El canto de los pájaros

Al pie del féretro, mientras Paula, Jaume y Oriol me cuidaban desde la distancia, no era consciente de que en unas horas dejaría de verla para siempre. Perdería de vista aquel cuerpo que había creado un mundo para nosotros, un planeta aparte donde solo habitaban la ternura, la generosidad y el amor. A las diez de la mañana del día siguiente, se celebraría el sepelio. Se acercó la solícita mujer que nos intentaba hacer el trago menos amargo. Necesitaban que escogiera la poesía que acompañaría el recordatorio.

Nos sentamos en el sofá, donde empezó a enseñarme los textos que tenía preparados. No me costó más que un segundo elegir el adecuado.

Mi madre amaba los versos de Miquel Martí i Pol, así que fue fácil. El poeta de Roda de Ter me recordaba que, cuando una persona a la que quieres tanto muere, al final su recuerdo se transforma en una palabra, un gesto o una mirada. Decidí que en el margen derecho del recordatorio figurase su nombre y en el izquierdo la lírica que rezaba así.

Y poco a poco serás tan nuestra que no hará falta ni que hablemos de ti para recordarte; poco a poco serás un gesto, una palabra, un gusto, una mirada que fluye sin decirlo ni pensarlo.

Pero aquí no acababa todo, tenía que esforzarme aún más. Ahora tenía que elegir la pieza que la despediría.

La funcionaria se quedó sorprendida de mi rapidez.

—«El cant dels ocells».

La partitura de Pau Casals me había acompañado el día de mi comunión y, por pueril que pareciera, quería que fuera esta y no otra la que sonara. Así mi padre estaría presente de algún modo.

Aquel 15 de junio había sido especial para todos. Nadie esperaba que la niña nacida más muerta que viva llegaría a transformarse en la preadolescente que, vestida de color crema, caminaba muy lentamente por el pasillo de la capilla de las Salesas a su primera cita con la vida adulta. Los zapatos nuevos que me habían regalado los abuelos no me daban demasiada estabilidad y tenía miedo de resbalar.

Toda mi familia admiraba al maestro Casals, no solo por su arte sino también por su actitud durante la posguerra y la dictadura. Mientras Franco vivió, él se negó a volver a España. Se exilió en Puerto Rico y desde allí fue un ferviente defensor de la democracia.

Para los republicanos comprometidos, esta partitura era sinónimo de una libertad y catalanidad que tuvieron que vivir de puertas adentro hasta que el caudillo murió en su cama.

—Le recuerdo que en una hora deberán marchar. Lo siento, son las normas.

Las palabras de la funcionaria me despertaron, sonaba aún en mi cabeza el chelo del maestro.

Tenía razón, ya no quedaba mucho tiempo. En la vela solo quedaban Oriol, los padres de Paula y ella misma. Jaume no estaba en ese momento. No le di más importancia, pensando que estaría tomando un café.

Al verme entrar, Oriol se levantó y me propuso que bajáramos a tomar algo caliente.

Ciertamente, no había probado bocado. Había perdido la cuenta ya de las horas que hacía que no entraba nada sólido ni líquido en mi estómago.

Al salir, los vi.

En un extremo del pasillo, Jaume estaba conversando acaloradamente con Edmond. El corazón me dio un salto, pero no de emoción sino de asco. No quería, por nada del mundo, que la situación se desbordara y organizaran un espectáculo, así que me acerqué y le pedí con un tono reposado:

—Jaume, tranquilo. ¿Nos dejáis a solas, por favor?

—Te explicaré lo ocurrido. Estaba esperando el ascensor, se ha abierto la puerta y hemos topado. Por su acento a la hora de pedir disculpas y por lo que me has contado de él, lo he reconocido y hemos empezado a discutir.

Oriol y Jaume lo miraron con desprecio antes de dejarnos solos. Edmond se quedó muy quieto ante mí, paralizado de vergüenza.

A pesar de que mi corazón debía de estar latiendo, no me lo notaba. Al mirarlo no sentí más que indiferencia. Mil imágenes pasaron por mi mente en una milésima de segundo, fotografías de mi escapada a París, en contra de todo y de todos, flashes de los momentos felices en Barcelona.

No fueron suficientes, sin embargo, para que olvidara el dolor de su ausencia en aquellos momentos de desolación.

—Evitaré agotarte con estúpidas disculpas —dijo—. No estoy a la altura de tu vida. Es lo que merezco… tu desprecio.

—Edmond, mañana es el sepelio de mi madre. Si alguna vez he sido para ti algo más que un simple divertimento, te ruego que te vayas por donde has venido. ¿Sabes? La mujer que está allí dentro amortajada me enseñó a amar. Hubiera sido fantástico poder mostrártelo. Quizás hubieras conseguido amar a alguien más que a ti mismo, pero ahora ya es muy tarde. En realidad, has llegado una semana tarde. Los siete días con sus siete noches que he pasado velando su agonía me han servido para abrir los ojos. Esta ha sido la lección póstuma que me ha dado mi madre. Que tengas suerte, Edmond.

Dicho esto, le di la espalda y volví a la sala, donde Paula, sus padres y Jaume habían tenido el decoro de no moverse. Todo estaba dicho.

En diez minutos teníamos que abandonar el tanatorio. Entré en la capilla ardiente y cerré la puerta.

—Mamá, tengo que irme —le dije llena de emoción—. Haría cualquier cosa para romper este maldito cristal y tocarte por última vez, pero no puedo. Tenerte tan cerca en el final me ha dado el coraje para seguir adelante. Me doy cuenta, ahora que no estás, de cómo te he llegado a amar.

Antes de irme, toqué el ramo de rosas blancas que había encima del féretro.

Mientras salíamos del tanatorio, noté que mis fuerzas flaqueaban. Necesitaba llegar a casa como fuera. Quería estar sola, con mis recuerdos, echando un vistazo al álbum familiar, repasando con cada imagen los gestos del pasado.

Sí, eso era lo que necesitaba.

Probablemente lo más razonable era que, por primera vez, me dejara cuidar, aunque quien lo haría no era quien yo había elegido. Pero estaba demasiado agotada para nadar a contracorriente, así que cerré los ojos y pensé que la vida es completamente imprevisible.