Prefiero una y mil veces que te vayas, porque de ti no quiero ni la gloria
La voz de Omara Portuondo y Maria Bethânia no me ayudaban esta vez. No tenía ganas de nada. En realidad, mientras conducía bajo la lluvia intensa que no cesaba y hacía que Barcelona resultara aún más impertinente, solo quería desaparecer.
Debería haber vendido mi alma al diablo para no tener recuerdos y no comparar mi vida de hacía ni tan solo unos meses con esta indigencia vestida de absurda normalidad.
Llorar ya no era suficiente. Sentía tanto dolor, era tan profunda la sensación de vacío, que aquella llamada había sido el detonante de todo. La canción hablaba de la vergüenza que se siente por haberse humillado escogiendo el amor equivocado.
Pensé que este era exactamente mi estado de ánimo. Ni abandono, ni soledad, ni desesperación; eso ya había pasado, estaba al borde del precipicio y me apetecía lanzarme, a sabiendas de que nadie estaría ahí para salvarme. Nada más llegar a casa, sonó el teléfono. Era una llamada con prefijo de Madrid, así que pensé, esperanzada, que podía ser alguna entrevista de trabajo, pero mi ilusión se deshizo al instante.
—¿Es usted Sandra Fornaguera?
Algo se había roto en mis cuerdas vocales. Ya no podía disimular más. Con un hilo de voz, confirmé que era yo, y la mujer que estaba al otro lado no tuvo piedad.
Pensé que debía de ser de una raza especial para insultar de la manera en que lo hizo. Sin levantar el tono, sin ningún exabrupto, pero tocando directamente en mi línea de flotación.
Era de una empresa de recobros y reclamaba 350 euros con urgencia. Le dije que no tenía trabajo y que, dada mi situación, me era imposible poder hacer frente a este pago.
—Sería lo más digno, ¿no cree? —me dijo—. ¿Por qué no pide dinero a un familiar?
Musité una respuesta ininteligible y, angustiada, colgué. Sentada en el sofá, miré a mi alrededor. Todo lo que tenía era un piano viejo, cuadros antiguos, cientos de libros, CD y nada más. Este era el panorama: un bonito conjunto vacío que me mostraba el único camino posible: evaporarme junto a la casa.
Recordé cómo, una semana después de la muerte de mi madre, había ido al cementerio. Allí, sin pensarlo, apoyé las manos en la fría lápida y sentí una inmensa sensación de paz. La que ahora no tenía.
El peso en el centro del pecho era tan profundo que deseé estar muerta y enterrada, como mi madre, y acabar de una vez con la comedia bufa que era mi vida. Lo que quedaba de ella no tenía nada que ver con lo que había sido. Sí, tal vez lo mejor era tomar una decisión drástica sin agobiar a nadie con mi tristeza. Solo había que buscar la mejor manera para hacerlo y conseguir lo que tanto ansiaba: morir.
Descarté lanzarme al vacío, ya estaba viviéndolo. Por lo tanto, lo mejor sería prepararme un atractivo cóctel de pastillas.
No tenía un euro, y en la nevera todavía dormía una botella de champán francés que Edmond había traído en una de sus idas y venidas. Satisfecha con el hallazgo, pensé que aquello me permitiría irme con cierta dignidad y sofisticación.
Si conseguía mi propósito, al día siguiente me encontrarían muerta.
Elegí la mejor ropa interior y el vestido negro que me había puesto la primera noche en París con Edmond.
Me desnudé mientras me miraba en el espejo. Tenía la piel blanca, casi transparente, como si mi cuerpo hubiera empezado a desaparecer antes de dar el paso final.
Decidí poner una pieza de Bach como clausura. Él me ayudaría a ser fuerte. O eso creía.
Mientras el agua caliente caía sobre mí, recordé las veces que Edmond y yo habíamos hecho el amor. No quería irme al otro mundo con rencor, de modo que intenté que el sonido del agua asfixiara el sonido del llanto que salía a borbotones de mis ojos.
Me sequé el pelo antes de untarme con aceite y maquillarme. Consulté el reloj: eran las seis de la tarde y todavía era de día. La primavera, la estación que más me gustaba, ya había llegado.
Definitivamente, era el momento justo para irme.
Busqué una hoja en blanco para escribir una carta de despedida. Quizás algunos me echarían de menos, pero prefería ser un bonito recuerdo a marchitarme mientras eran testigos de mi decadencia.
En el botiquín aún quedaba medicación de mi madre, así que cogí un buen puñado de pastillas. Después abrí la botella de Moët & Chandon.
Empezaba a oscurecer.
Encendí las luces del jardín. El reflejo del foco en las hojas daba al ambiente un aspecto limpio, como si nada pudiera romper el silencio de la casa.
Mirando las burbujas en la copa llena, bebí pausada y lentamente un primer trago y un segundo y un tercero… hasta que fui capaz de abrir la mano, donde me esperaban un buen número de barbitúricos.
Hacía calor. A pesar de tener las ventanas abiertas, la humedad provocaba que el ambiente fuese pegajoso. Cuando, con los ojos cerrados, me disponía a meterme todas las pastillas en la boca, una inesperada ráfaga de viento tiró las fotografías que había en la mesilla. Todas salvo una.
Era la imagen feliz de mis padres cogidos de la mano, arrastrándome por el parque de atracciones del Tibidabo.
Azorada, pensé que aquello era una señal. Desde el otro mundo me daban la fuerza necesaria para buscar una segunda oportunidad.
Al abrir la mano, los medicamentos letales cayeron al suelo.