«Sería todo un detalle, todo un síntoma de urbanidad, que no perdieran siempre los mismos y que heredasen los desheredados.»
Mientras Serrat cantaba en la radio del coche, yo pensaba que ni siquiera me había quedado ninguna herencia que no fueran deudas. Entre la enfermedad de mi padre y mi incapacidad para hacerle entender a mi madre que mantener aquella casa nos ahogaría, estaba en la peor situación.
Hacía ya tres meses que me habían despedido, eso sí, con mucha elegancia. Y, desde entonces, quien había sido mi responsable había olvidado ponerse en contacto conmigo. Aquello que había dicho —«Hablemos de vez en cuando, ¿de acuerdo?»— había quedado en una frase formal pronunciada en un momento comprometedor.
Dejé pasar un tiempo prudencial antes de hacer lo que me había sugerido pero, casualmente, siempre estaba en alguna reunión.
Había movido sin éxito los pocos contactos que tenía; pero de hecho, desde que había salido por la puerta de la redacción, mi teléfono había dejado de sonar. Mi madre había muerto hacía cinco meses y no solo tenía que acostumbrarme a su ausencia, sino que también tenía que acostumbrarme a que mi rutina hubiera pasado de ser frenética a tener una lentitud exasperante.
Cada mañana, después de desayunar y amparada por los árboles que me rodeaban, abría la agenda y llamaba a todo el mundo que creía que me podía echar una mano. Pero los que antes respondían a la primera, aquellos que me felicitaban por Navidad y de paso me pedían un autógrafo de Madonna para sus hijos, habían desaparecido.
Kapucinsky, gran maestro de los periodistas, tituló uno de sus libros Los cínicos no sirven para este oficio. Yo añadiría, con todo el respeto hacia quien mejor escribió sobre la desesperación del éxodo, que la mala gente tampoco sirve.
Eran malos tiempos para las actitudes heroicas. Nadie quería hundirse con el Titanic, ya que todos necesitaban un bote salvavidas y muy pocos estaban dispuestos a compartirlo.
Cada vez que una amable secretaria me respondía con un cortés «le dejo nota, ahora está reunido», yo tachaba de la agenda una posibilidad más de encontrar trabajo.
Sentada en la hamaca del jardín, con el suave sol de abril acariciándomo la piel, recordé una entrevista con Sean Penn.
Yo le había esperado en un hotel de Los Ángeles para entrevistarle. Había pactado con su representante veinte minutos y, por supuesto, ninguna pregunta personal. Los que le acompañaban, una vez concedido ese margen no demasiado amplio, entraban en la sala y, sin contemplaciones, cogían a la estrella en cuestión y se lo llevaban dejándote con la palabra en la boca literalmente.
Con él pasó todo lo contrario. Fue el propio actor quien sugirió a su equipo que nos dieran media hora más. Allí estaba yo, sentada en un cómodo sofá con el protagonista de Pena de muerte, hablando de cine.
Al final, cuando nos despedimos, me dijo:
—¿Sabe cuál es el error más grave que he cometido a lo largo de mi carrera?
Me miró esperando que le respondiera; mi semblante atónito le debía sorprender.
—He sido el peor relaciones públicas de mí mismo. Tome nota, señorita, y no lo olvide.
Era evidente que yo no había aprendido la lección. Yo creía que, habiéndome formado como una profesional, trabajando con los mejores y aprendiendo de ellos, con seriedad, honestidad y esfuerzo, podría continuar ejerciendo mi carrera. Pero la realidad se había encargado de demostrarme que con eso no había suficiente.
Me despertó de mi viaje astral una llamada de José Antonio, el director de la oficina bancaria. Quería hablar conmigo en persona lo más rápidamente posible. No me alteré lo más mínimo, pues era evidente que el estado de mis cuentas era preocupante. Si con un sueldo más que aceptable llegar a fin de mes ya era un acto de fe, sin este sueldo casi resultaba un milagro.
Con la indemnización había tapado algunos agujeros, pero era consciente de que debía tres recibos de la hipoteca que habíamos hecho sobre la casa cuando mi padre se puso enfermo.
Sentada frente al director, recordé la negativa de mi madre cuando aún nos ofrecían un buen precio por la casa. La diferencia era que ahora la situación era desesperada. No había plan B, pagaba o me embargaban. Así de duro e impersonal.
—Sandra, permíteme una reflexión en voz alta. ¿Por qué una mujer sola como tú se quiere encerrar en esa casa tan grande? Entiendo que son muchos recuerdos, pero, aunque tus amigos te ayuden, ¿qué harás dentro de tres meses? Piénsatelo, por favor. Acepta el precio que te den por la casa y búscate un piso pequeño y moderno donde puedas vivir sola y sin fantasmas.
Tocada y hundida, no había más que decir.
El hombre que se había ocupado desde tiempo inmemorial de las finanzas de la familia aplicaba el sentido común más tajante. Instintivamente, miré la silla vacía que tenía al lado: la había ocupado mi madre aquel día funesto en el que habíamos negado la realidad.
Actuando aún como ella, le pedí unos días de reflexión.
—Dame una semana, te lo ruego. Si en siete días no encuentro una solución, haré lo que me aconsejas, pero déjame intentar otro camino. No podría vivir si antes no he luchado hasta el final.
A pesar de aquella última tregua, el director de la oficina y yo sabíamos que la casa estaba herida de muerte. Era imposible que me contrataran en una semana, cobrando lo mismo que en los viejos tiempos. No podía hacer partícipes a mis amigos del descalabro. Ellos tenían sus obligaciones y yo no era una de ellas. La familia quedaba descartada. Mis tíos eran mayores y sobrevivían con una pensión espartana. Tampoco podía comprometerlos.
Me quedaba una única solución: me lo jugaba todo a una carta. El último día que lo había visto, Edmond me había dicho que si necesitaba cualquier cosa lo llamase. Bueno, pues esta era la ocasión perfecta para marcar su número. Nerviosa, avergonzada y humillada, marqué de memoria su móvil. Cuando ya estaba a punto de colgar, me respondió una voz femenina. Por su tono, parecía joven.
Me quedé muda, quieta, aguantando la respiración. La mujer me preguntó en francés quién era mientras de lejos oía cómo Edmond le decía que le pasara el teléfono.
Corté la comunicación inmediatamente. Después de tirar el aparato al suelo, me quedé mucho tiempo en estado de shock. Cuando volví a la realidad, mi corazón latía pero mi mente ya se había roto en mil pedazos.