Dicen que el dolor de ahora es parte de la felicidad de entonces. Este es el trato. Así de duro y real. Imposible de apelar. Lo acato, como no puede ser de otra manera, pero para consolarme pienso que quizás hay una razón que no acabo de comprender para aceptar con resignación todo lo que estoy viviendo.
Ya habría tirado la toalla si no me acompañara siempre mi iPod. Paula, que conocía mi fobia por las tecnologías, me regaló este aparato pequeño y con un aspecto marciano lleno de recuerdos sonoros. Ella no se imaginaba que, a través de ese artilugio, y gracias al sonido que se deslizaba en mis oídos, escucharía sinfonías en lugar de dolor.
Mientras miro a mi madre, e intento recordar la expresión de su rostro antes del ataque, suena la partitura que George Fenton creó para Tierras de penumbra, la película de Richard Attenborough. Debra Winger consuela a un Anthony Hopkins desesperado ante la muerte de su esposa. Le recuerda que el mundo se rige por la ley de la compensación, aunque a veces no es así.
Mi madre se está muriendo, esta es la realidad, y lo sabe. Las dos somos conscientes de que le queda poco tiempo, pero ¿alguna vez lo ha tenido?
La enfermera entra en la habitación. Deben hacerle cambios posturales, aunque está agonizando desde ayer. La cuidan y la miman como si mañana pudiera salir de esta cama y volver a ser la mujer impresionante que era.
Mientras la cambian, observo su cuerpo. La piel transparente, sus formas femeninas que no han perdido un ápice de ternura.
Cuanto más se acerca a la muerte, más se acerca a la infancia. En su caso fue un tiempo feliz, a pesar de nacer en una Barcelona rota por la Guerra Civil y en pleno bombardeo. Mi abuela María siempre recordaba que soltó el primer llanto mientras el cielo de la ciudad ardía con el reflejo de lo que sucedía en las calles.
Su padre era director de la Orquesta Florida, una de las más famosas del momento. Por eso ella estudió piano y, gracias a ello, cada vez que pienso en mi madre siento música. Pero también la veo.
Y me veo a mí misma en la escuela. Tan solo tengo siete años.
Son las cinco de la tarde y quiero irme. Mis compañeras de clase son crueles. Se ríen de mí y de mi silencio. No entienden que no necesite hablar. ¿Por qué? Soy diferente a ellas. Delgada, con la frente ancha y con una curiosidad desbridada. Tan solo escuchan mi voz cuando pregunto algo que me interesa. Si no, salgo al patio y observo lo que no tengo que hacer cuando sea mayor.
Pero tengo unos aliados que ellas no tienen. La burbuja en la que me siento protegida: mis padres.
Suena el timbre y, como un rebaño, nos dirigimos todas hacia la puerta. Hace rato que la miro a través de las rejas. Allí está mi salvación, con un bocadillo de jamón en la mano.
Sus grandes gafas de sol no pueden ocultar los fantásticos ojos de color verde menta. Es primavera y el sol juega con el brillo de sus cabellos rubios. Alguien le habla, pero intenta no parecer grosera mientras sonríe mirando la salida para que yo sepa que está ahí.
Cuando llegue a la cámara de la muerte desde la que me proyecto a la infancia, tendrá setenta y seis años y habrá pasado media vida esperando que mi padre vuelva del despacho. A que vuelva yo de la facultad, de mis viajes. Este habrá sido su denominador común: entregarse y esperar.
Las otras niñas corren y me empujan, pero yo ando lenta y pausadamente hacia ella, que abre los brazos y me besa. El pelo, los ojos, las manos…
¿Qué haré a partir de ahora sin ellos?
Cuando llegamos a casa, mientras se cambia y se ata la bata, me pide que le explique las cosas nuevas que he aprendido de mí misma hoy en la escuela. De las matemáticas o de la lengua ya se encarga mi padre: ella quiere saber el estado de mi alma.
Hago los deberes lo más rápido que puedo. Sentada a la mesa del comedor, huelo la felicidad a través de la verdura que a fuego lento está hirviendo en la cocina.
Antes de cenar, se sienta al piano y toca. Yo subo entonces a mi habitación para escucharla con los ojos cerrados, aunque a veces, guiada por el «Claro de luna» de Debussy, la espío.
Me siento en la escalera y la observo a escondidas.
De fondo, los árboles del jardín, la luz de la lámpara que refleja la delicadeza con la que sus manos acarician el teclado, su figura recta y amable… En estos momentos puedo tocar su espíritu.
Mucho más tarde, cuando no me lo ponga fácil, estos momentos sublimes me ayudarán a amarla.
Pero la vida tiene un sonido y la muerte otro.
Setenta y seis años después de haber nacido, su cabeza se apoya del lado derecho. Las enfermeras la colocan de modo que parece que de un momento a otro me mirará.
A pesar del coraje con que se enfrenta al final, tiene el aspecto de un pájaro herido. Me empeño en recordar cómo era su voz, la que afortunadamente he heredado y que ha sido su legado y mi patrimonio.
El sonido que ahora emite es un ronquido seco y profundo. Fuerte y ensordecedor. No sé cuántas horas llevo sentada en esta habitación. Es grande y luminosa, pero la de una moribunda al fin y al cabo.
Lloro y lo hago en silencio.
Nadie me ha asegurado que no me pueda oír y quiero que se vaya en paz. No quiero que sepa nunca que aquí, sentada a su lado y besándole las manos, vuelvo a tener siete años, pero con una diferencia: ni ella ni nadie me va a venir a buscar a la puerta del colegio.