Quizás esta vez

Empieza a oscurecer, y los candelabros dan a la estancia un aspecto aún más frágil y fantasmal.

De niña, mi gran diversión era iluminar el comedor con velas. Entonces no podía imaginar que, treinta años más tarde, su reflejo en una pared inanimada sería mi única compañía.

Ha llegado el momento. Solo tengo que resistir unas horas más.

Mañana dormiré en la misma cama pero en otro lugar. No muy lejos de aquí, como dicen los que intentan consolarme, podré empezar de cero.

Todavía quedan algunas cosas por empaquetar, pero prefiero tomarme mi tiempo. Cuatro cajas llenas de recuerdos son mi mobiliario improvisado. En una de ellas hay una botella de vino y un viejo reproductor de CD que me acompañó en mi experiencia americana.

He tenido el valor y la paciencia de escoger las canciones que sonarán en esta sala antes de que mañana pertenezca a otros, que la ocuparán y la llenarán de vida.

¿Qué habría sido de mí sin la música? Me ha acompañado siempre, al igual que los libros. No me vería capaz de pasar esta noche aquí sin esas melodías que han hecho de mí lo que soy.

«You Don’t Know Me» es una de estas melodías. Por primera vez pienso que, como dice la letra, nadie me conoce más que yo misma.

Paula me recuerda permanentemente que nadie puede volver a un lugar donde ha sido tan feliz. Que he tomado la mejor decisión y que no es una derrota. Simplemente debo pasar página. Para consolarme, pienso que nada pasa porque sí y que, probablemente, ahora mismo esto es lo mejor que me podía suceder.

Pero duele, es como un punzón clavado en la boca del estómago. Cierro los ojos y siento las voces de mi infancia. Mis padres y abuelos, mis amigos que crecían a mi lado al mismo tiempo que las flores.

Nunca olvidaré el pasillo amplio, coronado a ambos lados de lirios blancos y rosas rojas, que mi madre y mi abuela adornaban con paciencia. Un limonero que siempre olía a verano y la hilera de cipreses majestuosos que nos acogían. El sonido de cacharros en la cocina…

Sí, este ha sido mi pasado. Y no puedo saber lo que me espera. He dejado lo más difícil para el final: seleccionar las fotografías que me llevaré. Las que descarte, las romperé en mil pedazos sin pensármelo. No me puedo permitir el lujo de dejarme vencer por la tristeza. Tengo que ser como un junco, que se dobla pero no se rompe.

Sin embargo, la fotografía que acabo de encontrar no me ayuda: los tres en París. Nuestra pequeña familia retratada en un bateau mouche en el Sena. En la ciudad preferida de mis padres y, qué casualidad, la que vio nacer a quien tan solo se supo amar a sí mismo.

Mientras me dejo llevar por Cole Porter y la voz de Ella Fitzgerald con «You Do Something To Me», pienso que estos dos también hicieron que algo cambiara en mí.

Rescato instantáneas de los viejos amigos, cuando éramos poco más que unos chavales. Queríamos bebernos la vida sin pararnos a pensar en las consecuencias. Formarnos, enamorarnos y, cuando fuera necesario, nadar a contracorriente. Y lo hicimos. Por el camino nunca hemos perdido la amistad que nos unió en la juventud.

Miro el reloj, el tiempo pasa tan rápido…

Enciendo un cigarrillo y me sirvo una copa de vino. Un Ribera del Duero que tenía reservado para una ocasión especial. No habrá ninguna otra más que esta. Me duele el corazón y también el alma. No sé cuántas horas hace que no he probado bocado, pero no tengo hambre. Tan solo quiero terminar, entregar las llaves y cerrar la puerta del pasado.

Todos me dicen que tengo que mirar hacia delante, pero mis ojos solo ven el jardín donde crecí y donde casi todo era posible.

Pongo la música más alta, en el oído se apelotonan las voces de los padres que tanto amé y que ya no están. De nuestra pequeña familia solo quedo yo y estoy a punto de desaparecer, como esta casa.

De pronto, siento que alguien me llama desde la oscuridad…

—Sandra, Sandra… ¿estás aquí?

Apago el cigarrillo, dejo la copa en el suelo y abro la puerta del porche.

La luz de la vela no ilumina lo suficiente para reconocer la silueta que empuja la verja. Solamente veo una figura alta que se acerca. A medida que lo hace, reconozco su manera de caminar, su humanidad.

Me habla de una manera pausada, la pista definitiva. Es Oriol, que ha venido a acompañarme en este funeral de recuerdos.

Un dolor muy profundo me oprime el corazón. Quiero saludarlo pero, justo en el momento en que abro la boca, comienzo a llorar desconsoladamente. Me abrazo a él como a una tabla de salvación. No quiero despegarme de su cuerpo, como no quiero que mis zapatos pisen ninguna otra tierra que no sea esta.

Pero ya es demasiado tarde y no hay vuelta atrás.

No dice nada, tan solo me acaricia la espalda. De repente, deposita en mi mano un paquete voluminoso y rugoso.

Me seco las lágrimas con la blusa. Él me mira y, con sus bondadosos ojos de color miel, me indica que lo abra.

Dentro hay el mejor regalo que me podían hacer: dos palmeras de chocolate. Era lo que desayunábamos cada mañana Oriol, Paula y yo, frente a la puerta del colegio cuando éramos felices, cuando los sueños eran más fuertes que el desencanto.

Nos miramos y, entre sollozos, empezamos a reír.

Son las seis de la mañana, en tres horas me echarán de mi casa. Me siento como un reo esperando la hora de la ejecución.

Oriol se quita la chaqueta del traje y me la pone con mucho cuidado sobre los hombros para que no tenga frío. Le cojo del brazo y volvemos a casa.

—Es bonita todavía, ¿verdad? —le pregunto mientras él mira alrededor antes de pasar dentro.

Aquí había pasado horas estudiando. Me besa la mano y responde:

—Esta casa es como tú, majestuosa.

Empiezan a sonar los primeros acordes de «Maybe this time», con la desgarradora voz de Liza Minnelli en Cabaret.

—¿Cuántas veces la hemos visto juntos en este salón? —le pregunto.

No me responde. Nos entregamos a la letra de la canción y yo me aferro a la estrofa que dice «Something is bound to begin. It’s got to happen, happen sometime. Maybe this time I‘ll win».

Sonrío y él hace lo mismo. Ambos sonreímos. Tímidamente, me pide permiso con la mirada mientras se me acerca.

Puedo percibir su aliento, fresco como el rocío. Hacía veinte años que esperaba este momento y ahora lo estoy viviendo. No sé si estoy preparada o si soy lo suficientemente valiente para asumir el riesgo. Siento como mi mente transita demasiado rápido, tanto que las imágenes se mezclan unas con otras.

El último beso me lo dio la persona equivocada. ¿Será este el momento adecuado? Maybe this time…

Quizá me hacía falta recorrer el mundo para llegar a donde de verdad pertenezco. Para ser consciente de ello.

Él lo tiene todo preparado, como el mago que tiene en sus manos el truco más difícil…

Se separa de mí y busca su BlackBerry mientras me sonríe. Prudente como siempre, me recuerda:

—Sandra, aún me debes un baile…

Me acaricia el rostro con delicadeza, acaricia alrededor de mis ojos llenos de dolor como un niño. Se detiene a mirar mi boca, como si no hubiera otra cosa más importante en el mundo.

Me quedo en silencio, a merced de su respiración. Entonces, susurra con un tono de voz seguro y confiado:

—¿No hemos perdido bastante tiempo ya?

Y por primera vez en mi vida, no me precipito. Ni siquiera respondo. No pregunto nada. Tan solo hago lo que debería haber hecho al principio: hacerlo todo más fácil para mí misma.

Cierro los ojos y siento cómo me rodean sus brazos. Me besa lleno de ternura y de repente siento que volvemos a tener diecinueve años. Me doy cuenta de que solo me dedico a sentir y olvido qué me pasaba cuando Edmond me tocaba.

Ya no siento vértigo, aunque esté al borde de un acantilado.

La osadía da paso a la ternura.

Pienso en que no es casual que, antes de cerrar definitivamente esta etapa de mi vida, la cordura haya llegado para quedarse. Atrás queda el enloquecimiento del pasado. Ahora la comodidad es una nueva felicidad que me llena de inquietud.

—He soñado con este momento cada día desde que te conocí —confiesa Oriol—, hace más de veinte años. Ya no tengo ninguna prisa… Te quiero.

Mientras intenta componer una mesa con las cajas vacías, miro a la nada y solo veo a Oriol. Edmond queda muy lejos y permanecerá allí hasta el final de mis días.

Oriol tiene razón, no tengo que precipitarme. Como me decía el hombre que me enseñó a tener coraje, verdaderamente «nunca pasa nada».

Gino Paoli, finalmente, ha conseguido lo que la vida nos arrebató. También ahora Liza Minnelli y su voz me siguen acompañando…

La divina providencia, en forma de música, me pide que siga creyendo en mí misma. Todavía me queda esperanza. Puede que algo esté a punto de llegar. Quizá sucederá en un instante y, esta vez, ganaré.