Río de luna

Iba por la calle sin ver, caminaba sin caminar y respiraba sin tomar aire. El plazo que me había dado el director del banco estaba a punto de extinguirse. Por tanto, tenía que cumplir con mi palabra y abandonar la casa.

El último vestigio que quedaba de mi vida feliz.

Antes, sin embargo, tenía que hablar con mis amigos. Los cité para tomar algo a última hora de la tarde en una terraza cercana a la consulta de Jaume.

Vi bajar de la moto a Paula con su agilidad de siempre. Mientras venía a encontrarme, movía los brazos de la misma manera en que lo hacía cuando teníamos diecisiete años.

Oriol y Jaume se añadieron enseguida.

Mi cara debía de ser un poema, pues de pronto el semblante de todos fue la viva imagen de la preocupación. Hacía más de una semana que no los veía.

Sin más preámbulos, les expliqué la situación. Intenté exponerla suavemente, argumentando que en el fondo era lo mejor que me podía pasar. Paula, muy seria, no decía nada. Jaume en cambio se exasperó.

—No hagamos de la necesidad virtud, Sandra. Algo se debe poder hacer, ¿no?

—Seamos prácticos —intervino Oriol—. ¿De qué cantidad estamos hablando?

—Entre todos podemos hacer frente a dos recibos de la hipoteca. Con ello el banco podrá detener el expediente. Si quieres, voy a la oficina a hablar personalmente —añadió Jaume.

Mientras ellos discutían, yo movía la cabeza negativamente. Les expliqué lo que me había dicho el director de la oficina: el préstamo solo sería una solución momentánea. En solo unas semanas, se volverían a acumular más vencimientos de los que podríamos pagar.

—Tienes razón —dijo Paula con solemnidad—. Es desalentador y a todos nos duele, ya que en esa casa hemos pasado muchas horas preciosas, pero no nos equivoquemos: ¿de qué sirve una casa grande, si has de vivir rodeada de deudas? Es mejor que la vendas para empezar de nuevo una vida sin tantas preocupaciones. Podemos encontrar un piso cerca de donde estamos nosotros, si nos ponemos a buscar enseguida.

Me sorprendió que hablaran en tercera persona, como si yo no estuviera. Allí, en aquel instante, escuchaba cómo sonaba mi vida desde fuera.

Me esperaba un trago amargo que aún tenía que pasar, pero me iba haciendo a la idea de que podría tener una segunda oportunidad.

Ellos se ocuparían de buscar un piso que se pudiera adaptar a mis reducidos ingresos, pero yo solo pensaba en qué haría con el piano de mi madre. Evidentemente, no cabría en mi nuevo hogar. Nadie nunca volvería a tocar este instrumento, pero no podía abandonarlo. Peor aún sería dejarlo en manos de los nuevos propietarios de la casa. Perdida esta, sería de los únicos recuerdos que físicamente quedarían en pie. Si podía encontrar una solución para este piano y muchos otros objetos, firmar la pena de muerte para las cuatro paredes que me vieron nacer sería menos doloroso.

Decidí que todos los recuerdos de mi familia dormirían en una nave habilitada como trastero. Por fin tenía un objetivo: encontrar trabajo, rehacer mi vida.

Al comunicar la noticia al banco, el director respiró profundamente y, con su voz grave, me dijo:

—Sandra, lo siento, pero en el fondo me alegro. Es lo mejor que puedes hacer.

A primera hora de la mañana siguiente, vino el solícito encargado de la casa de mudanzas.

Era un hombre joven, rechoncho y afable. Lo resolvió todo sencillamente. Estaba acostumbrado, me dijo. Me comentó que muchas personas se encontraban en la misma situación que yo, familias que antes de la crisis tenían una vida tranquila y holgada.

—En una semana tengo que abandonar la casa —le dije—. No tenemos demasiado tiempo.

—No se preocupe, esto está hecho.

Mientras miraba y medía los muebles, Paula me llamó para decirme que habían encontrado unos bajos con jardín en Gràcia. Muy cerca de donde vivían ellos. «Con un jardín… —pensé—. No puede ser casualidad.»

Como tampoco lo era que, mientras hablaba con ella, el hombre abriera el piano y tocara tímidamente unos acordes de «Moon River», una de las piezas favoritas de mis padres.

No estaba desesperada, solo al límite.