Una vez más, mientras atravesaba en coche la avenida Diagonal, afloraban en mi memoria, como si se tratara de fotografías, todos los momentos vividos con Oriol en la Barcelona de nuestra juventud.
Recordaba uno de ellos con especial claridad. Estábamos en el año 1999. Nada disfrutábamos más que ir juntos al cine. Cada fin de semana veíamos dos o tres películas. Isabel Coixet nos emocionaba especialmente y nos parecía un prodigio de sensibilidad.
Ese viernes en concreto estrenaba A los que aman, así que Oriol compró las entradas y me dijo que al salir de la facultad pasaría por casa a recogerme. Me pareció un plan fantástico.
Incluso a mi padre le gustó la idea. Acababa de llegar de Milán y, como siempre que viajaba, nunca volvía con las manos vacías. Esta vez le regaló a mi madre una bolsa de Cerruti y a mí un vestido fucsia de Armani.
Era precioso aquel vestido. Me acuerdo como si ahora mismo lo tuviera en mis manos. Largo hasta los pies, escote palabra de honor, era informal a la vez que elegantísimo. Me lo puse con unas sandalias del mismo tono. Aquella noche era un buen momento para estrenarlo, ya que la idea de salir con Oriol a cualquier parte siempre me llenaba de alegría.
Todavía recuerdo el momento en que, mientras bajaba las escaleras de dos en dos para llegar al salón, tropecé con él. Apenas había llegado a casa para recogerme, y en su expresión vi una mezcla de admiración y sorpresa. El silencio de ese momento tan solo lo rompieron las palabras de mi padre:
—¡Chicos, pasadlo bien!
Tenía diecinueve años y me sentía la mujer más bonita del mundo. Y quizá lo era. Llevaba el pelo largo y sin recoger, tenía la piel blanca y un cuerpo voluptuoso. Pero si destacaba por algo era por mi incansable curiosidad, por las infinitas ganas que tenía de vivir.
Oriol conducía con pericia. En aquel tiempo, recuerdo que tenía un Golf que había heredado de su hermano. Aún hoy puedo notar el olor a melocotón que desprendía el vehículo.
Como siempre, tuvo suerte y aparcamos enseguida. Al salir del coche, comprobamos cómo la gente nos miraba. Solo los demás nos veían como a una linda pareja porque yo, hasta esa noche, solo había visto en Oriol a un hermano mayor.
Aquella noche era el estreno de la película en el cine Bosque de Barcelona, en la Rambla del Prat, un bulevar lleno de casas modernistas con mucho encanto. Como el tiempo volaba en su compañía, nos entretuvimos demasiado tomando una cerveza y, cuando entramos en la sala, las luces ya estaban apagadas.
De repente, sentí que Oriol me cogía por la cintura. Fue entonces cuando me di cuenta de que algo había cambiado entre nosotros. Sus manos no solo me indicaban el camino que debía seguir, sino que me acariciaban con una calidez que me hizo temblar.
«He pasado toda mi vida amando a una mujer que amaba a otro que no la quería a ella, sino a otra que no supo si le correspondería.»
Cuando oí aquella frase del protagonista, quien había sido hasta ese momento un viejo amigo, me susurró al oído:
—Espero que eso no me pase nunca contigo.
Lo miré y vi cómo acercaba sus labios a los míos. Aquel gesto lleno de una intimidad que hasta entonces no habíamos tenido me hizo volver la cabeza. No estaba preparada para darle un beso. No todavía…
Al salir del cine, empezamos a pasear sin rumbo y sin decir nada. Recuerdo que hacía calor. De repente, oímos una música lejana que venía de la plaza Gal·la Placídia y caminamos hasta allí. Era una verbena que habían preparado los vecinos del barrio.
Al oír las primeras notas de un vals, Oriol dirigió sus manos hacia mí y yo me dejé llevar. Lo miré descaradamente. Creo que esa fue la primera vez que deseé a un hombre. Ahora sí que quería que me besara, sentir el sabor de aquellos labios que tantas veces me habían hablado. De los que tantas veces había salido mi nombre.
El «Senza fine» de Gino Paoli nos envolvía.
«Sin final arrastras nuestras vidas, sin un segundo de respiro, para soñar, para poder recordar eso que habíamos vivido…»
Oriol cantaba mientras me miraba. «No hay ayer, no hay mañana…» Yo sí quería un mañana, porque allí y entonces él representaba para mí la misma luz del sol, la inmensidad del cielo. No necesitaba nada más que su compañía.
Seguimos bailando, dando vueltas y vueltas.
Pero aquella hermosa escena se vino abajo cuando alguien me agarró del brazo para separarme de Oriol.
—Sandra, ¿qué haces aquí? —me dijo un compañero de clase.
Y un instante después me arrastró hacia sus brazos para hacerme bailar a la fuerza. Le odié por ello.
Oriol era tan tímido que lo único que hizo fue mirarme horrorizado.
Cuando conseguí quitarme de encima al otro, no encontré en su rostro ninguna señal de lo que acabábamos de vivir. Ya no había deseo, ni una pequeña muestra de interés más allá de lo que hace un buen amigo.
Me acompañó a casa sin decir nada más. Una vez en la puerta, me dio un beso en la mejilla de despedida. Como había hecho siempre mi amigo Oriol… lejos de aquel hombre nuevo que había encontrado en su mirada.
Era como si todo hubiera sido un hermoso y fugaz sueño, pensé entonces.
Si ese chico no nos hubiera interrumpido, tanto su vida como la mía podrían haber sido muy diferentes.