Capítulo 9

 

La vida y muerte del rey Juan

 

 

 

Hatton nos abrió la puerta de la casa. Como era de prever, no dijo nada, aunque su comportamiento sugería que a los tres nos beneficiaría fingir que Poirot y yo ni nos habíamos aventurado a salir, ni luego habíamos tenido la necesidad de que nos dejaran entrar de nuevo.

Primero fuimos al comedor, que estaba vacío, y de allí pasamos a la sala de estar, donde encontramos a Harry, Dorro, Claudia y Randall Kimpton. La chimenea se hallaba encendida, pero la estancia continuaba fría. Todos permanecían sentados y bebían algo que se diría brandy, menos Kimpton: se había estado preparando una bebida, pero después de llenar el vaso se lo pasó a Poirot, quien se lo acercó a la nariz. Fuera lo que fuera, no obtuvo su aprobación. Dejó el vaso en la mesa más cercana, sin haber tomado ni un sorbo. Kimpton estaba preparando otra copa para mí, por lo que ni siquiera se dio cuenta.

—¿Tienen novedades? —preguntó Dorro, inclinándose hacia delante. Sus ojos angustiados nos buscaban a Poirot y a mí alternativamente.

—¿Novedades sobre qué, madame?

—Sobre la propuesta de matrimonio que Joseph Scotcher le ha hecho a Sophie Bourlet. Los hemos dejado solos en el comedor para respetar su intimidad, pero no los hemos visto ni oído desde entonces. Asumíamos que nos reencontraríamos aquí. Me gustaría saber qué le ha respondido ella.

—Qué detalle por tu parte tanta preocupación, Dorro —dijo Kimpton, encendiendo un cigarrillo. Harry Playford se sacó una pitillera plateada del bolsillo y también se encendió uno.

—Habrá dicho que sí, claro —dijo Claudia, bostezando—. No veo motivos para dudar de ello. Seguro que se casarán, siempre que la parca les conceda el tiempo suficiente. Parece El Mikado, ¿no? ¿Conoce usted la obra, monsieur Poirot? ¿La opereta de Gilbert y Sullivan? La música es maravillosa, y la obra es muy divertida, además. Nanki-Poo quiere casarse con Yum-Yum, pero sólo podrá hacerlo si accede a que Ko-Ko, el Lord Gran Ejecutor, lo decapite al cabo de un mes exacto. Él accede a ello, por supuesto, porque adora a Yum-Yum.

—Bien hecho —dijo Kimpton—. Yo también me casaría contigo aunque eso implicara que me decapitasen al cabo de un mes, queridísima.

—Y luego yo tendría un dilema: si me quedo con la cabeza o con el cuerpo —dijo Claudia—. Creo que, pensándolo bien, me quedaría con la cabeza.

Qué comentario tan alarmante y tan falto de lógica, pensé. Kimpton, en cambio, que es a quien iba dirigido, parecía encantado.

—¿Y por qué no te quedas con las dos partes, divina mía? —preguntó—. ¿Hay alguna ley que lo impida?

—Creo que sí, que debería haberla. De lo contrario no sería tan divertido —respondió Claudia—. ¡Sí! Y si me negara a elegir entre la cabeza sin vida y el cuerpo sin sangre, se llevarían las dos partes, las incinerarían y me quedaría sin nada. ¡Elijo la cabeza!

—Mi mente se siente halagada, pero al mismo tiempo manda señales a mis extremidades para que se ofendan. No me importa reconocer que es un complejo acto de equilibrismo, incluso para un cerebro tan sofisticado como el mío.

Claudia echó la cabeza atrás y se rio.

Todo ese intercambio me pareció increíble y, para ser sincero, bastante repugnante.

Al parecer, Dorro compartía mi opinión.

—¿Podríais parar de una vez? —Se cubrió la cara con las manos—. ¿Siempre tenéis que estar igual, vosotros dos? Ha ocurrido algo terrible. No es un buen momento para frivolidades de ese tipo.

—No estoy de acuerdo —dijo Kimpton—. Al fin y al cabo, las frivolidades no cuestan dinero. Pueden disfrutar de ellas tanto los herederos como los desposeídos.

—Eres un bruto, Randall. —Dorro lo miró con los ojos llenos de ira—. Harry, ¿es que no tienes nada que decir?

—Que nos sentiremos mejor cuando nos hayamos tomado un trago o dos —dijo Harry sin inmutarse, mirando el contenido de su vaso.

Kimpton cogió su copa y atravesó la estancia para ponerse detrás de la silla de Claudia. Se inclinó hacia delante y le besó la frente.

—«Él es la mitad de un hombre perfecto destinado a completarse por una mujer como ella; y ella es una bella perfección dividida, cuya plenitud suprema reside en él.»[*]

Claudia soltó un gemido.

—La infernal Vida y muerte del rey Juan, de Shakespeare. Me parece de lo más agotador. Prefiero tus ideas a las de Shakespeare, cariño: son más originales.

—¿Dónde están los demás? —preguntó Poirot.

—En la cama, supongo —dijo Claudia—. El señor Gathercole y el señor Rolfe ya se han retirado. Aunque no se me ocurre por qué deberían querer dormir cuando apenas había empezado la diversión en la familia Playford.

—Al señor Rolfe le he oído decir que no se encontraba bien —dijo Dorro.

—El pobre Scotcher también se encontraba para el arrastre —dijo Harry.

—Estoy segura de que Sophie ya lo habrá acunado en el lecho de muerte —dijo Claudia.

—¡Basta! Para de una vez, no lo soporto —dijo Dorro con la voz temblorosa.

—Diré lo que me dé la gana —le dijo Claudia—. A diferencia de ti, Dorro, yo sé cuándo las cosas tienen un lado divertido y cuándo no. Harry, ¿piensas embalsamar el cadáver de Joseph y colgarlo en la pared?

Me fijé en que Poirot reaccionaba asqueado ante el comentario, y la verdad es que no podía culparlo. ¿De verdad Randall Kimpton, un médico, tenía serias intenciones de casarse con una mujer que consideraba que la trágica muerte de un hombre era motivo de burla?

Dorro dejó el vaso en la mesita que tenía al lado con contundencia. Cerró las manos para convertirlas en puños, pero ni así fue capaz de mantener los dedos quietos, que se meneaban como gusanos.

—Nadie se preocupa de mí, nadie —exclamó—. Ni siquiera tú, Harry.

—¿Eh? —Su marido la inspeccionó unos segundos—. Alegra esa cara, señorita. Ya encontraremos la manera de salir adelante de un modo u otro.

—Eres demasiado susceptible, si te ofendes por una bromita como ésa, Dorro. —Claudia entrecerró los ojos para mirar a su cuñada—. Estoy segura de que mi madre está llorando en su habitación por culpa de tus crueles palabras. La has acusado de intentar convertir a Joseph en Nicholas para sustituir a su hijo. Y eso no es cierto.

—¡Oh, no! ¡Se me ha calentado la lengua! —Dorro quedó abatida. Dejó de rezumar indignación y empezó a llorar—. Estaba fuera de mis casillas, y... me ha salido así. No quise decirlo.

—Y sin embargo lo has dicho —dijo Kimpton con aire jovial—. «Muerto y criando malvas», creo que era.

—¡Por favor, no hablemos de esto! —suplicó Dorro.

—¿De qué? ¿De tu comentario sobre que Nicholas está «muerto y criando malvas»? Cuando lo has dicho me he dado cuenta de que alargabas cada sílaba como si fueran dos. Era como si quisieras que la frase durara más de lo normal, tanto como fuese posible. Lo que más nos interesa es esto: si hubieras dicho «muerto», sin añadir «criando malvas», ¿Athie se habría marchado de esa forma? Lo dudo. En mi opinión, han sido las malvas las que han provocado esa reacción.

—Eres un desalmado, Randall Kimpton —sollozó Dorro.

Harry Playford al fin se incorporó en su asiento y se dio cuenta de lo que sucedía.

—Oye, Randall, ¿son necesarias tantas pullas?

Kimpton sonrió.

—Si creyera que en realidad esperas una respuesta, Harry, te la daría con mucho gusto.

—Bueno..., muy bien, pues —dijo Harry, dubitativo.

—Muy, muy bien —dijo Kimpton.

Claudia volvió a soltar una risita irritable.

Sin temor a equivocarme, puedo afirmar que en ninguna de las reuniones familiares a las que he asistido, incluidas las de mi familia, he percibido una atmósfera más fétida que la de la sala de estar de Lillieoak esa noche. Yo todavía no me había sentado y no tenía ninguna intención de hacerlo. Poirot, quien prefería sentarse siempre que era posible, también seguía de pie a mi lado.

—¿Por qué permitimos que las palabras tengan tanto poder sobre nosotros? —preguntó Kimpton sin dirigirse a nadie en concreto. Había empezado a caminar a paso lento por la habitación—. Se pierden en el aire en el mismo instante en el que salen de nuestras bocas, y sin embargo se quedan con nosotros para siempre si se ordenan de un modo memorable. ¿Cómo es posible que dos palabras, «criando malvas», sean mucho más desagradables que el recuerdo silencioso de un hijo muerto?

Dorro se levantó de la silla.

—¿Y qué hay de la manera en que Athie ha tratado a sus dos hijos vivos esta noche? ¿Por qué no decís nada a ese respecto? ¿Cómo os atrevéis a retratarme a mí como la agresora y a Athie como la víctima, como si fuera una frágil viejecita? ¡Es más fuerte que cualquiera de nosotros!

Kimpton se había detenido junto al ventanal.

—«El dolor llena el aposento de mi hijo ausente, duerme en su lecho, se levanta y se acuesta conmigo, cobra sus lindas miradas, repite sus vocablos, me recuerda todas sus graciosas cualidades, cubre con sus formas sus vacías vestiduras; luego tengo motivo para amar mi dolor.» ¿Conoce usted La vida y muerte del rey Juan, de Shakespeare, Poirot?

—Lo siento pero no, monsieur. Es una de las pocas obras que no he leído.

—Es sublime. Rebosa amor por el rey y el país, y sin el sombrío corsé estructural que Shakespeare tanto insistía en imponerse. ¿Cuál es su obra preferida?

—Sin duda tiene muchas que son excelentes, pero si tuviera que elegir sólo una... Julio César me gusta especialmente —dijo Poirot.

—Una elección interesante e inusual. Estoy impresionado. ¿Sabe? El hecho de que el Rey Juan sea mi preferida fue lo que me motivó a estudiar Medicina. De no haber sido por Shakespeare, sería un hombre de letras y no un médico. A los pacientes insatisfechos siempre les digo que tienen que culpar a Shakespeare y no a mí.

—Pobres. Me dan pena esos cadáveres aburridos que tiendes en la mesa de autopsias, cariño —dijo Claudia.

Kimpton soltó una carcajada.

—Olvidas que me enfrento a vivos, además de muertos, queridísima.

—Nadie a quien le palpite el corazón quedaría descontento contigo en ningún sentido. Asumía que esos pacientes insatisfechos que decías eran los cadáveres. Es decir, insatisfechos con su desenlace personal. Por suerte, no están en posición de quejarse al respecto.

—¡No quiero ni pensar ni oír hablar sobre la muerte! —dijo Dorro—. Por favor.

—¿Cómo es posible que le deba usted su carrera como médico al Rey Juan? —preguntó Poirot.

—¿Eh? Ah, eso. Sí, claro. Seguramente podría haberme conformado con Julio César. Sí, supongo que sí. Es una elección respetable. Y aunque también es algo inusual, no tendría que haber sufrido la condena de los demás ni participar en incesantes discusiones que nunca pueden tener un claro ganador. Cuando estudiaba a Shakespeare, cada día tenía que oír decir que Hamlet, El rey Lear y Macbeth eran inmensamente superiores al Rey Juan. Yo discrepaba, pero ¿cómo iba a demostrar de un modo concluyente que tenía razón? ¡Imposible! Mis enemigos podían citar a muchos eruditos que coincidían con ellos, como si el hecho de tener un ejército de acólitos sin criterio fuese capaz de probar algo. Sólo hay que fijarse en la situación política para ver que las cosas no pueden funcionar de ese modo. Sin ir más lejos, una inmensa cantidad de personas de esta isla diminuta creen que vivirían mejor si fueran un país distinto...

—Por favor, ¿podríamos dejar la política, después de todo lo que ha ocurrido esta noche?

—Claro, pobrecita Dorro —dijo Kimpton—. Pásame una lista con los temas que se me permite mencionar, firmada por la autoridad con la que intentas imponer tus restricciones, ya sea moral o legal, pienso obedecer a ambas. Cuando la lista esté en mi poder, me comprometo a tenerla en cuenta. Mientras tanto, terminaré la explicación que le estaba dando al señor Poirot. Mucha gente en el Estado Libre Irlandés no ve a los ingleses como aliados, sino como antagonistas, lo que en mi opinión revela que mucha gente es idiota. Sin embargo, eso no sirve para zanjar el asunto en discordia. Lo que intento decir, si bien debo admitir que de forma algo enrevesada, es que hay cuestiones subjetivas que jamás podrán probarse de un modo absoluto. Si el Rey Juan es o no la mejor obra de William Shakespeare es una de esas cuestiones.

—Mientras que la medicina no admite discusión —dijo Poirot.

—Exacto —dijo Kimpton con una sonrisa—. Como alguien a quien le gusta ganar y que prefiere las victorias sin ambigüedades, me di cuenta de que me convenía un tipo de trabajo distinto. Y me complace afirmar que tomé la decisión adecuada. Ahora mi vida es mucho más sencilla. Digo: «Si no le amputamos la pierna a este tipo, morirá» o «Esta mujer falleció a causa de un tumor cerebral: ahí está, mírenlo, es grande como un melón» y nadie lo discute, porque no se puede. Todos ven el tumor del tamaño de un melón, o la gangrena en el cadáver; eso sí, un cadáver con las dos piernas unidas al cuerpo, y hay que agradecérselo a un idiota optimista que se equivocó optando por la esperanza en lugar de la prudencia.

—Eligió una profesión que le permite demostrar que tiene razón —resumió Poirot.

—Sí, eso es. El estudio de la literatura es adecuado para los que disfrutan especulando. Yo prefiero saber. Dígame, todos esos asesinos que usted ha atrapado..., ¿en cuántos casos dispuso de las pruebas necesarias que podría haber presentado ante el tribunal si el mendigo en cuestión no hubiera confesado? Porque una confesión no prueba nada de nada. Se lo demostraré: yo, Randall Kimpton, asesiné a Abraham Lincoln. De acuerdo, no había nacido todavía cuando ocurrió, pero soy un joven ambicioso y no dejé que eso me detuviera. ¡Yo maté al presidente Lincoln!

Claudia soltó una risotada de reconocimiento ante las palabras de su amado. Fue un sonido alarmante, pero al parecer a Kimpton le complació oírlo.

—También hay misterios en medicina, y muchas cosas que no pueden demostrarse —dijo Poirot—. El tumor en el cerebro, la pierna amputada... ha elegido ejemplos que confirman su convicción. Pero no menciona a los pacientes que llegan con un dolor para el que no es posible determinar un motivo.

—Ha habido unos cuantos, lo admito. Pero, en general, si un tipo estornuda, moquea y tiene la nariz enrojecida, puedo afirmar que está resfriado y nadie perderá horas intentando demostrar que me equivoco. Por eso prefiero con mucho mi trabajo al suyo, señor.

—Y yo, mon ami, prefiero el mío. Si cualquiera puede ver que el paciente moquea y comprobar que tiene fiebre después de tomarle la temperatura con un termómetro, ¿dónde está el desafío?

Kimpton empezó con una carcajada ahogada, pero poco después ya estaba riendo con tantas ganas que le temblaba todo el cuerpo.

—¡Hércules Poirot! —exclamó, al fin, cuando logró recomponerse—. ¡Cómo me alegro de que exista y de poder gozar de su presencia aquí! Es maravilloso que, después de todo lo que ha llegado a hacer, siga asumiendo con gusto el desafío que supone la incertidumbre. Es usted mejor que yo. Para mí, la incertidumbre es una plaga perniciosa. Pero me alegro de que usted discrepe.

Noté que Poirot se estaba esforzando en mantener la compostura. Por mi parte, con mucho gusto le habría aplastado la nariz de un puñetazo a ese engreído insufrible. Había conseguido que Poirot pareciera un hombre tímido y humilde, a su lado.

—¿Le importa que cambie de tema, monsieur?

—¡Uy! No soy yo el encargado de decidir los temas de conversación permitidos —dijo Kimpton—. Dorro, ¿te falta mucho para terminar ese documento oficial? Es que necesitamos ayuda.

—Desde que han salido del comedor, ¿han estado los cuatro juntos en todo momento? —preguntó Poirot—. ¿Y han venido directamente desde allí?

—Sí —dijo Claudia—. ¿Por qué?

—¿Ninguno de ustedes estaba en el jardín hace diez o quince minutos?

—No —respondió Dorro—. Hemos salido juntos del comedor y hemos venido aquí. Nadie se ha marchado solo a ninguna parte.

Todos confirmaron esa versión.

Eso excluía a Harry, Dorro, Claudia y Kimpton. A menos que mintieran, ninguno de ellos era la persona que habíamos oído llorar en el jardín. Ni la que habíamos oído susurrar.

—Me gustaría pedirles un favor —dijo Poirot—. Quédense aquí juntos en esta sala hasta que regrese y les diga que pueden salir.

—Puesto que aquí es donde están las bebidas, imagino que obedeceremos con mucho gusto. —Claudia tendió el vaso vacío hacia Kimpton—. ¿Me lo rellenas, cariño?

—¿Por qué quiere aislarnos aquí? —preguntó Dorro con la voz llorosa—. ¿De qué va todo esto? ¡Yo no he hecho nada malo!

—Todavía no sé de qué se trata, madame, pero espero descubrirlo pronto. Gracias a todos por cooperar —dijo Poirot—. Venga conmigo, Catchpool.

Lo seguí hasta el vestíbulo. Cuando llegamos al pie de las escaleras, susurró:

—Busque al mayordomo, el señor Hatton. Pídale que le muestre en qué dormitorio pasará la noche cada uno. Llame a la puerta de cada una de las personas que se quedarán hoy en Lillieoak y asegúrese de que todos están bien.

—Pero... ¿eso no implicará despertarlos? Puede que lady Playford ya esté durmiendo. Cualquiera de ellos podría estarlo.

—Le perdonarán que los haya despertado cuando les cuente que es necesario. En cuanto se haya asegurado de que todo el mundo está bien, lo siguiente que deberá hacer será quedarse cerca de la habitación de lady Playford, en el pasillo. Permanezca ahí toda la noche, montando guardia, hasta que ella baje a la planta inferior por la mañana.

—¿Qué? ¿Y cuándo dormiré?

—Mañana. Lo relevaré a primera hora. —Al ver mi expresión atónita, Poirot añadió—: Es que yo no sería capaz de pasar toda la noche en vela.

—¡Yo tampoco!

—Me he levantado muy temprano esta mañana...

—¡Y yo! Yo también he llegado desde Inglaterra hoy mismo, ¿recuerda?

—Usted es, como mínimo, veinte años más joven que yo, mon ami. Confíe en Poirot. El sistema que he concebido es el que más probabilidades tiene de garantizar la seguridad de lady Playford.

—O sea que se trata de ella, ¿no? Cuando me ha dicho que nos habían invitado para evitar un asesinato... ¿Usted cree que lady Playford es la posible víctima?

—Es posible.

—No parece muy seguro de sí mismo.

Poirot frunció el ceño.

—Según el doctor Kimpton, no es posible que alguien como yo, que desempeña una profesión subjetiva, pueda estar seguro de nada.