Mi amante no era un hombre cualquiera. Cuando estaba en Barcelona, siempre se alojaba en el mismo lugar. No lo hacía por las magníficas vistas de la catedral que el hotel le procuraba. Sus razones eran literarias.
Al igual que Joan Miró, que vivió ahí a finales de la década de los sesenta y principios de los setenta, escogía el Colón porque por sus habitaciones habían pasado autores como Ernest Hemingway, Tennessee Williams o Jean Paul Sartre.
Para mí, esta elección lo hacía más atractivo aún. Dejando la Diagonal y la Via Laietana a nuestra espalda, no nos adentrábamos en el corazón de las tinieblas, como Joseph Conrad, sino en el latido de nuestro mundo.
Ese fue un momento de intensa felicidad. Edmond y yo solos. Podía mostrarle los puntos cardinales de la ciudad que habían hecho de mí la persona que era.
Entramos en la recepción, donde lo recibieron con familiaridad.
Invariablemente tenían preparada para él una suite con vistas a la basílica. Desde la terraza se contemplaba el mar. De hecho, ya había comprobado que, cada vez que estaba con él en una habitación, las vistas eran magníficas.
Mientras deshacía su equipaje, pensé que era el momento de hablarle claro. No me había podido sacar de la cabeza lo que me había dicho sobre lo rápido que se estaban precipitando los acontecimientos en nuestra relación. Sin embargo, era necesario que estuviera informado. Tenía que explicarle cómo era mi situación financiera. Tenía la certeza de que, en el peor de los casos, si nuestra relación no cuajaba, como caballero que era nunca lo contaría a nadie.
Era mediodía y tenía que pasar por casa para vaciar la maleta y llenarla de nuevo con ropa más apropiada para estar a su lado. Edmond tenía una reunión en dos horas, tiempo más que suficiente para exponerle el contexto en el que me movía.
Estaba convencida de que él tenía una idea errónea de mi capacidad económica.
Preferí esperarlo en la terraza. Sentada en una chaise longue, tapada con una manta, el sol me daba la fuerza suficiente para hablarle claro. Estaba apoyado en la barandilla, fumando un cigarrillo. Pensé que no necesitaba ninguna otra imagen. Él y la nada.
—Edmond, quiero hablar contigo.
Lo llamé por su nombre de pila, algo inusual entre nosotros. Él se volvió y dijo:
—¿Te pasa algo, Sandra?
—Hace un rato, en Barajas, me decías que estamos pisando el acelerador, y me siento incómoda. Probablemente tengas razón, pero quiero contarte algo que no sé si sabes y que es justo que conozcas para que tomes la decisión adecuada.
Se sentó muy cerca de mí y me cogió las manos.
—Te escucho…
—Aunque mi trabajo está bien pagado, nada en mi vida es lo que parece. Excepto los más íntimos, que saben cuál es mi situación, mucha gente cree que estoy montada en el dólar. Te lo diré bien claro: mi madre y yo estamos arruinadas.
»Lo perdimos todo durante la enfermedad de mi padre. Con mi sueldo pagamos los acreedores y ponemos parches a nuestra maltrecha economía. No me puedo permitir el lujo de venir a verte a París tanto como quisiera. En realidad, por no poder, no llego casi a fin de mes, pero el hecho es que lucho y permanezco serena. Hay una solución, pero para llevarla a cabo debería tomar una decisión extrema que mataría a mi madre. No quiero vender nuestra casa. No debo hacerlo. ¿Lo entiendes?
Lo miré directo a los ojos. Su expresión, mezcla de sorpresa y decepción, lo delataba.
Pensé de pronto en el whatsapp de Oriol: «No seas ingenua».
Edmond se quedó mudo. Y podía adivinar lo que estaba pensando: no quería problemas y tener una pareja necesitada no entraba en sus planes.
—No te asustes, no te pienso pedir dinero —le dije—. Fui valiente cogiendo aquel avión que me llevó a París y he sido honesta ahora al sincerarme contigo. He estado a punto de perder la cabeza por ti, pero llego a tiempo de decírtelo. Ahora mismo no me puedo permitir una vida de lujos, como tú necesitas. Así pues, tal vez es mejor que hagamos un punto y aparte en esta relación.
Sé que lo ofendí. Lo había tratado de ruin al insinuarle que lo veía alarmado ante la posibilidad de que le pidiera ayuda económica. Y estaba claro que necesitaba una ayuda, pero nunca la habría aceptado. Tan solo quería no tener que disimular mi situación en la intimidad, poder hablar claro. Ocultaba a todo el mundo lo que estaba viviendo, pero no habría soportado cerrar la puerta de casa y tener que hacer lo mismo con él.
Recogí la maleta. Incomprensiblemente, me sentía liberada. Cuando iba a salir por la puerta, oí su voz:
—Sandra, por favor, no te vayas. Déjame hablarte.
Le di la espalda. Estaba frente a la puerta de la suite, a punto de salir. No me di la vuelta y él dijo:
—Me has hecho daño. ¿Crees que soy un tacaño de tercera categoría? Di qué cantidad necesitas. Voy al banco y en un par de días lo tienes en tu cuenta. ¿Sabes por qué no te he respondido enseguida? Porque nunca he conocido a nadie como tú. ¿Crees que valoro a las personas por lo que tienen? ¿Piensas que mi vida ha sido fácil? He crecido entre la escuela militar y el ejército, sin sitio en la familia. No me importa que no tengas nada más que lo que llevas puesto. Te quiero a ti. A ti, ¿me oyes? Nunca me había enamorado, ahora lo sé. Te necesito, Sandra.
Ver a un hombre de su envergadura roto como un muñeco me conmocionó. Habíamos empezado desde cero en París, y la pelota estaba ahora en mi tejado.
Aquellos días en Barcelona fueron de una comunión total. A pesar de que habría sido el momento idóneo para que conociera mi entorno, no vimos a nadie. La relación que estábamos construyendo pedía tiempo, paciencia y tenacidad. Tres ingredientes de los que yo no andaba escasa.
La última noche juntos la reservé para que conociera el local donde Paula, Jaume, Oriol y yo habíamos vivido momentos históricos de nuestra juventud. Estaba en la parte alta de la ciudad. Desde allí, Barcelona se rendía a nuestros pies con su inmensa belleza. Era un espacio a caballo entre una coctelería y una sala de jazz. Inaugurado en 1977, parecía que no había pasado el tiempo.
Merbeyé, ese era su nombre. El terciopelo rojo de las butacas, la intimidad que se respiraba en el ambiente, hechizaron a Edmond. Pidió un tequila con limón y yo un bourbon. Escuchábamos de fondo a Joe Cocker interpretar con su desgarrada voz el romántico verso «You are so beautiful…», tal como me había dicho Edmond, muy bajito, en el puente aéreo camino de Madrid minutos después de conocerlo.
Cerré los ojos. Hubiera deseado no irme nunca de allí. En realidad no quería estar en ningún lugar del mundo donde no pudiera verlo, tocarlo, olerlo, besarlo…
De vuelta al hotel, mientras conducía lentamente para que observara cómo la noche transformaba Barcelona, sin mirarme y con la voz entrecortada, me dijo:
—Sandra, para mí hay dos días que no existen: el ayer y el mañana. Solo me importa el hoy.