«Mataron a mi madre en la puerta de mi cuarto. Moría y me salvaba.» Esta desgarradora estrofa que canta la protagonista Maddalena di Coigny, en la ópera Andrea Chénier, es la escena que reviví cuando ella dejó de respirar.
Con su último suspiro voy a renacer.
Tenía el convencimiento de que el mismo día que ella me trajo al mundo hacía cuarenta años, se iría. Y fue así. Escogió la que siempre me decía que había sido la jornada más feliz de sus vidas.
Mis padres se tomaron su tiempo. Querían tener descendencia, pero, desobedeciendo lo que era habitual para la época, tardaron casi cinco años.
Cuando ya pensaban que habían esperado demasiado, llegó lo que toda la familia anhelaba: mi madre estaba embarazada.
Se puso de parto la noche de la Castañada, en plena celebración. Por eso siempre me habían dicho que yo era muy inoportuna, desde la cuna. Pasó en el curso de una fiesta con unos amigos en Sitges, de modo que casi nací en un coche, como marcaba la tradición de finales de los sesenta, donde las ambulancias eran un bien escaso.
De vuelta a aquel triste 31 de octubre, a las 6 de la mañana entró en la habitación la doctora que la trataba. Era una mujer joven, menuda y amable que nos hizo el tránsito fácil y dio a mi madre la oportunidad de que se despidiera, aunque su conciencia estuviera sumida en el más profundo de los abismos.
La clínica Güell estaba muy cerca del parque diseñado por Antoni Gaudí. Durante esos días con Paula, subíamos la pequeña cuesta de acceso y, acogidas por la vegetación, ella me abrazaba y yo lloraba desconsoladamente.
No hablábamos, mi amiga solo me acariciaba las manos y me decía:
—Llora, Sandra, llora…
Y eso era lo que hacía hasta que notaba que me faltaba el aire, hasta sentirme tan huérfana que deseaba irme con ella.
Horas antes de su muerte, Oriol me llamó. Estaba en Barcelona y quería hacerle una visita. Ella no habría querido que la vieran en el estado en que estaba, pero él insistió en que quería darle un beso.
Cuando llegó, las enfermeras le habían puesto a mi madre un camisón azul. Hacía muy poco que la habían peinado. Aquellos cabellos fuertes y poderosos se habían convertido en unos copos débiles que, con paciencia y ternura, ordenábamos como podíamos.
A pesar de que ella no lo podía oír, Oriol le hablaba de los viejos tiempos. No le dejó la mano sin estrechar ni un segundo.
No sé cuánto tiempo pasó. Mi amigo tenía que ir al aeropuerto, ya que volvía a Madrid esa misma tarde. Finalmente depositó la mano de ella en su mejilla, evocando cómo mi madre se despedía de él cuando venía a casa a hacer los deberes.
Eligió esta manera de decir adiós.
Una vez fuera de la habitación, dimos una vuelta por el jardín de la clínica.
No dijimos nada, solo lloramos.
Me apoyé en uno de los majestuosos árboles y grité:
—¡No puedo más, me quiero morir!
Él me tapó la boca con la mano, me apartó el pelo de la cara y me dijo:
—¿Eso es lo que quieres? ¿Dejarte vencer? ¿Es esto lo que ellos se merecen? ¿Recuerdas ese día que tu padre nos llevó al cine a ver Qué bello es vivir? Nos dijo que todo el mundo debería ver una vez en la vida esta película, porque todos tenemos un ángel de la guarda y no lo sabemos. Pues bien, ahora haré yo de Clarence. ¿Cómo sería la existencia de los que te queremos sin ti? ¡Un desastre! Sin tu alegría, sin tu dignidad… ¡Lucha, Sandra! No estás sola. Por mucho que lo creas, no lo estás. Ni ahora ni nunca.
Tenía razón. No lo estaba, pero en ese momento no lo sabía. Estaba vencida por el cansancio cuando la doctora entró. Ni siquiera la oí.
Noté que alguien me acariciaba la cara y abrí los ojos. Me asusté al verla allí. Me horrorizaba la idea de que muriera y yo estuviera dormida.
—¿Ya está? ¿Ha muerto?
—Todavía no, pero tienes que llamar a las personas que quieres que la acompañen. Es cuestión de horas. Sandra, no te equivocaste: morirá hoy.
—Será a las once.
Lívida, me preguntó:
—¿Por qué?
—Es la hora en que nací —le dije.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Una profunda intuición me decía que, en cinco horas, la mujer que me había traído al mundo moriría. Al ser consciente de ello, me invadió una serenidad inexplicable.
Fui al baño a ducharme con agua fría para espabilarme. A continuación, me cambié la ropa que llevaba puesta desde hacía tres días.
Para que notara que estaba amaneciendo, subí la persiana. Con mucho cuidado trasladé un poco su cuerpo hacia la punta de la cama para apoyarme a su lado y abrazarla.
Podía percibir cómo el tono rosado de su piel se iba volviendo blanco, casi transparente. Me dije que tenía que llamar a Paula y a Jaume, a mis tíos y a Cecilia, su fiel amiga.
Era inevitable pensar en Edmond y en cómo había sido capaz de abandonarme en ese momento. Aparté de mi mente su imagen. No me quedaban demasiadas fuerzas y tenía que dosificarlas. Necesitaba estar plenamente con ella. Dormirme en su regazo, como hacía cuando tenía cinco años y tenía miedo de los fantasmas. Entonces ella me besaba la frente diciendo que todo iría bien. Esto era lo que yo le musitaba ahora, en los compases finales.
—Vete tranquila, madre, saldré adelante y siempre, hasta el final, estarás conmigo. Te quiero. Todo lo que me diste me hará vivir.
Sé que me escuchó, sé que me oyó y este convencimiento fue lo que me permitiría sobrevivir.