviado con una parca de color verde botella, unos pantalones a juego y una bufanda de lana fría, tenía el aspecto de un hombre de mundo.
Caminábamos muy juntos por los bulevares de la ciudad, mi mano derecha dentro de su bolsillo, protegida por el viento helado que cortaba la respiración. Sentía cómo acariciaba mis dedos de una manera tan inocente que olvidé por completo la fuerza con la que por enésima vez había precipitado su sexo dentro de mí.
Junto a él sentía que los días no tenían veinticuatro horas. Incluso las acciones más banales con Edmond eran de una intensidad abrumadora.
Me halagaba con mil y una muestras de afecto que yo respondía con inusitada rapidez, como si ya entonces supiera que el tiempo corría demasiado deprisa y que el contador iba solo a su favor.
Él lo quería todo y lo necesitaba inmediatamente. Las chispas de felicidad que mi amante y París me ofrecían eran demasiado brillantes para no enloquecer. ¿Quién no habría perdido el norte junto a alguien que se adelanta a tus deseos y que conoce con detalle no solo el presente sino los momentos felices del pasado que te han modelado?
Si en su coche me había demostrado que conocía detalles muy particulares de mi etapa americana con Peter Cincotti, en el apartamento me dejó literalmente sin palabras…
—Bijou, ¿te apetece ir a un concierto? —me propuso con mirada pícara, apoyado contra la mesa del salón y el mando a distancia en la mano.
Comenzó a sonar el discreto piano que introducía la elegante voz de Karrin Allyson. Como un resorte, me levanté del sofá. No solo había escogido la que más me turbaba, sino que de todo el repertorio de esta cantante de jazz nacida en Kansas, había elegido la pieza más melancólica:
«Tell me lies but hold me tight, save your goodbyes for the morning lights, but don’t let ‘em be lonely tonight». (Miénteme, pero abrázame fuerte. Guarda tu despedida hasta mañana, pero no me dejes sola esta noche…)
James Taylor había escrito esta canción cuando yo tenía siete años. Ni él en su Boston natal ni la niña que yo era entonces en Barcelona nos podíamos imaginar que esta estrofa marcaría mi amor por Edmond. Podía hacer lo que quisiera, cuando le apeteciera y de la manera que considerara, pero le imploraba sin decirle, incluso sin yo saberlo, que no me abandonara, aunque no…
No lo hizo. Nos dirigíamos a la iglesia de Saint-Germain-des-Prés, caminando muy lentamente. Quería saborear las calles por donde antes que nosotros habían paseado Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Juliette Gréco, Jean-Luc Godard o François Truffaut. Esta basílica acogía el concierto que la intérprete estadounidense ofrecería esta misma noche.
No sé cómo conocía mi admiración por ella, desde que la había escuchado cantar en una pequeña sala en San Francisco, pero era evidente que Edmond se había documentado a fondo.
Antes de entrar en el recinto, me detuve, petrificada ante tanta belleza.
—¿Sabes que aquí está enterrado René Descartes?
Lo sabía pero no quise decirlo. En lugar de eso, respondí con uno de los muchos aforismos del filósofo:
—«Incluso una falsa alegría es preferible a una verdadera tristeza».
Desde que lo conocía, esta fue la única vez en que su semblante se transmutó del placer más onírico a la seriedad más grave.
Me reí con ganas, añadiendo:
—Amor, es solo una frase, pero quédate tranquilo. Tú y yo no somos una quimera… ¿entramos?
Mi intuición me hablaba, pero mis sentidos solo escuchaban la voz de mi amante. No había ninguna melodía que sonara mejor y que me interesara más. El resto era ruido.