Me dediqué a perderte

Resultó más sencillo de lo que pensaba. Es más, me asustó su indiferencia, un talento desconocido para mí hasta ese momento.

De repente, ya no me sentía deseada. Edmond no se lanzaba a mis brazos como antes. Yo sabía que estaba nadando entre dos aguas y que, más pronto que tarde, otra ocuparía mi lugar.

Quizás esa mujer aún no había aparecido, pero no tardaría mucho. El hombre al que a pesar de todo aún amaba estaba sentado a mi lado dejando pasar el tiempo. No sabía o no podía resolver la situación. Estaba perdido en su propio laberinto.

Estaba acostumbrado a la perfecta ejecución de sus planes en todos los sentidos. Se paseaba por el mundo con bellezas con las que compartía secretos inconfesables, pero que no tenían nada que decir. Desde mi mundana imperfección, yo le había regalado mi alma.

Sabía que expulsándolo de mi vida también aniquilaría para siempre mi capacidad de enamorarme, pero era una cuestión de supervivencia. Ni él dejaría su rutina trashumante para quedarse conmigo en Barcelona, ni yo me iría a vivir a París esperando a que volviera de una de sus muchas misiones diplomáticas.

—¿Sabes, Edmond? Hace mucho tiempo que he dejado de escucharte —le dije a bocajarro, sin darle tregua—. ¿A qué has venido? ¿A convencerme de que basta con las migajas que me ofreces? ¿Quizá crees que me respetaré tan poco que pensaré que es lo que me merezco y te daré las gracias? Esto habría sido antes, pero ahora que estoy sola en el mundo no me conformo con tan poco.

Respiré un poco antes de continuar:

—Tengo que confesarte que me he equivocado. Me he defraudado a mí misma aceptando tus caprichos, tus reacciones incomprensibles. No me daba cuenta de que vivía en una ensoñación. ¿Recuerdas cuando nos conocimos en el aeropuerto de El Prat? Me dijiste que yo era como una de las heroínas que admirabas de tus lecturas de juventud. Diste en el clavo, por eso soy como una dama del siglo pasado, permanentemente enamorada del amor. Con todos tus viajes, países y vivencias, aún no has aprendido el significado de la palabra amor. ¡Qué lástima, lo siento por ti! Quiero que salgas de mi vida, pero no olvides que te lo pido sabiendo que nadie te ha querido nunca como yo. He estado a punto de morir por amor, mejor dicho, por desamor, y optaré por quererme más a mí misma.

Tan solo quería que se fuera. No tenía miedo de cambiar de opinión, nunca había tenido tan claras las cosas con respecto a él. De repente, se había hecho de día y lo que veía no me gustaba.

—Me has destrozado el corazón, pero tienes razón: tu amor propio te ha salvado. Te he querido como yo puedo hacerlo, sin comprometerme más allá del día de hoy. Te lo dije la primera noche que pasamos juntos en París. Tengo miedo de perderte, pero no pienso cambiar. Te echaré mucho de menos y te amaré hasta el final de mis días, pero no puedo ofrecerte nada más. Has curado la herida antes de que se infecte y has hecho bien.

Dicho esto, se levantó y yo hice lo mismo. Lo acompañé hasta la puerta. No hubo ni una lágrima ni un grito ni un reproche. La más absoluta de las desafecciones, como si aquella escena, para mí nueva y dolorosa, Edmond la hubiera vivido mil veces antes.

Al darnos el último abrazo, intenté buscar en mi corazón un poco de dolor, pero tan solo sentí una agradable sensación de libertad.

Se fue sin mirar atrás, tal como había llegado. Paró un taxi. Mientras se alejaba, recordé una vieja canción del mexicano Alejandro Fernández: «Él se había dedicado a perderme y yo a quererlo».