«Así tan solo dejo que tú me dejes. Tan solo así te dejo que me dejes. Yo tengo para ti un nido en mi árbol, una nube blanca, colgada de una rama muy blanca…»
Soñando, me veía a mí misma con diez años en la habitación blanca de mi infancia. Me acaba de despertar y, a través de la rendija de las persianas, se deslizaba el sol del mediodía. En ese momento radiante, me encantaba quedarme muy quieta y escuchar el tráfico de la casa. Las voces familiares hablaban no muy alto para que yo durmiera plácidamente. Mi abuela en el jardín y ella en la cocina, preparando algún plato delicioso.
Cuando me aburría de observar a través de mis sentidos lo que pasaba alrededor, llamaba a mi madre. Su respuesta siempre era la misma:
—Reina mía, ¿ya te has despertado?
Desde la cama sonreía con la pureza de la inocencia y me sentía la niña más segura del mundo. Escuchaba cómo mi madre subía las escaleras que llevaban a mi habitación.
Entraba tímidamente, casi siempre pidiéndome permiso. Entonces se lanzaba encima de mí y me comía a besos.
Me desperté de golpe.
Desconcertada, por un segundo no sabía qué estaba pasando a mi alrededor. Al mirarla, me di cuenta de cómo su fisonomía estaba cambiando. Se acercaba el momento final; a pesar de todo, su rostro estaba lleno de paz. Mientras las lágrimas no me dejaban ver con claridad, tarareé una canción de uno de sus autores preferidos, Lluís Llach: «Un núvol blanc».
Llegué a la misma conclusión que él. Así, de esta manera y con esta dignidad, dejaría que ella me dejara.
Tenía la sensación de que llevaba muchas horas con ella en la cama, pero al mirar el reloj del móvil vi que aún nos quedaba tiempo. Eran las ocho de la mañana.
La coloqué con delicadeza en la posición en que la habían dejado las enfermeras y me senté en un sillón, cogiéndola.
Cuando llamaron a la puerta, por un instante pensé que era Edmond. La noche anterior había hablado con él para decirle que, si quería acompañarme en el momento, tenía que darse prisa.
Se disculpó con una frase hecha y me dijo que no había ningún vuelo directo a Barcelona desde donde se encontraba. Tampoco me concretó dónde era, y se despidió diciendo:
—Sé fuerte, Bijou, te quiero.
Colgó. Un puñetazo seco en la boca del estómago me hizo pensar que no tenía la más mínima consideración, pero como ya era habitual, le disculpé. Seguro que encontraría la manera de llegar antes de que ella muriera.
Una vez más me equivoqué.
Me quedé muda junto a la cama de mi madre. Estaba convencida de que si articulaba alguna palabra empezaría a llorar desconsoladamente y ya no pararía nunca.
Se abrió la puerta y entraron Paula y Jaume. No hablaron. Me abrazaron antes de sentarse al otro lado de la cama para cogerle la mano. Estaban tristes y abatidos. Pensé que querían quedarse con ella a solas. Al fin y al cabo, también era casi una madre para ellos.
—Salgo un momento. Lo que le tengas que decir tiene que quedar entre vosotros.
Jaume le dijo a Paula:
—Tú primera. —Y después me ayudó a levantarme y me preguntó—: ¿Has tomado algo caliente? ¿Te apetece un té de máquina?
Salimos de la habitación en medio del rumor del cambio de turno, pero yo no entendía nada de lo que decía el personal sanitario. En mi cabeza solo sentía, muy dentro de mí, los bronquios de mi madre luchando por cada bocanada de aire. Me senté en un banco, encogida, mientras Jaume me ponía entre las manos un vaso caliente de papel. A bocajarro, como ya era habitual en él, me dijo:
—¿Sabes? Hoy con Paula hemos llegado a la conclusión de que llevamos más años los tres juntos que por separado.
Traté de sonreír, pero mi rictus parecía más una mueca que una expresión.
—¿Me puedo permitir hoy también hablar claro?
Sabía que lo que me diría probablemente no me gustaría, pero también sabía que tenía todo el derecho a hacerlo.
—Sandra, estoy orgulloso de acompañarte en el tránsito de tu madre, como también lo hice cuando murió tu padre. Pero ahora las cosas son diferentes. Entonces no tenías pareja y ahora sí. ¿Te has preguntado por qué soy yo quien está a tu lado y no él?
Me acerqué un dedo a los labios para que no hablara más.
—Sé perfectamente lo que piensas, Jaume. ¿Por qué una mujer con mi carácter se deja vencer por un hombre que nunca está cuando se le necesita? Pues te lo contestaré muy claramente: antes de él no había nadie y después de él solo hay la nada. Sé que te cuesta entenderlo, querido amigo, pero la disyuntiva de mi vida es Edmond o el vacío.
Al apurar el último sorbo de té, lanzó el vaso a la papelera como un jugador de la NBA y, levantándose, dijo:
—Desprecio a este hombre porque no sabe la suerte que tiene. Eres la mujer más valiente y consecuente que conozco, pero estás en un laberinto, Sandra. También sé que encontrarás la salida sin ayuda de nadie.
Al volver a la habitación, Paula miraba el cielo gris a través de la ventana. Sus ojos la delataban. Había llorado.
—Te toca a ti, Jaume. Voy a fumar un cigarrillo.
La acompañé hasta la puerta de la clínica. Una vez en la calle, estalló:
—¿Piensa venir o te dará el pésame por teléfono? Hazte a la idea de que eres viuda antes de casarte, Sandra.
Hacía diez años que yo no fumaba, pero le pedí un mentolado de los suyos. No aguanté más de dos caladas y lo apagué inmediatamente.
—Paula, sé que esta vez vendrá. No tardará demasiado… ya lo verás.
—Te juro que esta vez rezo para que tengas razón.
Mi madre expiró a las 11.20 de la mañana de aquel 31 de octubre, exactamente cuarenta años después de que me trajera al mundo.
Se fue abrazada a mí, serena y enredada en mi cuerpo.
Mientras le quedaba aún un último aliento de vida, yo le rogaba que dejara de luchar, que estaban allí con ella las personas que más amaba. Su respiración poco a poco se fue debilitando hasta que simplemente su diafragma dejó de funcionar.
Llegado el momento, miré a Jaume, que tenía los ojos llenos de lágrimas.
Movió la cabeza de un lado a otro y dijo:
—Lo siento, Sandra, ya está.
Esperé unos segundos antes de romperme en dos. Desesperada le besaba los ojos, las manos, la acariciaba.
Paula me intentaba calmar mientras la doctora certificó su muerte. Miré alrededor, todos los que significaban algo en nuestras vidas estaban, todos menos él, que evidentemente no estaba donde posiblemente ni siquiera se le esperaba.