Capítulo 12

 

La acusación de Sophie

 

 

 

No conseguí encontrar ni un alma por el jardín, y mi búsqueda podría haber parecido una pérdida de tiempo de no haber sido porque el viento fresco y la llovizna eliminaron cualquier rastro de la somnolencia que sentía antes de salir.

Si Harry seguía ahí fuera, no había ni rastro de él. Había gritado su nombre, el de Gathercole y el de Sophie hasta quedarme casi sin voz, pero no obtuve respuesta alguna.

Al final decidí rendirme y regresar a la casa. Subí al piso de arriba y vi que Poirot había acertado bastante con su predicción: se había quedado dormido en la silla que le había colocado frente al dormitorio. Al principio parecía como si roncara en dos tiempos, alternando un estruendo grave con un zumbido agudo, aunque no era más que una ilusión: el origen de los ruidos más fuertes y graves estaba tras la puerta del dormitorio de Orville Rolfe.

Me recreé un poco sacudiendo a Poirot para despertarlo, y nada más abrir los ojos se llevó la mano al bigote en un gesto automático.

—¿Y bien? —preguntó.

—Lo siento, pero no he encontrado ni a Gathercole ni a Sophie Bourlet —dije—. Tampoco he visto al vizconde Harry, ahí fuera. ¿Por casualidad sabe si ha vuelto a entrar?

—No sabría decirle —dijo Poirot sin precisar más, por lo que llegué a la conclusión de que se había quedado dormido poco después de que lo hubiera dejado allí.

Se dio la vuelta y miró la puerta cerrada que tenía detrás.

—¿Qué es ese ruido tan horrible que hace el señor Rolfe? Es digno de una pesadilla.

—Diría que ese estruendo significa que no es necesario que nadie monte guardia frente a su puerta. Si en algún momento dejara de respirar, dejaría también de roncar y lo sabríamos enseguida. Tendríamos tiempo de llegar en un santiamén y sorprender a su asesino con las manos en la masa.

Poirot se puso de pie y empujó la silla para apartarla del paso. Abrió la puerta y entró en el dormitorio de Rolfe.

—¿Qué hace? —susurré, alarmado—. ¡Salga de ahí!

—No, mejor entre usted también —respondió.

—No podemos meternos en el dormitorio de alguien que está...

—Ya estoy dentro. No se queje tanto y entre ya.

Lo seguí a regañadientes. Una vez dentro, cerró la puerta.

—Allí fuera, podría oírnos alguien —me dijo—. Al señor Rolfe no le importará que hablemos junto a su cama. No creo que tenga el sueño ligero.

—Poirot, simplemente no podemos...

—O sea que Gathercole y la enfermera Sophie se han esfumado. Interesante. Supongo que cabe la posibilidad de que sean amantes. A veces los amantes traman conspiraciones juntos...

—No, lo dudo mucho —dije con más firmeza de la que pretendía.

—¿Por qué? No sabe nada sobre ninguno de los dos.

—No digo que no puedan haber tramado algo juntos. Lo que quería decir es que no creo que sean amantes. No sabría decirle exactamente por qué, pero... ¿a veces no tiene presentimientos acerca de la gente? En cualquier caso, Sophie no puede apartarse de Joseph Scotcher.

—¿Por qué tendría que ser tan importante abrir la caja durante el funeral? ¿Qué cambiaría el hecho de que estuviera abierta o cerrada?

—Sólo se me ocurre un motivo: para que los asistentes al funeral puedan ver el cuerpo y comprobar que la persona está realmente muerta, o que se trata de la persona en cuestión y no ha sido suplantada. Si la caja está cerrada, eso no es posible.

—Quizá alguien haya dicho «Te daré tanto dinero si lo matas, pero necesito comprobar con mis propios ojos que está muerto» —dijo Poirot.

—Estoy seguro de que todo se aclarará cuando hable usted con lady Playford por la...

Me interrumpió un aullido agudo, procedente del piso inferior. Enseguida se convirtió en un grito desgarrador, a pleno pulmón. Era la voz de una mujer.

Fui corriendo hacia la puerta y la abrí enseguida.

—¡Abajo! —dijo Poirot, detrás de mí—. ¡Deprisa! No me espere, usted irá más rápido.

Eché a correr sin pensar, a punto estuve de tropezar y caer al suelo. Los alaridos cesaron unos instantes y luego se reanudaron. Era un sonido insoportable, parecía como si le estuvieran arrancando el corazón de cuajo a un animal. Durante la pausa entre los dos gritos, había oído exclamaciones de asombro y puertas que se abrían en el piso superior.

Una vez abajo, fui corriendo hacia la sala de estar y vi que estaba vacía. Luego me di cuenta de que los gritos sonaban más cercanos desde el rellano. Venía del otro lado de la casa.

Regresé corriendo al vestíbulo y vi a Poirot y a Dorro Playford bajando las escaleras a toda prisa. Oí cómo Poirot murmuraba «En el salón» mientras los dos se apresuraban hacia el comedor. Los seguí y enseguida localicé el origen de los gritos. Era Sophie Bourlet. Llevaba puesto el abrigo y el sombrero. No miraba hacia el comedor, sino hacia la estancia que quedaba delante. Asumí que ése debía de ser el salón en cuestión, la habitación en la que había tenido lugar la polémica conversación entre un hombre y una mujer sobre si debía abrirse o no la caja, a tenor de lo que nos había contado Orville Rolfe.

Sophie no paraba de llorar mientras chillaba, como si estuviera presenciando un horror inimaginable. Estaba fuera del salón, pero miraba hacia el interior. Yo no podía ver lo que estaba presenciando ella, pero a juzgar por su expresión y por el ruido que hacía me pareció que tenía que ser una visión horrenda.

Poirot no tardó en ponerse a su lado.

—Mon Dieu —murmuró mientras intentaba apartar a la enfermera del umbral—. No mire, mademoiselle. No mire.

—Pero... ¡es horrible! No comprendo por qué... Y además, ¿quién...? —Dorro miró a su alrededor—. ¡Harry! ¡Harry! ¿Dónde estás? ¡Ha ocurrido algo horrible en el salón!

Entonces fue cuando yo también llegué a la puerta y miré hacia dentro, incapaz de imaginar lo que iba a encontrar. Prefiero ahorrarle al lector los detalles escabrosos que requeriría una descripción exhaustiva. Bastará con decir que Joseph Scotcher estaba tendido en la alfombra junto a la silla de ruedas, con el cuerpo retorcido en una postura extraña. Estaba muerto, de eso no cabía duda; había sido asesinado de un modo atroz. Había un garrote de madera oscura junto a su cadáver, con un extremo lleno de sangre y de sesos desparramados. La alfombra estaba empapada de sangre y a Scotcher apenas le quedaba cabeza: poco más que la mandíbula inferior, que revelaba una boca retorcida en un gesto agónico.

Harry apareció detrás de mí.

—Ya estoy aquí, señorita —le dijo a Dorro—. ¿A qué diablos venían todos esos gritos?

—Exacto, diablos —dijo Poirot en voz baja—. Tiene toda la razón, vizconde Playford. Esto es obra de un diablo.

Enseguida me di cuenta de que ya estábamos todos allí. Cerca de mí se hallaban Claudia, Harry y lady Playford, con un salto de cama de seda amarilla. Tras ella, Randall Kimpton y, a su lado, Orville Rolfe. Era como si Kimpton intentara decir algo, tal vez para hacerse cargo de la situación, pero era imposible oír sus instrucciones entre tanto caos. Brigid, Hatton y Phyllis estaban también detrás de lady Playford. Al fondo de todo se encontraba Michael Gathercole. Me di cuenta de que él también llevaba el abrigo puesto. ¿Había estado con Sophie en el jardín todo ese tiempo? ¿Serían amantes?

Lady Playford se tapó la boca con la mano, pero la única que gritaba era Sophie.

—¡Joseph! —se lamentaba—. ¡Oh, no, no, mi querido Joseph! —Se liberó de las manos de Poirot, que la mantenían agarrada, y fue corriendo hacia el cuerpo de Scotcher para tenderse a su lado—. ¡No, no! ¡No es posible! ¡No es posible!

Lady Playford puso una mano sobre el brazo de Poirot.

—¿Es él, Poirot? —preguntó—. ¿Seguro que es él? La cabeza... quiero decir, ¿cómo podemos estar seguros?

—Es el señor Scotcher, madame —dijo Poirot—. Se le reconoce por la cara, lo que queda de ella, y por la delgadez del cuerpo. Nadie más en Lillieoak tiene una constitución tan delgada.

—¡Maldita sea! —gruñó lady Playford, aunque enseguida se disculpó—. Perdóneme, Poirot. No es culpa suya.

Randall Kimpton murmuró algo, aunque el principio no pude oírlo: «... de la cual una mano endemoniada había arrancado y robado la joya». De La vida y muerte del rey Juan, de Shakespeare, sin duda.

Busqué a Gathercole con la mirada. Estaba serio, pero mantenía la compostura, parecía casi tranquilo. Su estado no me pareció especialmente afligido.

—¡Lo ha matado ella! ¡Lo he visto!

Al oír aquellas palabras tan inesperadas, me di la vuelta hacia el salón. Sophie, que era quien había proferido la acusación, estaba arrodillada junto al cadáver de Scotcher, mirándonos con rabia.

Poirot dio un paso adelante.

—Mademoiselle, conteste la pregunta con mucha atención —dijo—. Es comprensible su angustia, pero debe decir la verdad y concentrarse por un momento en los hechos que puedan probarse. ¿Está diciendo que vio cómo asesinaban al señor Scotcher?

—¡He visto cómo lo hacía! ¡Ha sido ella! Tenía el garrote en la mano y... le ha golpeado la cabeza una y otra vez. ¡No paraba! Él se lo suplicaba, pero ella no paraba. ¡Lo ha asesinado!

—¿A quién se refiere, mademoiselle? ¿A quién está usted acusando de asesinato?

Poco a poco, Sophie Bourlet se puso de pie. Levantó un brazo tembloroso y señaló.