Capítulo 14

 

Las dos listas de lady Playford

 

 

 

Mientras Poirot y el inspector Conree interrogaban a Sophie Bourlet en Ballygurteen, el sargento O’Dwyer y yo estuvimos en el estudio de lady Playford, en Lillieoak. Desde la muerte de Scotcher, ella no había querido bajar del primer piso. Me di cuenta de que la bandeja del almuerzo que estaba sobre el escritorio seguía intacta, y su rostro parecía considerablemente más delgado, aunque no habían pasado ni veinticuatro horas desde la tragedia.

—Salí del comedor y fui directa a mi dormitorio —le contó al sargento O’Dwyer.

Su actitud sugería que esa pregunta y cualquiera de las que pudiéramos hacerle a continuación no eran más que molestias. Tuve la clara impresión de que intentaba resolver algo por su cuenta y que consideraba que las intervenciones ajenas no eran más que un estorbo.

—No cené —prosiguió—. Lo descubrirían de todos modos, o sea que prefiero que lo sepan por mí. El señor Catchpool seguramente ya se lo ha contado.

Le indiqué con un gesto que no había sido así.

—Mi nuera, Dorro, hizo un comentario que me disgustó. No piense mal de ella. Es buena chica, es sólo que se preocupa demasiado por las cosas, nada más. En esta casa no hay nadie desagradable o malvado, sargento. Incluso mi hija, Claudia, aunque a veces tenga la lengua igual de afilada que de envenenada... —Lady Playford enderezó la espalda como preparación para lo que estaba a punto de decir—. Claudia tiene de asesina lo que yo tengo de pirata de alta mar. Es absurdo.

—Así pues, ¿considera usted que Sophie Bourlet miente? —dije.

—No —respondió lady Playford—. Sophie no mentiría para acusar a alguien de asesinato. Tiene buen corazón.

—¿Entonces...?

—¡No lo sé! ¡Créanme, me doy cuenta de cuál es el problema! Insisto en dos cosas: en que mi hija no es una asesina y en que Sophie Bourlet no proferiría una acusación falsa de asesinato; y esas dos cosas son irreconciliables.

—Si es tan amable de permitirme que se lo pregunte, excelencia —el sargento O’Dwyer al parecer introducía todas sus preguntas con esas palabras—, regresó a su dormitorio y ¿volvió a salir o se quedó dentro? ¿Qué hizo, a continuación?

—Me quedé en mi habitación, sola, hasta que oí los gritos lejanos de Sophie y los correteos por el rellano. Hasta entonces el único que me había molestado fue el señor Catchpool, cuando llamó a la puerta para comprobar que no me había sucedido nada malo.

—Poirot me pidió que me asegurara de que todo estaba en orden —le expliqué a O’Dwyer—. Concluí que todos estaban bien excepto Sophie Bourlet y Michael Gathercole, puesto que no pude encontrarlos por ninguna parte, y Joseph Scotcher y Orville Rolfe, que se hallaban en sus respectivos dormitorios, pero indispuestos.

—Si es tan amable de permitirme que se lo pregunte, excelencia, Scotcher se estaba muriendo a causa de la enfermedad de Bright, una dolencia renal, ¿es correcto?

—Así es.

—Y el comentario de su nuera que tanto la disgustó. Me gustaría saber cuál fue, si no le importa.

—Dijo que yo me engañaba pensando que Joseph Scotcher era mi hijo Nicholas, quien murió siendo un niño. Dijo que Nicholas estaba «muerto y criando malvas». Y por supuesto, es cierto. Lo sé perfectamente. Lo que me disgustó no fue esa realidad tan desagradable, la acepté hace ya muchos años, sino que Dorro me dijera algo así.

—No tardó en arrepentirse —dije, sin poder evitarlo—. Al cabo de un rato estaba derrotada en la sala de estar, deseando poder retirar lo dicho.

—Sí —dijo lady Playford con aire pensativo—. No deberíamos usar las palabras de cualquier manera. Ni siquiera con espontaneidad. En cuanto las soltamos, ya no hay vuelta atrás. He sido infeliz en muchas ocasiones, pero nunca he utilizado una o varias palabras sin elegir antes con cuidado lo que quería decir.

—En eso estaríamos de acuerdo —dijo O’Dwyer—. Si alguien tiene talento para elegir las palabras justas, es usted, excelencia.

—Y sin embargo, gracias a mí el pobre Joseph está muerto. —Unas lágrimas empezaron a brillar en sus ojos.

—No se culpe de lo sucedido —le dije.

—En ese punto el inspector Catchpool y yo coincidimos —dijo O’Dwyer—. El único culpable de la defunción del señor Scotcher es quien le golpeó la cabeza con el garrote.

—Son muy amables por intentarlo, caballeros, pero jamás me convencerán de que no ha sido culpa mía. Cambié mi testamento con la clara intención de provocar. Preparé un espectáculo melodramático para anunciarlo durante la cena.

—Pero no esperaba que asesinaran a Joseph Scotcher unas horas después —dije.

—No. De haber pensado en esa posibilidad, habría descartado la idea de inmediato. ¿Quieren saber por qué? Porque las únicas personas con motivos razonables para cometer ese asesinato son justo las que jamás lo perpetrarían. Mi hijo Harry, ¡impensable! Y en cuanto a mi hija, Claudia... Tal vez no lo crea, Edward, no le importa que le llame Edward, ¿verdad?, pero la psicología se equivoca por completo. No puede haber sido Claudia.

—¿Cómo puede estar tan segura de ello?

—Un asesinato violento es el último recurso para quien ha albergado una ira apasionada o un resentimiento candente durante demasiado tiempo, ¡durante toda la vida!, y sin posibilidad de escapatoria —dijo lady Playford—. Al final, el corcho sale disparado. ¡El cristal estalla en pedazos! La ira que se ha ido cociendo a fuego lento en la mente de mi hija desde la infancia, aun sin causa discernible, ha tenido un público considerable en el día a día. Lejos de reprimirla durante toda la vida, se ha dedicado a propagarla a lo largo y ancho, ante cualquiera que se cruzara en su camino. Desprende amargura mientras va pisando fuerte por la casa, sintiéndose agraviada, y se desahoga sin tapujos. Estoy segura de que ya lo habrá notado, Edward.

—Bueno...

—Es usted demasiado educado para reconocerlo abiertamente. Claudia podría devastar un ejército entero con sólo abrir la boca y decir lo que piensa. Para que agarrara un garrote y le reventara la cabeza a un hombre... primero tendrían que haberle fallado las palabras. Y le aseguro que eso no ha sucedido.

—¿Y Dorro? —pregunté.

—¿Me está preguntando si Dorro podría haber asesinado a Joseph? ¡Qué idea tan ridícula! Se puso furiosa ante la perspectiva de no heredar nada, pero Dorro es una mujer temerosa. Y lo más importante: es pesimista. No podría cometer un asesinato sin estar segura de que la descubrirían, la encarcelarían y la ejecutarían, y ese trío de infaustas consecuencias la disuadiría. Y además, ¿por qué tendría que fingir Sophie que vio a Claudia cometiendo el asesinato en caso de haber visto a Dorro?

—¿Y el prometido de su hija? ¿Randall Kimpton? —pregunté.

Lady Playford pareció sorprendida.

—¿Por qué podría haber querido asesinar a Joseph? El único motivo que se me ocurre sería el dinero, y Randall ya posee una gran fortuna.

Estaba muy bien la insistencia de que éste, aquél y el otro no podían haber asesinado a Scotcher, pero alguien lo había hecho. De eso no había duda.

—¿De quién sospecha? —pregunté.

—De nadie. Sospechar implica una convicción, y yo no tengo ninguna. Tengo dos listas en la cabeza, eso es todo.

—¿Dos listas?

—La de los que son inocentes sin lugar a dudas y la del resto.

—Cuando usted dice «sin lugar a dudas»...

—A partir de lo que sé sobre el carácter de cada uno de ellos.

—¿Podríamos oír esas dos listas, excelencia? —preguntó O’Dwyer.

—Como quieran. Los inocentes son Harry, Claudia, Dorro, Michael Gathercole y Sophie Bourlet. Los otros son, ya me perdonará, Edward Catchpool, Hércules Poirot...

—¿Perdone? ¿Poirot y yo estamos en su lista de asesinos potenciales?

—Confío en que ninguno de ustedes dos asesinó a Joseph; pero saberlo, no lo sé —dijo lady Playford con impaciencia—. No puedo afirmar que usted o Poirot jamás cometerían un asesinato. Si esto le hace sentir mejor, tampoco podría decirlo de mí misma. En según qué circunstancias... Por ejemplo, si supiera quién mató a Joseph, quizá buscaría el cuchillo más largo y afilado de la casa y se lo clavaría. ¡Y con mucho gusto, además!

Alguien llamó a la puerta.

—No quiero hablar con nadie más —se apresuró a decir lady Playford, como si el hecho de hablar conmigo y con el sargento O’Dwyer ya supusiera un sacrificio para ella—. Les agradecería que alguno de ustedes se encargara de evitarlo, sea quien sea.

Era Hatton, el mayordomo. Parecía como si la situación de crisis en Lillieoak le hubiera restituido la capacidad de hablar cuando era necesario.

—Traigo un mensaje de monsieur Poirot para usted, señor Catchpool —me susurró con eficiencia, inclinándose hacia mí para dirigir las palabras directamente a mi oído—. Ha llamado por teléfono. Quiere que averigüe si alguien conoce a una mujer llamada Iris.

Me pregunté si el inspector Conree compartía ese deseo de Poirot.

—Hatton, Brigid, Orville Rolfe y Randall Kimpton podrían haberlo hecho en determinadas circunstancias, aunque jamás por dinero —prosiguió lady Playford cuando el mayordomo se hubo marchado de nuevo—. Todos están en mi lista de posibles asesinos. Quien plantea el problema más grave es Phyllis: adoraba a Joseph, estaba prendada de él. No creo que hubiera podido hacerle daño, pero tiene pocas luces, y no cuesta mucho convencer a alguien así para que cometa una atrocidad.

—Si me lo permite, me gustaría que respondiera una pregunta más, excelencia —dijo O’Dwyer—. Es acerca de su testamento nuevo.

—Ya me lo imaginaba.

—¿Por qué decidió cambiarlo como lo hizo, sabiendo que el señor Scotcher estaba a las puertas de la muerte? ¿No creía que iba a morir antes que usted?

—Ya he respondido a esa pregunta —dijo lady Playford con aire cansado—. Y no me apetece repetirla una vez más. Edward se la podrá contestar.

Asentí, recordando su impresionante actuación en el comedor. La psicología afecta a la salud física, y por consiguiente Scotcher tal vez viviría más tiempo si sabía que algún día podía llegar a heredar una fortuna. La explicación no me había convencido, y en esos momentos tampoco me había persuadido lo más mínimo.

—Me pregunto si le importaría contarnos algo acerca del testamento de su difunto esposo, lady Playford —dije, titubeante. Temía que me respondiera a gritos, instándome a atenerme al asunto que nos ocupaba.

—¿Guy? Ah, por lo que mencionó Dorro durante la cena, ¿verdad? No, no me importa en absoluto. No fue una decisión sencilla, pero mi esposo y yo sabíamos que era la correcta. Ya ha visto cómo es Harry. Si Lillieoak y el resto de posesiones de Guy hubiera pasado a sus manos, como reza la costumbre, no habría sido él quien hubiera tomado las decisiones y dirigido las cosas, sino Dorro, y...

Lady Playford se quedó callada de golpe. Emitió un sonido de impaciencia antes de continuar.

—Creo que será mejor terminar, ya he hablado suficiente. Me da igual lo que puedan ustedes pensar de mí. Aprecio bastante a Dorro, pero no confío en ella. Claudia tampoco, y al fin y al cabo Lillieoak es su casa igual que lo es para Harry. La verdad es que el hecho de que las cosas siempre se hayan hecho de un modo determinado no significa que deban seguir haciéndose de esa manera. Soy la viuda de Guy; la verdad es que no sé por qué debería quedar a un lado, y lo mismo en el caso de Claudia. ¿Por qué debería marcharme de esta casa que tanto quiero y dejar que Dorro ocupe mi lugar? Además, Harry y Claudia reciben unas asignaciones más que generosas que cubren todas sus necesidades, me da igual lo que piense Dorro. Y Guy estuvo de acuerdo —añadió como colofón.

Me alegré de las pocas posibilidades que tenía de que ese tipo de problemas llegara a afectarme algún día.

—¿Conoce a una mujer llamada Iris? —le pregunté a lady Playford.

—¿Iris? No. ¿A quién se refiere?

Ojalá lo supiera.

—No. No conozco a ninguna Iris.

Su negativa sonó convincente. De todos modos, no pude evitar pensar que si alguien podía contar una mentira capaz de engañar al mundo entero, ésa era sin duda alguna Athelinda Playford.