En el paraíso

Estaba sentada en el sofá de mi madre, pero podía haber estado colgada de una rama en el borde de un acantilado y tendría el mismo sentido. Ninguno. Me había vaciado. Desde que mi madre había cerrado los ojos, no me sentía el corazón ni el alma.

La casa todavía desprendía su olor, y su ropa limpia colgada en el tendedero esperaba que sus manos ausentes la recogieran.

Miraba a mi alrededor y pensaba que las cosas que amaba le habían sobrevivido: el piano, los cuadros, los jarrones, las flores de las que con tanto cariño había cuidado.

¿Qué sentido tenía esta casa, y lo que había dentro, sin ella?

Era incapaz de pensar en qué haría mañana, solo podía recordar el ayer: un pasado tierno y dulce como un melocotón fresco en una tarde de verano. Así era mi infancia y también la vida que recordaba.

El viejo reloj del abuelo señaló las cuatro de la tarde, la hora en que Jaume y Paula tenían que venir a buscarme para ir al tanatorio. Abrían la capilla ardiente a las cinco y aún tenía que tramitar algunos documentos.

A pesar de que ellos y mis tíos habían insistido en que no me quedara sola, había preferido volver a casa.

La primera vez que abrí la puerta después de su muerte, tuve la sensación de que entraba en un museo de figuras inanimadas. Todos los muebles me observaban. Estaba sola y sentí miedo, miedo de no poder estar a la altura, de que la melancolía me venciera.

Siguiendo un impulso irracional, marqué el número del móvil de mi madre. Saltó el contestador y escuché su voz amable, que me invitaba a dejar un mensaje. Lloré desesperada, maldiciendo al Dios que ella me había enseñado a querer, a la vez que le pedía, si existía, que me llevara a su lado.

No recibí ninguna respuesta que no fuera el silencio y el dolor.

Como una autómata, leí todos los mensajes de consuelo que me habían enviado, también las palabras de Edmond, que se disculpaba por no haber llegado a tiempo. Pensé que quizás era mejor así, probablemente no se merecía conocerla.

No respondí ninguno de los mensajes que él me había enviado. Las palabras han sido siempre mi única arma y sabía que mi verbo en situaciones límite podía ser muy peligroso.

Jaume ya había llamado a la puerta. Me esperaban afuera.

Antes de pasar por la ducha, miré la vieja cornucopia de mi bisabuela y no me sorprendí. Cada vez me parecía más a ella.

Peiné una y otra vez mi cabellera mojada, intentando dominarla, hasta que opté por recogerme el pelo en un moño.

Antes de bajar, fui a su habitación. Paula y Jaume habían hecho el trabajo más duro: recoger las cosas que habían quedado esparcidas por el suelo con nuestra precipitada salida hacia el hospital. Incluso habían tenido la sensibilidad de cambiar las sábanas y dejar la cama perfectamente hecha.

Abrí el cajón donde estaba la ropa interior y un traje negro elegantísimo que siempre me había gustado.

—Te lo guardaré para cuando lo necesites —me había dicho.

Pues ese era el momento justo para ponérmelo.

El cuerpo de mi madre nos esperaba en el tanatorio de Les Corts. Ahí mismo estaba el cementerio donde mis bisabuelos habían comprado un nicho. Aquí descansaba toda mi familia y aquí reposaría ella. Y un día yo.

Empezaba a llover cuando Jaume se paró frente a mi puerta.

Bajé con Paula del coche y, mientras la esperábamos para entrar juntos, ella me hizo la pregunta fatídica:

—Todavía no hay ni rastro de él, ¿verdad?

Le arrebaté el cigarrillo que se estaba fumando y, después de darle una larga calada, le contesté con un tono meramente informativo, sin la más mínima emoción:

—Me ha escrito un montón de whatsapps y e-mails. Está perdido en un pequeña ciudad árabe donde, al parecer, es difícil encontrar un avión para venir a Barcelona.

Jaume llegó entonces con un ramo de rosas blancas, sus favoritas.

—Le encantarían… —dije muy bajito.

Una vez en el recinto, una amable señorita me dio el pésame y me dijo que nos acompañaría donde estaba expuesto su cadáver. Caminaba sin tener los pies en el suelo. Franqueada por mis leales pretorianos, llegamos a la puerta.

La mujer que nos acompañaba me preguntó si estaba preparada. Abrió la puerta con llave y accedimos a un espacio amplio y funcional. Desde la entrada veía el ataúd.

Mis pies se quedaron pegados al suelo un instante. Necesité mucho arrojo para entrar en la capilla ardiente.

Amortajada en un hábito de color blanco, con las manos entrelazadas, mi madre parecía una virgen de Murillo. Sentí la calidez del abrazo de mis amigos.

Después Jaume colocó el ramo de rosas blancas muy cerca de ellos.

Los compañeros del diario habían enviado una corona, así como su cuadrilla de amigas. Se hacían llamar las Chicas de Oro, como las de la serie televisiva. Sonreí al recordar qué bien se lo pasaban. Siempre les decía que juntas eran un auténtico peligro.

—¿Se puede entrar? —oí a lo lejos.

Levanté la cabeza y lo vi. Oriol, eficaz como siempre, se las había arreglado para coger un vuelo y venir a acompañarnos. Llevaba en las manos un delicioso y alegre bouquet de flores.

Mientras se despedía de mi madre, yo ya no estaba. Escuchaba todas las voces, pero se transformaban en un murmullo. Cada vez había más.

Otra voz, punzante e interior, las silenciaba: ¿Cómo puede ser que no haya venido, que no haya enviado ni tan solo una nota de consuelo?

Volví al mundo real cuando un miembro del equipo de protocolo del tanatorio me preguntó qué música quería para recibir el féretro.

Sin pensarlo, pedí el séptimo y último movimiento del Réquiem de Fauré. A ella le encantaba. Leí en alguna parte que el mismo autor había dicho que era un arrullo a la muerte.

Esto era lo que deseaba: que el camino hacia la eternidad para mi madre fuera como un dulce cántico antes de dormir.