Flotaba en un mar demasiado grande para llegar a ningún puerto. Me movía a una velocidad diferente de la de mi entorno, así era como me sentía. Tenía que tomar decisiones importantes con celeridad.
En mi habitación había preparado la cama para que Oriol estuviera lo más cómodo posible, pero mil y una incógnitas me venían a la mente. ¿Qué hacer con la casa? ¿Vivir o no en Barcelona? ¿Cómo buscar una solución a las deudas que me amenazaban…?
A pesar de la desorientación, una idea mezquina me calmaba. Si algo había aprendido de todo este tiempo de dolor gratuito con Edmond era a pensar en mí misma. Debía cerrar mis sentimientos en una cajita y ser pragmática.
Llegué a la cruel conclusión de que con la muerte de mi madre mi economía se sanearía. No necesitaba tanto para vivir y mi sueldo llegaría para hacer frente a los pagos y vivir con estrecheces pero sin ahogos.
Con estos pensamientos miserables, cerré la luz de mi cuarto. Cuando me senté en la butaca a oscuras, me llegó la voz de Oriol, que desde fuera me miraba en silencio.
—¿Quieres entrar? —le pregunté con un hilo de voz.
No dijo nada pero, como un gato moviéndose a tientas, se deslizó hasta donde yo estaba y se quedó en cuclillas.
—Ahora no es el momento de tomar decisiones —me dijo cuando le expliqué mis cavilaciones—. Seguro que, cuando pasen unos días, sabrás qué camino seguir.
Le acaricié el pelo y su cuidada barba con ternura. Mientras lo hacía, pensé que era una auténtica lástima que él estuviera a la altura de las circunstancias y el hombre del que me había enamorado hubiera tirado la toalla con tanta facilidad.
—¿Tienes hambre? Te he preparado cena.
Me cogió las manos y me tiró hacia él. Sí, estaba hambrienta. Mientras bajaba las escaleras hacia el salón tras él, un aroma delicioso me rodeaba.
Había puesto la mesa y encendido las velas que tanto gustaban a mi madre y que nos daban aquel calor de hogar que ambos necesitábamos.
Al fin y al cabo, él también era un hombre solo. No le había conocido ninguna relación estable. Tan solo hablaba de sus amigas, pero nunca daba a entender que estuviera enamorado de alguien. Quizás Oriol simplemente estaba casado con su trabajo, lo que a los dos nos parecía lo más normal.
Comí lentamente, aunque todo estaba delicioso. Mi estómago necesitaba tiempo para asimilar cada bocado. Nos quedamos callados, hasta que él rompió el silencio.
—Sandra, ¿recuerdas aquel libro de Doris Lessing que me regalaste? Lo tengo en un lugar preferente de mi biblioteca. Una de las frases que memoricé dice: «Equivócate al pensar, pero en todo caso, piensa por ti mismo». ¿No te das cuenta de que siempre lo has hecho? Por eso te mereces a alguien que camine a tu lado y no quede rezagado.
—No es tan fácil, Oriol. No te enamoras de quien te conviene sino de aquel que te remueve el alma y el corazón. Pero sé lo que dices. Tú y yo somos dos animales heridos y, como dice Juliette Binoche en esa película de Louis Malle, no le tenemos miedo a nada.
Sonrió y me sirvió un poco de vino. Mientras ordenábamos un poco la cocina, conectó un altavoz de bolsillo del iPod que siempre le acompañaba:
—¿Te apetece escuchar algo de música?
Dije que sí con la cabeza, extraordinariamente cómoda.
Los violines de la introducción, la guitarra que poco a poco se fundía en la partitura y la voz de Caetano Veloso hicieron que me estremeciese.
En 2004 había tenido la oportunidad de entrevistarlo. Publicaba entonces un álbum exquisito, A Foreign Sound. Fue un momento mágico en mi carrera cuando, en plena charla, comenzó a cantar una de mis piezas favoritas de Cole Porter: «So In Love».
Strange, dear, but true, dear, when I’m close to you, dear.
The stars fill to sky so in in love with you am I.
No era difícil saber por qué Oriol había escogido esta pieza y no otra. «Hazme daño, decepcióname. Seré tuyo hasta que me muera. Enamorado de ti estoy para toda la eternidad.»
Me acerqué a él y le di un beso en la mejilla.
—Gracias por no juzgarme. Es tarde… ¿Nos vamos a dormir?
Al día siguiente habíamos quedado con Paula y Jaume a las ocho en el tanatorio. Entré en el baño del dormitorio de mis padres. Las cremas, perfumes y cosméticos de mi madre seguían allí. Estaba tentada de aspirar el aroma de su colonia, pero no fui capaz.
No estaba preparada aún, la herida estaba demasiado abierta.
Mientras oía cómo Oriol hablaba por teléfono con un cliente en el salón, sentí la paz necesaria para ir a descansar. Estaba rendida y solo quería dormir. Mientras preparaba el traje negro que me pondría para el sepelio, él llamó suavemente a la puerta.
—Dame un minuto… ya sabes que soy rápida —le dije apresurándome.
Una vez abrí, sus ojos se pusieron sobre la alcoba de mi madre y me preguntó:
—Sandra, ¿crees que encontrarás el sosiego que necesitas si te quedas aquí?
Realmente, era imposible que pudiera pegar ojo en esta habitación. Pero, ¿qué podíamos hacer? No permitiría que Oriol durmiera en un sofá, por muy cómodo que fuera.
—Te propongo algo —le dije finalmente—. Esta cama es de matrimonio y suficientemente ancha para que durmamos los dos. O sea que haremos lo mismo que cuando teníamos diecisiete años y compartimos lecho en una mugrienta pensión cerca de Venecia. ¿Recuerdas? Viaje de fin de curso y sin una lira en el bolsillo; Paula, tú y yo amontonados en un colchón. Fue divertido, ¿no? Las cosas han cambiado y aquí tenemos ropa limpia. Algo hemos ganado, ¿no crees?
Apoyado en la puerta con las manos en los bolsillos, asintió con la cabeza y sonrió.
—Han pasado más de veinte años desde entonces… Te prometo que habría preferido este momento tan privado en otras circunstancias menos dramáticas, pero te lo agradezco —dijo antes de entrar en el baño.
La situación no me perturbaba, ya que compartiría cama con un hermano. Para mí Oriol era eso: una figura protectora, amable y solícita.
Fui a colocar los cojines de tal manera que nos sintiéramos cómodos. Una vez en la cama, me tapé con la colcha. Apagué la lámpara de la mesilla de noche. La luz del lavabo era más que suficiente para guiarlo hasta la cama.
Allí acurrucada, recordé los besos de mis padres cuando, siendo una niña, me abrigaban. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Sin poder controlarme, lloré amargamente. Para no asustarlo, intenté ahogar mi desesperación con la sábana y me volví hacia un lado.
No quería preocuparlo y pensé que desde donde estaba no me oiría. Me equivoqué.
Oriol me acarició el pelo mientras me decía muy bajito:
—Llora, estoy aquí a tu lado. Llora, Sandra.
Me abracé a su cuerpo y él a mí. Absurdamente, pensé en Edmond. Le echaba de menos.
—Ojalá me hubiera enamorado de ti —dijo—. Eres todo lo que una persona necesita para ser feliz.
Mientras me dormía, sentí en la nebulosa del sueño su voz, pero no la escuché. Nunca sabré lo que me dijo la noche que volvimos a compartir una cama, veinte años después de haberlo hecho por primera vez en una pensión insalubre en el Lido de Jesolo.