Las entradas se agotaron en pocas horas, no había sido fácil conseguirlas, pero iríamos a ver a Michael Bublé. Este era el regalo que Paula, Jaume y Oriol me habían preparado para mi cumpleaños.
Para sacarme de mi abstracción, semanas después de que Edmond saliera de casa y de mi vida para siempre, Paula me había invitado a cenar en su casa. Llegué temprano. Siempre lo hacía para poder jugar con las niñas, mientras Jaume preparaba uno de sus famosos cócteles.
Faltaba poco para que llegara la noche de Navidad. Me horrorizaba pensar que mi madre no estaría. Si ya era una época triste sin mi padre, no me podía imaginar lo que sería sin ninguno de los dos.
Después de la comida, mientras recordábamos todos juntos los viejos tiempos, Jaume se levantó de la mesa y volvió con una caja grandiosa envuelta en un lazo de color rojo.
—Sandra, casi con tres meses de retraso, felicidades. ¡Vamos, ábrelo!
Paula retiró con rapidez las copas de la mesa. Necesitaba espacio para poder moverme en esta montaña de papeles de tonos muy brillantes. Al fondo de los bultos encontré un sobre con un dibujo de una telaraña. Al abrirlo, me quedé perpleja. Cuatro entradas para ir a escuchar a Bublé en el Palau Sant Jordi de aquí a un mes. Los abracé con fuerza mientras les decía que no sabía si sería capaz de ir.
—¿Cómo que no? —dijo Jaume—. Por tu culpa, Oriol y yo no pudimos ir al Camp Nou a ver al Barça, aunque teníamos entradas, o sea que vendrás aunque sea amordazada.
Recordaba con lágrimas en los ojos esta escena dentro del AVE que me llevaba de vuelta a Barcelona con la derrota más amarga. Al día siguiente cumpliría cuarenta años e iría a un concierto con mis amigos. Pero ¿cómo podía ir? Me acababan de despedir del trabajo.
El día anterior, mi jefe me había llamado para decirme que el director del diario le había dicho que quería hablar conmigo. Presentí el peor escenario. De mi casa a la redacción había seiscientos kilómetros, pero yo estaba al día de todo lo que pasaba.
Sabía que las cosas no funcionaban. La crisis había golpeado duramente mi sector y muchos compañeros se estaban quedando en la calle, a pesar de su bagaje y experiencia.
Viajé preparada para el desastre, mi gran especialidad.
Una vez en Madrid, fui directa a la redacción. Mi superior, un hombre amable y resolutivo, ya me estaba esperando en la puerta. Formaba parte de su equipo desde hacía más de quince años y nunca había tenido un problema. Él confiaba en mí y me daba un gran margen de maniobra.
Fuimos directos a su despacho. Me ayudó a quitarme la gabardina y me apartó la silla para que me sentara. A continuación dijo:
—Sabes cómo te valoro. Nadie como tú, ni aquí ni en la competencia, saca lo mejor de cada entrevistado como tú lo haces, pero ya sabes la difícil situación por la que estamos atravesando y…
Calló de repente. Sabía cómo acababa la frase, pero no pudo terminarla. El director abrió la puerta para saludarnos, apoyó su mano en mi hombro y apagó su iPhone. Se sentó frente a mí.
Su inconfundible pajarita y sus gemelos le daban un aire muy americano. Se había formado en los medios de Nueva York y se le notaba.
—Sandra, ha sido muy difícil para mí tomar esta decisión. Te aprecio y te admiro. A pesar de que cada día tenemos más lectores, las ventas han caído en picado. No podemos vivir solo de la edición digital. Hemos tenido que tomar medidas excepcionales.
Se quitó las gafas y, cogiéndome la mano, me dijo:
—Te tengo que pedir que, durante unos meses que espero que no sean muchos, nos dejes.
—¿Me estás despidiendo definitivamente o este es un cese temporal en nuestra colaboración?
Apliqué la ironía catalana que me identificaba y que él admiraba tanto. Se dejó caer en la silla.
—¡Por Dios, no me lo pongas tan fácil, que es aún más desesperante!
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que te maldiga? No eres ingenuo ni tonto, ya sabes que esto es un buen trompazo. Esta empresa y tú me habéis dado las mejores oportunidades profesionales de mi carrera, pero no voy a perder las maneras. Solo quiero saber a qué atenerme.
—Claro. Carmen, mi secretaria, lo tiene todo preparado. Te daremos una indemnización lo más generosa posible y tendrás derecho a percibir el subsidio del paro. La idea que tenemos es que en medio año puedas volver. La fase más virulenta de la tormenta habrá pasado y podremos ofrecerte algo interesante. Entonces podrías sumarte a la redacción de política internacional. ¿Qué te parece? Bueno, no adelantemos acontecimientos. Continuaremos en contacto, ¿de acuerdo? Es solo un break. Te irá bien. Tómatelo como unas vacaciones pagadas.
Se levantó y yo hice lo mismo, incapaz de abrir la boca. Me besó y me dijo:
—Hablemos de vez en cuando, ¿de acuerdo? Oye, ¿por qué no aprovechas y escribes una novela? Sería un éxito.
Ni me moví. Mientras mi superior directo me hablaba, avergonzado, tan solo me estaba preguntando cómo podría pagar todas las facturas sin mi sueldo. Estaba ya todo hablado; así pues, lo mejor que podía hacer era levantarme e irme.
Carmen llegó con un montón de folios que firmé sin leer, me daba todo igual. Daniel, mi fiel escudero, vino y me abrazó muy fuerte. Me susurró al oído una frase que nos había enseñado Begoña Aranguren, gran amiga de ambos.
—Volverás y serás legión.
Aturdida, salí al paseo de la Castellana. Cómo me gustaba Madrid. Aquí, al fin y al cabo, me había enamorado de Edmond. En el taxi, camino de Atocha, estuve tentada de llamarlo, pero… ¿para qué? Y lo más importante, ¿por qué? No había vuelto a tener noticias suyas, así que era muy posible que otra mujer ocupase ya mi sitio.
Al llegar a casa, subí al despacho. En la mesa aún descansaba la voluminosa documentación que estaba leyendo para la próxima entrevista que ya nunca tendría lugar. Cogí una bolsa y, sin pensarlo dos veces, tiré todos los papeles. Al hacerlo, leí accidentalmente uno de los post-it con frases de mis autores favoritos.
Era de J. M. Coetzee, el Nobel sudafricano, que en Diario de un mal año, algo que me podía aplicar a mí misma, decía: «Nunca he dicho que tuviera la cabeza vacía».
«Ni el corazón», pensé.
¿Cómo podía soportar todos aquellos desastres sin estallar en mil pedazos? Quizás algún día me levantaría de la cama y nada tendría sentido, pero ese momento aún no había llegado.
Llamé a Paula para explicarle lo que había sucedido. Intentaba convencerla de que no sería una buena compañía en el concierto de Michael Bublé.
Me recordó que si Frank Sinatra, antes que él, había dicho que la vida era así, que podíamos pasar de pobres a ricos en un momento, que solo necesitábamos levantarnos y tener fuerza, quizá yo también lo conseguiría.