Por primera vez en mucho tiempo, me parecía que todo estaba en su sitio. No recordaba la última vez que había sentido esta plenitud, lo que me daba miedo.
Edmond había vuelto a París dejando aquí un montón de promesas para nuestra relación. Mientras tanto, yo tenía programadas varias entrevistas que me estaba preparando a fondo. En casa nos ahogaban las facturas, pero no más que otras veces. Entonces, si podía decir que la vida me sonreía, ¿por qué notaba que me faltaba el aire?
Presentía que algo chirriaba, y no me equivocaba.
Aquel día comenzó como un lunes cualquiera. Estaba cerrando mi maleta y en una hora me vendrían a buscar para llevarme al aeropuerto. Tenía una reunión en Madrid.
Eran ya las nueve de la mañana, pero observé que la puerta de la habitación de mi madre estaba cerrada. No le di más importancia porque ella, como yo, era noctámbula. Si yo alguna vez llegaba de madrugada, la encontraba leyendo o bien apoyada en la cama viendo alguna película antigua. Las de Vittorio de Sica eran sus preferidas y, entre todas, destacaba Los girasoles.
Cuando volvía demasiado tarde, ella tenía la consideración de dejar las luces del jardín encendidas. A pesar de que el pasillo que separaba la reja del porche era largo, me acompañaba el olor de los cipreses que rodeaban la casa. Una vez dentro, si oía el ruido de la tele en su habitación, dejaba la maleta en la entrada y subía las escaleras corriendo para verla.
Me abrazaba con su bata de estar por casa. Volver a oler su aroma de colonia fresca era para mí un regalo de bienvenida.
Una noche, mientras salía de la ducha después de este ritual, oí una partitura inconfundible de Henry Mancini. Como al día siguiente no debía levantarme temprano, a pesar de ser las dos de la madrugada entré en la habitación de mi madre.
Los muebles que había estrenado con mi padre para su noche de bodas permanecían intactos. Una cama ancha, dos mesitas de noche, el armario y la cómoda, que de pequeña me tenía fascinada. Ahí guardaba mi madre sus camisolas.
Cuando se despistaba, entraba de puntillas y me disfrazaba con ellas. Esa noche que lloramos las dos a lágrima viva viendo la magnífica interpretación de Sofia Loren y Marcello Mastroianni observé que, para ir a descansar, se preparaba como si mi padre aún durmiera a su lado.
Le dije entonces, mientras me acariciaba el pelo:
—¿Sabes qué me apetece? Ya sé que no tengo edad… pero ¿puedo quedarme aquí esta noche?
Debía de estar mirándola con cara de mema, como cuando tenía seis años y me daba miedo la oscuridad, pues me dijo con dulzura:
—Claro que sí, reina.
Apagamos la luz y esa noche nos dormimos con las manos entrelazadas.
Al despertar a la mañana siguiente sentí una paz indescriptible, como si hubiera vuelto a nacer.
Tras recordar aquella velada, pensé que ya era hora de que se levantara. Era extraño en ella quedarse hasta tan tarde en la cama.
Llamé a la puerta de su habitación, pero no me respondió. Tras esperar unos segundos por prudencia, entré. Las persianas estaban bajadas y por las rendijas entraba la luz del sol.
No estaba en la cama.
Atravesé súbitamente el cuarto y entonces la vi. Se me cortó el aliento.
Estaba en el suelo, enredada con la colcha.
La llamé y la toqué, pero no se movió.
En estado de shock, intenté subirla a la cama, pero no podía sola.
Aliviada, vi que respiraba, aunque lo hacía muy débilmente. Le coloqué un cojín bajo la cabeza y la tapé antes de bajar rápidamente las escaleras.
Mi bolso y el teléfono estaban en la entrada. No me lo pensé dos veces antes de llamar a Jaume. Él era médico y sabría qué aconsejarme.
Tuve la suerte de que no estaba en consulta y me respondió inmediatamente. Tras explicarle la situación, me dijo que en diez minutos estaría en casa y que, mientras tanto, llamara a una ambulancia.
Esto hice, dejando la reja abierta de par en par y también la puerta de acceso a la casa.
Subí otra vez y me arrodillé a su lado. Mientras le hablaba, me daba cuenta de que desvariaba totalmente. Intentaba decirme algo, pero no podía.
La ambulancia llegó casi al mismo tiempo que Jaume. La doctora que atendía a mi madre le pidió al conductor que fuera más rápido.
Una vez en urgencias del hospital de Sant Pau, Jaume me cogió la mano para que dejara libre la de mi madre.
—Sandra, quédate aquí… No puedes pasar. Tu madre tiene un pronóstico complicado, pero está en buenas manos. Entro con ella, no estará sola. ¡Sé fuerte!
No sabía qué hacer. Allí en medio, con abrigo y bufanda, pensé que aquella escena la había vivido ya tantas veces que me invadió una cruel serenidad. La única diferencia era que en otras ocasiones era mi padre quien entraba en camilla, mientras que mi madre y yo nos quedábamos fuera.
El círculo se estaba reduciendo a la mínima expresión.
Desde la sala de espera, envié un whatsapp a Daniel para que fuera consciente del problema y anulara los billetes de avión. Era evidente que no podría ir a ninguna parte.
Miré alrededor. Todos los que estábamos allí rezábamos por un milagro. A mí me costaba mantener la esperanza. Tan solo pedía a Dios que me dejaran entrar. No quería que tuviera que enfrentarse sola al final. Nunca me hubiera perdonado a mí misma no estar presente.
En medio de aquella pesadilla, me di cuenta de que no le había dicho nada a Edmond. No podía hablar por teléfono desde la sala de espera, y no quería moverme por si Jaume salía de urgencias con alguna noticia. Al escribir un mensaje, vi que estaba en línea.
Le expliqué telegráficamente cuál era la situación. El dispositivo me informaba que él no dejaba de mirar la pantalla. Incomprensiblemente, no respondía.
El tiempo pasaba sin que nadie me diera ninguna información. Salí al pasillo por si veía a Jaume o a la doctora que había atendido a mi madre.
Justo entonces llegó Paula y me abrazó muy fuerte mientras me decía:
—Ten fe, Sandra…
Yo me preguntaba por qué. ¿Qué más podía pasar? ¿Qué regla inescrutable del universo dictaba que no pudiéramos dejar de sufrir, que me tuviera que conformar con sobrevivir? ¿Por qué ahora, cuando veía una tenue luz al final del túnel, tenía que pasar esto? Todas estas preguntas no las verbalizaba, pero venían a mi mente sin querer.
Nos sentamos en una salita desde donde controlábamos todo lo que pasaba. Paula apoyó la cabeza contra la pared.
Entonces lo vi. Jaume se acercó con cara triste y serio. Me dispuse para lo peor. Estaba más preparada de lo que creía.
Tras sentarse en medio de las dos, se quitó las gafas y me dio la noticia:
—Sandra, tu madre está viva pero no por mucho tiempo. Ha sufrido una hemorragia cerebral. No hay nada que hacer. Está sedada y no sufre. Lo siento… Han luchado a su lado hasta el último segundo, pero hay zonas vitales afectadas.
Paula se puso a llorar con un lamento tan profundo que me venció. Al instante se levantó y, tras darme un abrazo, se fue de la salita. Paralizada en aquella incómoda silla, era incapaz de decir nada. Una lágrima se deslizó por mi mejilla, que Jaume recogió con sumo cuidado mientras yo preguntaba:
—¿Puedo verla?
Agarrándome del brazo, dirigió mis pasos a través de un pasillo largo. Una vez en el box, me impresionó el sonido ensordecedor de su respiración. Me acerqué a ella y le besé la frente. La calidez de su piel no había desaparecido. Yo la miraba y no daba crédito a lo que me había dicho Jaume un momento antes. Tenía la sensación de que se despertaría de un momento a otro.
Entró la doctora que la atendía, que no era la misma que había hecho todo lo posible para estabilizarla en la ambulancia. Era joven y hablaba muy despacio. Por su acento, me pareció que era cubana.
—Usted es la hija, ¿verdad?
Asentí con la cabeza mientras no dejaba de acariciar el pelo de mi madre. Con mucho tacto, me pidió que saliéramos de la habitación.
—Su madre ha sufrido una hemorragia cerebral masiva. No tiene vuelta atrás. No puedo decirle cuánto tiempo vivirá, es imprevisible. Un mes como máximo, pero si hay complicaciones, como una infección, el proceso puede ser mucho más rápido. Lo siento, hemos hecho todo lo que hemos podido…
Le di las gracias por su humanidad y cuidado. Mis tíos ya habían llegado, avisados por Paula.
Nos alternamos todo el día para que no estuviera sola, pero era evidente que no podíamos ocupar un box de urgencias durante el tiempo que ella estuviera en esta situación. Era necesario encontrar una solución. Y para pensar yo necesitaba aire fresco.
Al salir del hospital, encendí el teléfono. Ni rastro de Edmond.
Una vez más no estaba… pero, de hecho ¿había estado alguna vez?
Alejé de mi cabeza cualquier pensamiento que no fuera encontrar un camino para que mi madre pudiera hacer el tránsito lo más cómodamente posible. En casa era inviable. Necesitaba cuidados médicos las veinticuatro horas del día.
—Hay muchas clínicas especializadas en el cuidado de enfermos terminales en Barcelona… —me sugirió Paula con mucha cautela—. Conozco una muy cerca del parque Güell.
Puse en marcha todo el papeleo. Siempre he sido una mujer organizada y rápida. Esto lo había aprendido durante la enfermedad de mi padre, así que a última hora de la tarde ya estaba todo listo para que mi madre dejara el hospital y nos trasladáramos al que sería su último hogar.
—Es un riesgo, Sandra —me dijo Jaume—. A pesar de que la clínica está muy cerca, puede morir por el camino. Yo haría lo mismo si fuera mi madre, pero debes tenerlo presente.
Empezaba a hacer frío. Antes de salir, tapé la cabeza de mi madre con la tupida bufanda de colores con la que había entrado en urgencias. Me acerqué a su oído y le dije:
—Mamá, eres muy fuerte. Aguanta hasta la clínica para que podamos estar juntas y tranquilas. Hazlo por mí.
Lo hizo.
Entré con ella y, después de cerrar la puerta de la acogedora habitación que nos habían dispuesto, me preparé para verla morir y para desaparecer yo también a su lado.