Qué profundo es el océano

El día tiene muchas horas e Irina había elegido la que menos me gusta de todas para presentarse en casa: la de la siesta.

Había aterrizado hacía muy poco en Barcelona. Dentro del avión, cómodamente sentada, recordaba cómo esa misma mañana, antes de acompañarme al aeropuerto, él me había hecho suya una vez más.

Solo unas horas antes me había despertado un murmullo entre sueños. Al abrir los ojos, lo primero que había oído había sido una caricia desconocida que rozaba mi espalda.

Al volverme, vi que Edmond recorría mi cuerpo con una rosa roja húmeda. Me dejé llevar mientras él me susurraba al oído que nunca había sentido nada igual con nadie, que no le importaba lo que pasase fuera de las cuatro paredes de su cuarto, que era o yo o nada…

Cuando entró por enésima vez dentro de mi intimidad, deseé perderme y que no me encontraran nunca.

Parafraseando a Alice Munro, la premio Nobel, yo siempre había estado convencida de que a los hombres no les gustaban las mujeres como yo. Edmond me demostraba que me había equivocado. Con su pasión, me hacía sentir repentinamente poderosa.

De vuelta a casa, mi madre, como una niña de cinco años, arrancaba nerviosamente el sofisticado envoltorio del pañuelo Hermès que le había comprado en la milla de oro parisina. Mientras tanto, intentaba buscar en mi cerebro la mejor manera de decirle que, en menos de tres horas, una desconocida entraría por la puerta para hurgar en nuestros recuerdos y profanarlos.

Fui cobarde y no me arrepiento.

Hacía tiempo que ella me decía que la fachada de la casa estaba demasiado sucia y que teníamos que pensar en limpiarla. Con esta excusa, inventé por primera vez, como diría Juan Marsé, una aventi.

Le dije que a las cuatro vendría una señorita llamada Irina para hacernos un presupuesto para la fachada. Me miró por encima de las gafas, suspiró y dijo:

—Perfecto.

Sé que no me creyó, pero ella también prefirió mirar hacia otro lado.

Hacía mucho tiempo que yo no estaba tan inquieta. Faltaba media hora para que la cruel visita apareciera y decidí, para relajarme, ir a mi habitación a escuchar música.

Escogí un viejo álbum de Eric Clapton. De todas las canciones, elegí un clásico de Irving Berlin de 1932: «How Deep Is the Ocean».

Qué bien sonaba.

Qué profundo puede ser el océano cuando se está desesperado…

Apoyé la cabeza en la almohada mientras hojeaba el programa de mano de una obra de teatro que había visto hacía poco: Tierra de nadie, una inconmensurable interpretación de Josep Maria Pou y Lluís Homar. Harold Pinter, el autor, habla de un espacio sin límites jurídicos, el territorio de la responsabilidad, de la fortaleza, que tan solo se puede conseguir desde la autenticidad hacia uno mismo.

Esto era lo que tenía que hacer: no traicionarme. No podía salvarme a cualquier precio. No me habían educado para ser desleal.

No me arreglé demasiado. Irina ya sabía que iba a una cita con personas desesperadas. Importaba poco si iba vestida de Gucci o del mercado del barrio…

Lo que verdaderamente le interesaba eran las paredes de una casa, no quién vivía en ella.

Escogí unos leggins negros y un jersey ancho del mismo color. Me miré en el espejo. Mientras me recogía el pelo en una cola de caballo alta, me di cuenta de que mis ojos estaban tristes. El brillo que reflejaban hacía unas horas se había quedado con él, en París, junto a mi alegría. A pesar de todo, había algo que ese fin de semana Edmond había cultivado en mí: la fuerza y la capacidad de lucha.

El timbre sonó antes de lo previsto.

Mi madre dormía en el sofá. Le dije que no saliera, que empezaba a hacer frío y que yo abriría la puerta.

Debía ir más rápido que ella y prevenir a Irina de que fuera prudente. No tenía que explicar el motivo real de su visita.

Después de bajar precipitadamente las escaleras, salí al jardín sin abrigo. La sensación térmica y lo que vi me helaron el corazón. No venía sola, la acompañaba un hombre de mediana edad, bajito y rechoncho. A medida que avanzaban por el pasillo coronado por los cipreses centenarios, yo presentía lo peor.

Bajo la luz de los farolillos del jardín, Irina parecía una actriz porno de tercera categoría. Altísima y con una cara hierática, fruto de los mil y un retoques estéticos, sus labios como chistorras le impedían articular palabras comprensibles. Iba vestida como una vieja aristócrata rusa, pero no tenía suficiente clase ni para ser una de las acompañantes de Anna Karénina.

Cuando le tendí la mano, ella ni se movió. En cambio, el hombre que la secundaba tuvo el detalle de corresponder a mi cortesía. Incluso se presentó:

—¿Cómo está? Soy José Antonio, el arquitecto de nuestro bufete. La felicito, qué preciosidad de casa…

Sentí un pinchazo en el estómago. Sí, era una gran propiedad, no por su extensión, sino por la belleza decadente que desprendía.

—Mi madre es una persona mayor —les dije— y no está al corriente de nuestra situación financiera ni del cometido real de su visita. Ustedes aún no se han decidido y le quiero ahorrar un disgusto que, de momento, sería gratuito.

Él asintió con la cabeza, pero ella en cambio soltó:

—No hemos venido a hablar sino a mirar. Es tarde y aún tenemos que examinar otras propiedades de la zona. ¿Empezamos?

Haciendo como quien oye llover, les abrí la puerta. Entendía perfectamente el papel de cada uno en este drama, en el que el escenario era el lugar que me había visto crecer: ella era el poli malo y él, como poli bueno, alabó la vegetación que crecía libremente por el jardín.

Irina se detuvo en seco en medio del pasillo y, frotándose las manos, como la bruja mala de Blancanieves, exclamó:

—José, tiene muchas posibilidades… ya lo estoy viendo.

Me di la vuelta y, mirándola con desprecio, le dije:

—El cadáver está todavía caliente. ¿Puede usted tener el decoro suficiente para esperar que esté muerto definitivamente?

Mi madre nos esperaba en la puerta. Pensé en mi padre y pedí en mi mente que hiciera todo lo posible para que ella no se diera cuenta de las verdaderas intenciones de aquella pareja siniestra.

Irina llevaba en la mano los planos de la casa. Por un momento quise morir. El arquitecto los cogió con delicadeza y, mientras mi madre le contaba lo complicado que había sido levantar la fachada, Irina y yo entramos en el comedor.

Los usureros se quedaron de piedra. Todas las luces estaban encendidas, y en el centro de la mesa había un jarrón lleno de flores frescas. Los muebles brillaban más de lo habitual.

De pronto entendí que mi madre sabía perfectamente quiénes eran esos dos, y conocía sus intenciones. Aquella especie de vampira me pidió, con un tono imperativo, que le enseñara los pisos de arriba.

Accedí. Allí el efecto fue el mismo. Cuanto más veía, más le gustaba la casa a aquella buitre.

Comenzó a tocar los muebles al tiempo que observaba la firma de los cuadros que decoraban la escalera.

—Te voy a ser muy sincera —me dijo mientras sus pupilas abiertas se clavaban en mí—. Estoy buscando una casa como esta para mí. He visto muchas y es la que más me gusta. Los documentos están en la cartera y la oferta es conforme al mercado. Tan solo necesitamos la firma de tu madre. Cuando ella muera, tendrás dos días para sacar tus cosas.

Haciendo un ejercicio de contención para no agredirla allí mismo, le dije:

—Le seré muy sincera yo también. Antes de que usted duerma en esta habitación, prefiero quemarla. ¿Me ha entendido? Así pues, haga el maldito favor de salir de mi casa.

Una infinita sensación de paz me embriagó. Cerré todas las puertas de las habitaciones mientras la invitaba con la mirada a marchar. Su cara era un poema, no estaba acostumbrada a una negativa. Le señalé las escaleras y las bajó rápidamente.

Al llegar a la planta baja, mi madre y el arquitecto conversaban animadamente.

—José Antonio, vámonos —ordenó.

Él se levantó y, besando la mano de mi madre, lo que me sorprendió, le dijo:

—Señora Fornaguera, seguiremos en contacto.

Los acompañé a la puerta. Antes de partir, Irina me dijo con expresión desencajada:

—Tu orgullo estúpido te ha sentenciado. Lo perderás todo. No podrás mantener esta casa. Pero no te preocupes, te estaré esperando. Cuando me llames, deberás arrodillarte para convencerme.

El arquitecto la reconvino:

—Irina, ¿qué te pasa? ¿Te has vuelto loca? No les interesa y punto. Nos vamos…

—La diferencia entre ustedes y yo es que las llaves las tengo en la mano —les dije, crecida—. Yo me quedo dentro y ustedes fuera, y así será siempre.

Dicho esto, entré en la casa.

Mi madre y yo nos fundimos en un abrazo.

—Tu padre estaría muy orgulloso de ti —me dijo.

—Saldremos de esta, ya lo verás.

Mi madre no dijo nada más. Tan solo me estampó un beso en la mejilla. El más cálido, amoroso y sincero beso que nunca nadie me ha dado.