Amor de mi vida

Al abrir los ojos, antes de que sonara el despertador, Oriol no estaba a mi lado. De la cocina me llegaba el aroma del café recién hecho.

Eran las seis de la mañana, había dormido pero me sentía destrozada. Y el camino que me esperaba aquella mañana era escarpado. En cuatro horas, mi madre ya estaría transformada en cenizas.

Me levanté, pesarosa. Desde la escalera, di los buenos días a Oriol y pasé directa a la ducha. Luego me vestí sin ni siquiera mirarme al espejo. Iba sobria pero elegante, como si fuera a una reunión de importancia. Mi madre no se merecía menos.

Encontré a Oriol en la cocina, preparándome un zumo de naranja. Se había arreglado de forma impecable. Vestía de lana fría gris, camisa azul cielo, corbata a juego y los gemelos que mis padres le habían regalado cuando se licenció.

Le agradecí, emocionada, que hubiera tenido ese detalle.

Mientras desayunaba a su lado en el comedor, pensé que quizá mi error había sido exigir tanto a la vida. Inconformista por naturaleza, siempre había forzado la máquina, controlando el margen que tenía hasta llegar al límite. Quizá la felicidad radica aquí, en la escena convencional de un hombre y una mujer tomando café antes de que salga el sol.

Yo había descubierto demasiado tarde el precio que tenía que pagar por querer descubrir qué había más allá del infinito.

En medio de estos pensamientos, sonó el teléfono.

Al ver en la pantalla que era Edmond, no contesté.

Mientras ordenábamos el comedor —nos habían educado igual y odiábamos el caos—, el móvil volvió a vibrar.

—Sandra, responde tranquila —me dijo Oriol—, te espero afuera mientras llega el taxi.

Con cada vibración del aparato, aparecía la cara de quien había sido mi amante. Insistente hasta la extenuación, al final respondí con un breve «Sí».

—Buenos días, Bijou. ¿Cómo has dormido?

Hablaba lentamente, como si pidiera permiso para pronunciar cada palabra.

—Bueno, he cerrado los ojos y poco más. Edmond, ¿qué quieres? ¿Tan difícil para ti es aceptar un adiós?

—Tú no lo sabes ahora mismo, y es normal, pero estamos hechos el uno para el otro. Estoy en la puerta del tanatorio. No me verás, pero quiero que sepas que te acompañaré desde la distancia.

No le respondí. Después de colgar, cogí la bolsa y, respirando el espíritu de la casa que mi madre tanto había amado, cerré sin mirar atrás.

El taxi nos dejó en la puerta.

Entré sola, lenta y pausadamente, como aquel que está al borde de un acantilado y quiere retrasar la emoción de disfrutar de una vista magnífica. Mi panorama privado era el cuerpo de mi madre que continuaba aquí, inalterable, tal como lo había dejado la noche anterior.

Me habían prometido que podría verla por última vez.

Frente al ataúd, ninguna palabra salió de mi boca, pero se lo confesé todo. Las veces que la había odiado porque pensaba que era un lastre que me hundía; cómo en ocasiones la había querido más que a mí misma, así como la vida que me esperaba y que ya no podría compartir con ella. Le dije cómo la había admirado, le agradecí que hubiera sido capaz de cultivar mi espíritu… ¡Tantas cosas! En aquellos minutos de soledad, pude saldar las cuentas que tenía pendientes con ella. Aunque estuviera muerta, algo en mi interior me decía que estábamos en paz.

Una mano delgada y suave me acarició la espalda. Era Paula.

—Sandra, ha llegado el momento.

Al volverme, vi que los hombres de la funeraria ya estaban allí. Me sentí como si estuviera frente a un pelotón de fusilamiento. Oriol me miraba desde una esquina, muy preocupado. Jaume se acercó.

—Sandra, ¿quieres verla por última vez antes de que cierren el ataúd?

Mis ojos brillaron.

—¿Puedo? —pregunté con la candidez de una niña.

Uno de los empleados del tanatorio era el padre de un paciente de Jaume, así que él le pidió este favor.

Saqué de mi billetera dos fotos de carnet. Una mía y otra de mi padre. Entre los dedos de mi madre, coloqué las imágenes para que la acompañaran y la besé en la frente.

No era ella, solo un cuerpo y nada más, pero me embriagó una paz inexplicable. A pesar de que estaba fría como el mármol, el contacto con su piel me hizo entender que había llegado a buen puerto. Un lugar luminoso donde permanentemente era verano, su estación favorita, y donde el sol jugaba con su pelo y con su risa.

Serena, encabecé la comitiva hasta el pequeño oratorio donde íbamos a despedirla. Al llegar, me impactó ver que no cabía un alfiler.

Sonó el Réquiem de Fauré, tal como había dispuesto. Al terminar, el sacerdote empezó a hablar de cómo era ella, cosa imposible en unos minutos y quizá también en una vida entera.

Casi al final del responso, el sacerdote me pidió que despidiera la ceremonia. Cogí aire; yo, que vivía del lenguaje, llevaba un papel en la mano por si la emoción me desbordaba. Finalmente di la hoja a Paula. No la necesitaba. Ante un atril, mientras de fondo los músicos interpretaban suavemente «Love of My Life» de Queen, empecé:

—Es curioso que mientras intento encontrar las palabras adecuadas para hacer lo que me parece imposible, es decir, despedirla, ustedes, músicos, hayan tocado esta pieza. Mis padres han sido y serán el amor de mi vida. Es su afecto lo que me ha hecho lo que soy, y es su ternura la que hará que recordemos a mi madre como quien fue, un ser humano bondadoso que no dejó de luchar hasta el final por sus valores, por la pureza de este corazón que tan generosamente entregaba a los demás.

Me quedé allí quieta mientras oía de fondo los sollozos de los que estaban en la sala. El féretro de mi madre se detuvo entonces ante mí, y Jaume acercó una rosa blanca. La besé y me despedí.

Mientras la acompañaban ordenadamente hasta su último hogar, en el cementerio, rodeada por los parientes y amigos más cercanos, sucedió algo que nadie esperaba. Tampoco yo.

Contra todo pronóstico, Edmond se acercó hasta donde estaba y Paula exclamó en voz alta:

—Pero ¿cómo se atreve?

Él la oyó, pero no se dio por vencido.

—Estoy orgulloso de ti, Sandra. He decidido quedarme en Barcelona un tiempo. No pienso irme a ningún lugar del mundo donde no pueda verte.

Su intervención me pareció inadecuada e insolente, pero también pensé que así era aquel hombre de quien me había enamorado. Tenía capacidad de lucha, aunque esta llegara tarde y en el momento en que a él le interesaba.

—Haz lo que quieras, estoy demasiado triste para discutir. Gracias por venir, pero ahora tienes que irte.

Hizo lo que le pedía, no sin antes mirar a Paula con desdén.

Cuando la comitiva fúnebre comenzó a avanzar, me hice un propósito: cuidar de mí misma. Ahora ya sabía hacerlo.