III
Críticas de composiciones

Música orquestal de Italia

De la mayoría de las 11 partituras editadas por Ricordi de las que hablaremos no cabe hacer verdadera crítica en el sentido de una interrogación radical por el valor de lo examinado. Porque en general se agrupan en aquel tipo de música de género en el que entre el reflejo subjetivo-singular y la convención aceptada en la forma media un espacio demasiado estrecho como para que de él pueda brotar alguna creación auténtica. Un tipo demasiado ligado a lo particular y su contingencia como para acreditarse fuera de este ámbito; demasiado desligado de la entera esencia humana del autor como para testimoniar a su favor; demasiado insegura reina en él la convención como para sostener una obra, y demasiado sujeta se halla aquella a las condiciones sociológico-culturales como para permitir al compositor alguna libertad artística. Son estas cuestiones preliminares importantes que, por poco que en general puedan persistir, delimitan una esfera que es en sí problemática: hasta qué punto se expresa algo personal y hasta qué punto en el ámbito de la convención pueden dominarse los medios. Donde estas cuestiones previas hallan una respuesta negativa, una discusión sobre la problemática del género se torna superflua.

Consideremos para empezar dos arreglos orquestales de música antigua. Ottorino Respighi, algunos de cuyos ensayos arcaizantes entraron ocasionalmente en Alemania, ha editado con el título de Antiche danze ed arie cuatro piezas para laúd del siglo xvi; la versión instrumental, y seguramente también algunas particularidades armónicas, es suya. Su empresa parece poco fecunda. De la investigación histórica y la aspiración a poner el legado histórico al servicio de la práctica musical actual ha salido un producto híbrido; el aparato de nuestra orquesta falsea el sonido del laúd, hace pesada e inmanejable la factura armónica y la deforma también interiormente al elevar lo simplemente sentido a afectación trascendente, sencilla alegría hinchada de una manera falsa, ingenua, pueblerina. — Musicalmente superior a las piezas para laúd es la Sonata sopra «Sancta Maria» de Claudio Monteverdi; pero también aquí le ha hecho el editor (Bernardino Molinari) un flaco favor. Solo cabe juzgar debidamente si se conocen los originales, pero tal vez a la música del pasado, como a la actual, se la sirva mejor con la publicación de los textos precisos que con modernizaciones que cual vestimentas inapropiadas dejan ver de forma necia y pueril, tal como es, lo que cubren.

En las numerosas piezas de género que ofrecen los contemporáneos, y que, a decir verdad, son más históricas que Galileo y Monteverdi, llaman la atención dos cosas. En primer lugar hay una asombrosa carencia de fuerza melódica, doblemente asombrosa en los italianos, que solo se explica por el temor del respetable músico de conservatorio a aparecer a la sombra del despreciado Mascagni o de Puccini. Por otro lado, falta por completo cultura técnica, condición básica de los productos artesanales. El tratamiento de la orquesta, sobre todo, se basa enteramente en patrones y es descuidado; ni la naturalidad resplandeciente y relajada de Strauss, ni la diferenciación sensual de Debussy han ejercido la menor influencia. En Alemania cuesta entender cómo es esto posible.

Giuseppe Martucci es un autor completamente libre de inhibiciones relativas al gusto. Su Notturno (op. 70, n.º 1) contiene melodías cuya rancia dulzura ni Puccini podría emular; algo más actual suena la folclórica Noveletta (op. 82); pero ambas piezas se hallan por debajo del nivel de la música de salón medianamente soportable. Es incomprensible que una editorial del prestigio de Ricordi pueda dar apoyo a semejantes productos. — De una suite de Luigi Mancinelli (Scene Veneziane) solo tengo a la vista una composición, la Fuga degli amanti a Chioggia, una especie de perpetuum mobile groseramente construido y carente de toda fantasía. — Más escrupuloso es Riccardo Zandonai, y acaso por lo mismo sea su Serenata mediaevale para violonchelo, dos trompas, arpa y cuerdas aún más aburrida si cabe que los trabajos antes mencionados, a pesar de las resonantes trompas, las secuencias de algunos tonos enteros y la glutinosa arpa. — Siguen algunas obras más extensas. Francesco Santoliquido pinta en Acquarelli cuatro inocentes e insustanciales cuadritos de mirador cuya falta de pretensiones es perdonable. — Sobre patéticos versos de Carducci ha escrito Mario Mariotti una música hinchada y pobre, llamada A Ferrara, cuyas monótonas declamaciones sobre la ciudad glorificada apenas merecerán algún elogio. — Un producto verdaderamente bárbaro es el poema sinfónico Juventus, de Victor de Sabata. No conozco ninguna obra de la época de los primeros y más crudos imitadores alemanes de Wagner que pueda compararse en tosquedad, pobreza y falsa impulsividad con esta sinfonía de Jugendstil, o, más bien, de Simplizissimus.

Más valiosas que todo esto son las Visioni dell’antico Egitto, dos piezas sinfónicas de Guido Guerrini. La obra demuestra a veces sentido de la sonoridad y aptitud orquestal, y desde el punto de vista temático tiene vida y línea, especialmente el comienzo de la segunda parte; pero por estar ligada al género, constantemente recae en lo convencional o se desliza por vagas impresiones; se echa en falta una conducción clara y armónicamente apropiada del bajo. Los defectos puede que resulten en buena parte de la referencia a un programa de un gusto ridículo y eróticamente abultado, que el compositor era demasiado musical para seguirlo en todos los detalles; al menos yo he buscado, aunque inútilmente, a las dos amigas lesbianas que besan la boca agónicamente descompuesta de la sierva crucificada de Venus. Si el autor, quizá aún joven, en lugar de imaginar para su música novelas cinematográficas disciplinase su propia música, podríamos creerle capaz de algo mejor que estas Visioni.

La única pieza que debo comentar más detenidamente es del conocido pianista Alfredo Casella, que de una obra escénica concebida como comédie choréographique, Le couvent sur l’eau, edita cinco «fragmentos sinfónicos». Casella queda lejos del apocamiento provinciano de los compositores antes nombrados ya por su carácter urbano y cosmopolita; más aún: tiene una identidad diferenciada que se trasluce claramente en cada uno de sus trabajos. También estos son piezas orquestales –acompañamientos coreográficos de carácter ilustrativo– artesanalmente concebidos, pero en el caso de Casella hay que preguntarse por el sentido particular de esta limitación artesanal.

Fue amigo de Mahler, a quien debe los elementos constructivos de su tipo de creación: los ritmos de marcha, los prolongados bassi ostinati, que, cabe decir, cuestionan irónicamente la armonía, la melodía corrosiva que se atreve a descender a lo vulgar, y el colorido específico del viento-madera. El comienzo de la primera pieza recuerda el de la Sexta sinfonía, y el de la segunda, el episodio del final de la Quinta (o uno de los «cuernos mágicos»). Hay elementos perfeccionados: así la técnica del ostinato, que ha relajado el vínculo tonal. Pero si se examina detenidamente la imagen de la partitura, que parece orquestal, se advierten extraños defectos en la factura. Constantemente se encuentran duplicaciones de octavas como relleno de frases bastante homófonas no solo en algunas voces, sino también en series enteras de acordes; duplicaciones en las que el grupo de acordes original y el dispuesto sobre el mismo se asignan a grupos instrumentales diferentes cada vez, pero en sí sólidamente unificados que difícilmente se mezclarán; en muchas partes hay entradas circunscritas a familias sonoras calculadamente distribuidas; en suma: las piezas no están necesariamente instrumentadas para oírlas en la orquesta. Es además extraño que haya en las piezas tanto adorno y tanto contrapunto ulteriormente añadido (especialmente en la tercera); y también que la estructura armónica retome tan poco la métrica, contentándose por lo general con periodos de cuatro compases; finalmente, el que la definición de la forma, en cuyos requisitos se legitiman los medios de Mahler, no constituya para Casella problema alguno, pues él escribe tranquilamente formas de lied de tres partes, o, en el primer movimiento, deja que se pierda una progresión de carácter sinfónico sin lograr su plena realización. Todos estos defectos remiten al defecto central, esencial, de la concepción y del autor: nada forzoso exige que su música sea, en lo sensible, como es y no de otra manera; por eso debe instrumentar y adornar, y por eso queda la armonía aislada en la métrica y en la forma. Por personal que sea la manera de Casella, por inconfundible que resulte en Le couvent sur l’eau, no tiene ninguna raíz en la intuición puramente musical. Se comprende así la relación con Mahler, cuya herida más dolorosa estaba en el mismo sitio. Pero mientras que Mahler aún se obligaba, en virtud de una disposición, a saltar por encima de todos los condicionamientos psicológicos, a entrar en lo real sonoro, Casella crea sin un punto de amarre último, y los medios que le proporciona la oscura afinidad con Mahler se le congelan, privados de sentido, en la obra, a la cual rodean como gestos muertos. Por eso hace música artesanal y música utilitaria. Vive la tragedia del diletante, del diletante que ya no puede ocultar la fractura de su alma en el juego aparente, del diletante no en la capacidad, sino en el ser, y por eso primeramente en la capacidad. — Si se piensa que, con esta interpretación, la música de ballet con la que de forma tan sumamente graciosa, y ligeramente inquietante, se despliega el Pas des vieilles dames queda demasiado deslucida, conviene recordar las últimas publicaciones de Casella: las miniaturas orquestales de Pupazetti (Chester, Londres), las Piezas infantiles para piano (Universal-Edition) y las Cinco piezas para Cuarteto (U.-E.), en las que el autor se refugia en la alegría desesperada del capricho vacuo, y hasta se acomoda irónicamente en el vacío y, con toda lógica, trata de conectar con Igor Stravinski para encontrar la verdadera expresión de su estado.

El resultado de esta exploración es negativo, pero sería injusto juzgar precipitadamente con él la situación general de la música italiana, cuyas fuerzas impulsoras no están aquí representadas.

1924

Cancioneros populares

El romanticismo musical descubrió la canción popular al descubrirse a sí mismo: bajo el signo de la reconciliación libremente decidida del yo con las formas que de entrada aparecían consumadas en la edad de oro. Se creyó que la canción popular de la comunidad venía revestida de efectiva objetividad, encontrándose en ella intacta el alma nativa, nativa en sí y en las formas; la filosofía de la historia procedió a sacralizar los albores. Los sacralizó, pero no los poseyó: hacía tiempo que el yo y las formas luchaban dialécticamente entre sí, y de los sacralizados albores no se tenían sino pálidas copias; se los revivía estéticamente por estar materialmente perdidos, o se hacían desesperadas invocaciones donde se los suponía existentes. Precisamente en la voluntad objetivamente dirigida, el interés romántico por la canción popular es subjetivista; contra la intención declarada, las imágenes románticas incluyen también el canto popular como medio de expresión que debe revelar de forma más pura y exenta de pretensiones sobre la validez de las formas, el alma del artista y solo del artista; el pasado de la canción popular –la inadecuación de esta a los contenidos que se le atribuyen– es obligado a entrar en un ámbito de expresión subjetivista y testimonia la melancolía solitaria del yo. Tan fuerte es este yo, tan pletórico, tan extendido más allá de sí mismo, tan ligado todavía a las formas, que su arte puede englobar la canción popular sin hacerla extraña, sin desvirtuarla, sin rebajarla a estímulo. En las transcripciones de Brahms la canción soporta, aunque tambaleante y quebrantada, la presión del yo, por profunda que sea la interpretación del hecho de que las melodías que Brahms capturaba son ya canciones cultas, que él tenía por canciones populares; de que viese la canción popular encerrada en la idea. Y finalmente Chopin alcanza, al margen del psicologismo, su paradójico equilibrio con el peso de lo que del acervo musical polaco está en él presente. — Solo con la autodisolución psicologista del yo romántico, de su absolutización desaforada, de su contingencia atomista; solo con la catástrofe del mundo de las formas residuales, se torna radical la problemática de toda nueva concepción de la música popular, y kitsch toda nueva música popular, se la considere o no kitsch: el trompetista de Säckingen1 es la parodia necesaria del toque de cuerno de Sigfrido. Al tiempo que ya no se concede a la música carácter comunitario, interhumano, y menos aún dimensión popular alguna que lo fundamente, una sociología autosuficiente disuelve el concepto de canción popular como tal, y hace bien, aunque no tenga razón. Lo que se presenta como música popular sirve a un interés ideológico; pero la música está en el pueblo perfectamente sometida a la sociedad cosificada. — Quien hoy hace canción popular es un farsante; quien salva e integra elementos de la canción popular en obras propias es un romántico del romanticismo que pasó, como antes de él pasó la canción popular; quien edita canciones populares es alguien que se siente más seguro en el aislamiento del conocimiento científico; a quien el impulso amoroso o la necesidad del día le manda transcribir canciones populares, edifica sobre arena: solo la mesura prudencial y la sabia modestia en la acentuación del material y de la persona puede en todo caso proporcionarle un buen comienzo. Estas pocas aseveraciones generales pueden preceder, marcando límites, la crítica de algunas colecciones de canciones populares de diverso valor.

Me parece completamente desorientada una transcripción de Leone Sinigaglia: Vecchie canzone popolari del Piemonte (Leipzig, Breitkopf & Härtel, cuadernos 3 y 4). Hay bellas melodías en la colección; no son muy antiguas, y en gran parte de origen culto, aunque con verdadero aire regional. Pero han sufrido violencia. Los textos, baladas de cuatro estrofas, deben cantarse en todas las estrofas con la misma música; la música no los sigue en los detalles anímicos o temáticos, sino que brota de la misma raíz que las palabras que apoya, pero no interpreta. Al transcriptor le pareció demasiado tedioso pausar la melodía y simplemente añadir todas las estrofas posteriores. Buscaba introducir dinamismo en las canciones versificadas, se sintió responsable de la composición y asignó un número de opus a la colección; y como temía alterar las melodías, halló una salida abstrusa: mientras la voz cantante repite una y otra vez sus escasas series de notas, la parte del piano ejecuta hasta cierto punto variaciones y se empeña en colorear voces alternantes, esto es, en psicologizar las canciones. Como las melodías modulan casi solo a la dominante, la armonía queda rígidamente fijada, no dejando cabida a una verdadera variación ni a una verdadera dinámica; el resultado son unas transcripciones ridículamente simples y esquematizadas en las que reina un extremo desequilibrio entre intención y posibilidad que lo único que consigue es extender un enojoso aburrimiento. — Vale la pena analizar el procedimiento de Sinigaglia como ejemplo de la situación. Su relación con la canción popular es sentimental: él duda ya de ella, pero quiere conservarla. Para aproximarse a su época, la psicologiza; pero no se debe psicologizar, y ello lo desautoriza. En vez de sacrificar y refundir, cuando está indicado, la canción popular, opta por un perezoso compromiso. La canción popular nunca será actual, y la psicología se queda en una broma.

Felix Petyrek ha sacado 24 aires populares ucranianos «para piano a dos manos» (Viena, Universal-Edition). Ha procedido con más prudencia que Sinigaglia, y colocado solo los acordes que están ya incoados en los temas mismos; también ha suprimido ligeramente el carácter europeo oriental. La autoctonía de algunas melodías es dudosa; la parte del piano suena un tanto masiva, a veces rondan marchas mahlerianas y en una ocasión –al final de la undécima pieza– se torna sin motivo algo contemporánea. Pero la transcripción es, en general, discreta y se mantiene prudentemente en la convención. Petyrek únicamente ha querido, como declara en el prólogo, fijar la impresión que en él dejaron las canciones; la manera incidental en que aborda la tarea de transcribir estas canciones puede que sea la idónea para la canción popular.

Béla Bartók se adentró como compositor en el problema de la canción popular de una forma acaso más seria y decisiva que ningún otro; aunque disolvía completamente la canción popular, en su música hay más realidad popular que en la que simplemente conserva bien empaquetada la canción popular: tiene en el pueblo su fuente originaria. Algunas de las tesis enunciadas al principio no valen para sus obras; no es este el lugar para exponer la estructura raramente plegada y polisémica de estas obras. Aquí no se discute sobre el compositor ni sobre el transcriptor Bartók, sino sobre el recopilador que constituye un caso ejemplar por ser también el compositor. Si la Música popular de los rumanos de Maramures (Múnich, Drei Masken Verlag, 1923) fuese el trabajo de un erudito, nos maravillaríamos del rigor de la investigación, de la exactitud en la reproducción del material, del método preciso y de la penetración filológica: y nos alegraríamos de la belleza recién desenterrada. Pero es el compositor el que recopila; no es ningún libre deseo de saber lo que lo guía; la relación viva con la música popular en la que maduró personalmente lo mueve a la actividad ordenadora. La ferviente exactitud de la edición entra más a fondo en la esencia de la música popular que la familiaridad estéril de los transcriptores. El plan folclorista de Bartók mantiene al compositor a la má­xima distancia de la canción popular, y como en agradecimiento, la canción popular se acerca confiada al compositor Bartók. Es necesario subrayar la importancia de su libro.

1925

Alexander Jemnitz, Trio for Flöten, Violin und Viola [Trío para flauta, violín y viola], op. 19. Leipzig, Riga, Berlín, Zimmermann.

Lo que hasta ahora he visto de Jemnitz me ha dejado sin una idea clara sobre su capacidad como compositor; su resuelto talento se ha procurado un modo específico de crear, pero el sistema de referencia de ese modo de proceder no se manifiesta en la música, sino que se halla detrás de ella; no como esencia humana que fuese insoluble en su música, sino justamente como sistema, como arrugada receta o programa extravagante, en todo caso abstractos e incapaces de cuajar en apariencia sensible. Lo que consiguientemente ofrece la música es un singular círculo de inofensiva candidez y enérgica audacia, de técnica tenazmente controlada y llano diletantismo; todavía lleno de misterio, pero de un misterio que se deja resolver y desaparece cuando se conoce la clave; con lo cual existe la posibilidad de que, conforme a la intención de Jemnitz, lo magistral se revele como diletante, y lo diletante como magistral. El Trío con flauta, más claro que el Cuarteto con trompeta, parece seguir, como «música lúdica» la tendencia de la época; en él se encuentran temas bastante atractivos, aunque un tanto llanos y métricamente banales, que a veces muestran rasgos claramente regerianos; estos varían en formas comprimidas y seguras sin que hagan seriamente peligrar el tipo tradicional de rondó y de sonata: casi convencionales. Pero el sistema va entre medias: tan pronto salta despreocupada una melodía en modo mayor en una caprichosa figura de quintillos como irrumpe en un desarrollo sosegado de varias voces un punzante unísono. Es notorio que el recurso al unísono tiene un significado especial en el sistema de Jemnitz; casi toda la tercera parte transcurre unísona sin resultar por ello más interesante de lo que le permite la temática insustancial. La parte armónica es siempre llamativamente tenue y frágil; la flauta tiene un tratamiento sensato, y el par de instrumentos de cuerda están en ocasiones poco acertados; el todo no parece poco instrumental sobre el papel, pero tampoco que suene adecuadamente. No obstante, debería hacerse el experimento de una interpretación. Pues Jemnitz puede estar muy indicado como caso especial de la situación. Quizá sea un talento musical que en un ámbito de formas asegurado pudiera producir algo agradable, pero hoy, de mente despierta, ha experimentado la problemática radical en la que se encuentran todas las variantes. En lugar de asumir su causa, la relegó a la nada o a su teoría, se quedó en las formas y se extravió en la oscuridad de las mismas. Y cuanto más presiona las paredes de las formas, más se aleja de su centro.

1926

Französische Volkslieder [Canciones populares francesas]. Seleccionadas, traducidas y editadas con las mejores transcripciones por Heinrich Möller (Edition Schott 555, vol. 5 de la colección Das Lied der Völker). Maguncia, B. Schott’s Söhne.

Heinrich Möller, Das Lied der Völker [Canciones de los pueblos]. Canciones populares españolas, portuguesas, catalanas y vascas. Maguncia, B. Schott’s Söhne.

Meritoria como empresa, en la antología no parece que haya verdaderamente ni una selección, ni una transcripción. En las canciones más antiguas, la distinción entre canciones populares y canciones de compositor es demasiado laxa, y aunque en el análisis histórico las transiciones resultan siempre más fluidas de lo que la disyunción romántica permitiría, hay canciones de danza estilizadas hasta lo cortesano que deberían quedar fuera aunque el nombre del autor se haya perdido y aunque las canciones se popularizasen; pues si se juntan la canción popular y la canción popularizada, ambos conceptos pronto se disuelven, puesto que históricamente es muy frecuente que haya que ver la canción popular como canción de compositor popularizada, del mismo modo que una moderna teoría sociológica (Naumann) concibe y resuelve toda la poesía popular como «legado cultural descendido de la capa superior». Desde esta perspectiva, la canción popularizada y la canción popular son simplemente niveles de un proceso social. Pero en esta relación sociológica, el significado de la separación entre canción popular y canción popularizada, que, siempre problemáticamente, ha de operarse en el material hallado, ni queda precisado en cuanto al contenido, ni se somete a crítica alguna; permanece en otro plano, ciertamente ligado a la historia y a la sociedad, pero sin que ambas lo circunscriban. Si una selección quiere tener en cuenta ese significado, que apenas podría aprehenderse de un modo fenomenológico libre, tendría que servirse, respecto a la canción popular, de un concepto de estilo de algún alcance y flexibilidad sin creer que este dé cuenta de la realidad del arte popular. La colección de Möller da primacía a la visión histórica sobre todo criterio estilístico, y con esto renuncia a la seguridad de la selección. — Falta un índice de fuentes y un aparato crítico para poner a prueba el método histórico; ambas cosas no corresponden al propósito de una colección popular, pero sería aquí exigible, dada la acentuación de lo histórico en la selección.

El nuevo material es bien conocido en Alemania. Una nueva edición solo estaría justificada si la transcripción fuese especialmente selectiva y precisa con las canciones. No es este el caso. La transcripción, sujeta ya a la obligación de reproducir la parte de canto como voz superior en la parte del piano, es con frecuencia banal, cuando debería ser discreta; el temor a la ausencia de primores artísticos ha impedido el desarrollo de todos los gérmenes armónicos ya presentes en las propias melodías. Apenas se emplean los grados conjuntos; se prefiere que un blando cromatismo cree variedad. Si ya se creía que debían ofrecerse al público consumidor tan radicales contemporizaciones, al menos tendrían que haberse cumplido las exigencias de la convención, con cuyos medios habría resultado más cómodo. Las impurezas de las partituras, como, por ejemplo, abandonar a saltos el acorde de séptima de dominante en «Joli tambour» (p. 20, part. 2, compases 3-4), o como la mala posición transversal re-re# en «Nique nac no muse» (p. 57, part. 2, último compás y part. 3, primer compás) deberían haberse evitado (¡y es fácil!).

Quizá Heinrich Möller y la editorial Schott, a los que hay que agradecer el generoso plan de una edición utilizable de canciones populares internacionales, se decidan a revisar la antología francesa.

Mucho más valiosa que la francesa es la antología ibérica. Esta ofrece por lo general material nuevo, o al menos que parece nuevo al crítico no muy familiarizado con la música popular española; y lo hace en transcripciones de música autóctona de un nivel generalmente muy alto. La «armonía añadida» es para el concepto esencialmente vertical de los pueblos latinos un importante medio artístico, cuyo empleo viene regulado por la tradición; en la órbita musical de Debussy, esto se ha cultivado hasta el límite de sus posibilidades, y la transcripción de canciones populares puede hoy disponer de este medio con libertad y seguridad, que ella, que necesariamente lo empleará, no quiere fijar la monodia entre el primero, el cuarto y el quinto grados. Las armonizaciones de Pedrell, Francisco Alió y Charles Bordes, y también las de Martin Pistreich, son expertas en la práctica de añadir los acordes inferiores sin reducir jamás las canciones a objetos de experimentación. A menudo se descubren sorprendentes relaciones con la música eclesiástica; los elementos árabes, como la segunda aumentada, aparecen discretamente reproducidos; muchas veces se desearía un resuelto sentido de las progresiones y menos fermatas. Siempre hay un justo medio entre la voluntad de gusto y el acomodo en la convención. Y solo una pregunta: ¿eran realmente necesarias, en las canciones de danza con que comienza el tomo, las largas y abstrusas –al menos en el piano– introducciones instrumentales?

Entre las melodías las hay de la más íntima belleza, próximas a los villancicos, y también otras extrañas, cuya melancolía tal vez proceda de nuestra extrañeza; y otras más de asombrosa variedad métrica. No hay en el tomo casi ninguna canción que no valga la pena conocer.

1926

Arthur Honegger, Pastorale d’été. Poème symphonique. París. Senart.

En el número de febrero de Musik se habló de la interpretación de la pieza bajo la dirección de Krauss2. El conocimiento de la partitura confirma lo allí dicho. La base armónica e instrumental –la orquesta contrapone a las cuerdas únicamente cuatro instrumentos de viento-madera– recuerda a Debussy. Pero los temas se desempeñan más independientes del sonido cuyo poder formal empieza a palidecer, y las formaciones verticales se construyen más libremente, por más que aún estén orientadas a la teoría de los armónicos superiores de Debussy. A pesar de la extrema precaución puesta, la sublimación retrocede ante un curso musical más ingenuo: sin esta tradición, esto no podría suceder. De aquí procede la melancolía objetiva de la pastoral –no del ánimo–. Con gusto volvería a encontrarme con esta obra.

1926

Arthur Honegger, Horace victorieux. Symphonie mimée pour orchestre. París, Senart.

Escuché el Horace victorieux como pieza de un concierto hace unos años en una velada suiza bajo Scherchen. Entonces fue atrayente la impetuosidad de la obra entre Brun y Klose; pero al mismo tiempo parecía hecha de manera gruesa e insustancial; y en el colorido orquestal, a pesar del tema antiguo, parecida a una locomotora. La denominación de symphonie mimée hace suponer que se trata de música utilitaria; a todas luces un acompañamiento a una pantomima. Que resultaría muy apropiado: disposición clara, abundante en caracteres bien contrastados y eficaz intensificación. La obra no puede aislarse, y no representa al compositor Honegger. Pero puede que no sea accidental el que componga música utilitaria.

1926

Ernst Toch, Drei Klavierstücke [Tres piezas para piano], op. 32; Cuarteto op. 34. Maguncia, B. Schott’s Söhne.

Es como si la historia de la música hubiese experimentado sobre la cabeza del autor para demostrar su poder; con una exclusividad tan pura como sin duda solo le permite estar por encima de la cabeza del autor. Un compositor del nuevo estilo alemán, enteramente de esta clase en la aparente exterioridad y la abundancia extensiva de su estilo, así como en la fácil recepción de lo tradicional, y ciertamente no dado a ofender, con la violencia que genera la exterioridad, la mala interioridad de la música del nuevo estilo alemán –un compositor del nuevo estilo alemán de lo más típico se eleva por su talento sobre la escuela–. Técnicamente, su mano es más abierta de lo que generalmente permite la orquesta de Wagner; recurre también con soltura a las alternativas, y un gusto más versátil lo ayuda a hacer las modificaciones que le convengan. La escuela del nuevo estilo alemán podría muy bien nutrirse, regenerarse un tanto, aunque ya es demasiado tarde, con medios más recientes o procedentes del extranjero. Pero ya es demasiado tarde para ello, y ni con la mejor asistencia lo conseguiría. Los medios no son simplemente medios; allí donde se emplean, hacen avanzar los conocimientos. Desautorizan lo existente, que ante ellos no quiere permanecer. Obligan a Toch a comprender la situación; lo heredado, su posesión segura, ya no vale ante su irradiación. El buen oído necesita seguirlos. A la vista de la decadencia de la totalidad del nuevo estilo alemán, sacrifica la convención, que él domina. Debe plantearse un comienzo. La índole de su música no lo admite. Predispuesto a actuar de mediador en el marco de una tradición en sí problemática, su individualidad carece de la fuerza para, libre de ella misma, trasladar la música a un terreno inseguro. Pero ante la presión de los nuevos medios, no sabe mantenerse firme dentro de sus límites. Toch sacrifica la apariencia de la vieja música en aras de la realidad de la nueva. Pero la nueva se le antoja de una novedad solo aparente: se parece todavía a la antigua. Sus acordes rodean el centro hueco adornándolo como solo pueden hacerlo la modulaciones de tercera y los acordes de cuarta de antes. La sustancia y el refinamiento de los trabajos anteriores de Toch se han disuelto en una engañosa libertad. En las Piezas para piano ni siquiera hay control técnico; Debussy y Schönberg, Stravinski y Hindemith se confundieron en esto; mucho en ellas suena hermoso, demasiado hermoso; una armonía que debe equilibrarse de forma meramente constructiva no tarda en degradarse a estímulo sensible. Mejor es el nivel del Cuarteto; técnicamente extraordinario, incluso en la plástica y en la disposición orgánica. Pero temáticamente no hay ningún núcleo auténtico, como en las Piezas para piano, y el solo organismo es de nuevo estilo alemán. La modernidad es algo directamente aprendido de Hindemith sin que se aprecie nada del impulso original de este. El segundo movimiento sitúa ya al autor entre los epígonos de Hindemith. El todo sustrae del estilo de Hindemith la severidad radical, mitigándola con lo interesante. — Solo que estas son obras de un compositor dotado y subjetivamente franco, y ello oscurece la evidencia de una música rutinaria versada. Que las dotes y la sinceridad no son hoy suficientes, y que, además, la legitimación objetiva de la verdad de la música ha de efectuarse antes de que la música empiece a sonar, lo evidencia en modo negativo, pero ejemplar, la reciente evolución de Toch.

1926

G. Francesco Malipiero, Impressioni dal vero (1910-1911). Prima parte. Réduction pour piano 4 mains. París, Senart.

No es factible juzgar una obra orquestal por un extracto –por muy para cuatro manos que sea–. Sobre todo en el caso de una pieza como estas Impressioni, en la que a todas luces priman los matices de color. Su descendencia de Debussy es inequívoca: manifiesta sobre todo en la refundición del contorno temático en funciones armónicas y, ciertamente, también coloristas. Llama aquí la atención algo que, si se tiene en cuenta la época en que se compuso la obra, es con seguridad una prueba de talento original: la armonía se independiza y radicaliza. El todo es bastante melodioso y contenido en lo anímico, pero en buen nivel. Así ha de exponer las piezas una interpretación. Por lo demás, el extracto se ejecuta bien y tiene su atractivo. Y ello porque esta especie de colorido flotante la inspiró originariamente el sonido de pedal del piano.

1926

Hermann Reutter, Fantasía apocalíptica (Erscheinungen zweier Choräle [Apariciones de dos corales]), op. 7; Variaciones para piano sobre el canto coral «Komm süßer Tod, komm sel’ge Ruh!» de Bach op. 15. Maguncia, B. Schott’s Söhne, 1926.

Reutter tiene talento. Hay en él un impulso contrapuntístico y una especie de torrente musical amorfo cuya apatía eruptiva recuerda los primeros trabajos de Křenek sin que se los imite. Pero de él conozco algo mejor que las dos obras para piano, cuya publicación parece prematura. Se comprende que un músico de tendencia radical no lo tuviera fácil cuando aprendió su oficio en Múnich. Pues las piezas se hallan todavía constreñidas por la relación con la escuela de la que tratan de separarse sin disponer aún completamente de sus medios –fuera de los contrapuntísticos–. Esto se muestra de forma drástica en la postura respecto a los temas corales, que se tratan como cantus firmi en el sentido de la elaboración escolástica del canto coral, pero al mismo tiempo se envuelven en una estructura vocal a menudo completamente libre y se interpretan armónicamente de una manera que contradice abiertamente su carácter inmanente. Los temas permanecen como cuerpos extraños e inasimilables en un organismo que debe regirse por ellos pero se conduce independiente y sin dirección. Apenas se abordan seriamente los problemas de la forma; los desarrollos se desmigajan constantemente, las rupturas se enmascaran mal que bien como contrastes, y no falta el relleno muerto. Tampoco la composición para piano está lograda, no recibe nada del instrumento, a veces es demasiado polifónica, y siempre demasiado espesa. Más grave que estos momentos específicos de inmadurez es la manera de hacer de la necesidad de temática coral una necesidad de inconclusión y de academicismo a la vez, una virtud objetivista. A pesar de lo cual no hay que pasar por alto la singular belleza de un pasaje como el que la Fantasía introduce por primera vez en el coral O Haupt voll Blut und Wunden.

1927

Alexander Jemnitz, Neun Lieder [Nueve lieder], op. 3; fünf Uhland-Lieder [cinco Lieder sobre Uhland], op. 11. Leipzig, Kistner & Siegel.

Como no es posible comentar en una breve reseña la problemática sumamente instructiva, y muy disimulada, de estos lieder, baste una rápida referencia a la misma. Los lieder aspiran a la salvación de la ejecución; de la ejecución que hoy se desmorona ante la verdad; de la ejecución que, sin embargo, aún no ha acabado de desmoronarse, como tampoco la historia ha acabado de destruir toda relación interhumana. Es esencial –parece decir esta música– restituir con la fuerza de la percepción subjetiva no deformada la venerable realidad de la ejecución y erradicar lo que de engañoso hay en ella; así se logrará salvarla. En ella se concentra, con seriedad y competencia, el corazón de la composición; ya los textos, elegidos a propósito por su carácter marcadamente no literario, son los adecuados a este fin: unos son viejos versos de Uhland, y otros, poemas privados de autores modernos de menor categoría, entre cuya incompetencia de pronto se presentan, igual de incompetentes, tercetos de Hofmannsthal sobre la caducidad de las cosas. También las palabras quieren aquí que se las salve, y los medios musicales se resuelven a hacerlo. Su norma alude ante todo a Reger, cuyo tono de rondó se asemeja a lo que se opera en la ejecución; a Reger debe Jemnitz las secuencias arcaicas, la simetría rítmica sobre una armonía dispuesta de forma asimétrica y la inclinación al enmudecimiento abrupto. Pero si esto es para él más serio que en Reger, la experiencia de Schönberg lo alcanza. En lo armónico solo la del primero e intermedio, del que aprende la riqueza de grados, la impetuosidad en la sucesión de los acordes y la tonalidad flotante. Pero la intención de Jemnitz alude más profundamente a Schönberg y a la actitud polémica de su pretensión de verdad al comienzo, pues en cada uno de los lieder se encuentra un elemento: un pasaje único o irregularidad de la factura entera, o una tendencia armónica imprevisible concebida como corrección disgregadora de la ejecución, que mientras es destruida y desintegrada quiere restablecerse con la esperanza de disolverse en la pluralidad de entidades que permanecen y en las que tuvo su primer origen.

Mas aquí reina el romanticismo. Que la ejecución tenga que desbaratarse en la verdad es el conocimiento que aquella música alcanza de que la ejecución se conserva en la desintegración, en el error y el defecto estético suyos. Ella trata de librar a lo natural de la historia, y esto se le convierte en sus manos en protección ideológica de la tradición perdida. Ella trata de disolver la tradición con la verdad, y solo disuelve su propia técnica. Cuando Schönberg atacaba la técnica existente y la contrastaba con el primitivismo, no era este el primitivismo de la ejecución muda, sino que era actual y volvía a engendrar una técnica. Pero Jemnitz la fija de manera abstracta; ataca la técnica con ánimo de reconciliación y en el fragmento: la ataca para conservarla. De ahí que su crítica de la técnica tuviera que conformarse con ser crítica técnica. Pero no puedo extenderme más sobre ella. Solo me proponía llamar la atención sobre un fenómeno cuya extraña singularidad es testimonio de la menesterosidad de la situación objetiva.

1927

György Kósa, Bagatellen (Btraurige und 3 lustige) für Klavier [Bagatelas (3 tristes y 3 alegres) para piano]. Viena, Universal-Edition, 1926.

Las seis piezas para piano son las mismas que, como piezas para orquesta, causaron sensación en el Festival de Praga y luego en Berlín bajo la dirección de Kleiber. Cabría pensar que orquestalmente salen considerablemente más favorecidas que en el piano, cuyo específico carácter sonoro apenas les hace justicia. La invención temática original es también evidente en la versión para piano. Pero las piezas no están del todo desarrolladas, y como miniaturas no están suficientemente concentradas; los temas rebasan las dimensiones, y las piezas acaban. El contrapunto y la armonía son no poco groseros, y por lo general, los acordes y la conducción de las partes son persuasivos al precio de reducirse a cómodas líneas paralelas. Parece que el primitivismo sabio y artístico de Bartók se ha usado aquí de manera diletante como receta. El estilo del maestro, sobre todo el primer estilo, es aquí el modelo transparente; por ejemplo el estilo de las 14 Bagatelas, una de las cuales, «Elle est morte», es imitada sin más bajo el título «Hoffnungslos». Las Bagatelas de Kósa no son de otro tipo. A pesar del carácter fragmentario, y cargando con él, las miniaturas son auténticas; su aspecto descuidado nada tiene de rutina, y con un control más estricto podría Kósa ser perfectamente capaz de escribir una música más sólida.

1927

Franco Alfano, Sonata per pianoforte e violoncello. Viena, Universal-Edition, 1925/1926.

En Italia se tilda a Alfano de romántico, y es efectivamente romántico en el sentido que los latinos dan a este término, connotativo de forma difusa y opacidad racional. Pero el origen de este carácter difuso no es alemán. Tiene dos fuentes: respecto a la melodía y el motivo, lo rapsódico del folclore italiano, y respecto a la armonía, Debussy. Con estos elementos, un talento muy cultivado y escrupuloso, aunque no precisamente dotado de fuerza propulsora, trata de realizar la experiencia de la desustancialización temática que la experiencia auditiva atenta tuvo que hacer, paradójicamente sin poder cumplirla, con su sustancia inaprensible del modo que ella reclama. Alfano no renuncia a la seguridad del recinto académico, pero en el marco de lo preexistente que él admite, descompone todo lo preexistente que, en ese marco, tiene a su alcance. Esto acontece al precio de un atomismo en el trabajo de detalle que en ocasiones resulta algo fatigoso en su prolija exposición. Pero, en general, la sonata se mantiene técnicamente en un nivel aceptable, tiene su propio tono y, en el intermezzo, ofrece una muestra muy particular de impresionismo tardío. Solo que las dimensiones absolutas elegidas para la obra puede que sean demasiado grandes.

1927

Karol Szymanowski, Mazurkas op. 50. Dos cuadernos. Viena, Universal-Edition, 1926.

Chopin, visiblemente aludido, nada tiene que hacer aquí. Pues ya pasó la época de recrear en modo cultivado danzas populares concretas; si el Chopin romántico había perdido el pueblo al que sus estilizaciones citan, hoy se ha perdido ya la cultura privada que llevó a cabo estas estilizaciones, y el romanticismo duplicado ya no puede poseer sustancia alguna. Pero los intentos de dotarlo de una sustancia propia que sea actual mediante una armonía modernizada y pesarlo poniendo en el otro platillo lo antaño popularizado que permanece intacto en el dominio rítmico y formal, solo en apariencia han conseguido algo, pues solo unen fragmentos de estilo y carecen de realidad. Pero, aun así, Szymanowski consigue crear una muy decente música de salón, una música con tanto brío y elasticidad como solo puede esperarse de un polaco, y cuya genuina elegancia acredita con lujosas voces accesorias la escuela alemana. Unos contrastes algo más profundos, sobre todo en la forma, no perjudicarían a las piezas. Pero el que no estén propiamente destinadas al salón, sino que hayan de figurar como música seria, mientras que en el salón tan solo hay espacio para el sub-kitsch, solo demuestra que ya no existen salones, pero que ello no va en contra de la música y en nada puede perjudicarla.

1927

Willem Pijper, Sonatina n.º 2; Sonatina n.º 3. Londres, Oxford University Press.

La idea de Stravinski del concertino de cuarteto –en lugar de una sonata que se desarrolla, la construcción de sus huecos estereotípicos, cuyo material lo forman únicamente las ruinas de la forma desintegrada– parece poco atractiva. Pero ya sea porque su radicalismo no ha quedado aún del todo manifiesto, ya sea porque este tiene su límite en el puro ingenio con que se define, esta idea no se niega a una adaptación que la priva de su aspereza. Las Sonatinas de Pijper, ambas de un único estilo, resumen en un movimiento sonatas que no existen, y desmenuzan temas que no son tales en migajas motívicas. Técnicamente mal fundamentadas, envuelven su carencia de sustancia en gestos de desustancialización y remiten, en verdad con importantes alusiones, a la frase corriente que silencian, y sus sutilezas aforísticas pronto se reducen a agudezas de cabaré. Es asombrosa lo versada y hábil que es aquí la manera de simular el parecido con Stravinski y, en general, de aparentar modernidad sin que uno solo de sus productos guarde alguna correspondencia. Pero son aceptables como fanfarronadas corajudas, y pueden contribuir a evidenciar la apariencia de seriedad revolucionaria de las piezas, técnicamente aseguradas y de factura mucho más opaca, de Stravinski.

1927

Louis Vierne, Solitude. Poème en quatre parties pour piano, op. 44. París, Senart.

La extensa suite, dedicada a la memoria de un hermano caído, se propone ilustrar musicalmente escenas macabras. Nadie le discutirá al autor la necesidad subjetiva de este propósito, pero no por eso dejará de ver que objetivamente no hay necesidad alguna de esta ampulosa música programática de la esfera de Saint-Saëns y César Franck, aunque contenga algunos fermentos de Debussy.

1927

Alexander Tansman, Sonata rustica (Piano solo). Viena, Universal-Edition, 1926.

La sonata, dedicada a Maurice Ravel, es un muy ingenuo producto artesanal cuyo carácter rústico no tiene otro origen último que el pró­ximo veraneo. El sonido del piano y la armonía de tonos concomitantes son los corrientes y están tomados sin mucha selección de Debussy y Ravel; la simple y pacífica politonalidad que en su tiempo usaron los six quiere ser interesante; la «Cantilena» es dix-huitième à la Stravinski, y el todo ligeramente peripuesto a la impassibilité al tiempo que cómodamente melodizado. Todos los medios que ayer fueron serios, se emplean aquí para entretener; no sin un oído bien preparado. La vacuidad de la pieza se hace patente en la métrica, que no sigue a los acordes sensibles, que opera con secuencias banales, u hoy descentramientos igualmente banales ya, y se queda tiesa entre las barras de compás sin que se le permita dejar de oscilar libremente; a este producto artesanal, ya que tan pretencioso resulta, podría pedírsele que al menos fuese cultivado. Por lo demás, la sonata se ejecuta al piano con mano fácil, como si lo hiciera ella sola, y así se tocará.

1927

Piero Coppola, Symphonie en La mineur. París, Senart, 1925.

La pieza, enteramente francesa en el porte, parece válida. Hay ideas en ella, y toda su hechura es plenamente sinfónica. Pero no está bien resuelta. En primer lugar, no la resuelven los modelos; en las figuras de tonos enteros y en los grandes acordes de novena se atiene a Debussy, cuya armonía desarrolla con los six; a ellos debe también la síncopa como principio constitutivo de la forma. Aún más irresuelta es la obra en sí misma. Los contrastes temáticos no están suficientemente marcados en relación con la organización total; el tono de jazz, que se introduce en todas las formas, las desgasta. Algo análogo sucede con la armonía: no es casual que Debussy renunciase una y otra vez a la expansión sinfónica, sabiendo que la técnica específica de selección que constituye la base armónico-constructiva de sus movimientos impide esa expansión. Sin embargo, Coppola utiliza esa armonía como factor estilístico, sin sacar sus consecuencias tectónicas. Del mismo modo que no reduce a motivos sus ampulosos temas, sino que les da libre curso y solo los transforma en motivos acompañantes, tampoco ajusta la extensión de los movimientos a la estrecha base armónica. Las consecuencias son la monotonía de los acordes y la insuficiente plasticidad, y la monótona acumulación de medios que solo tiene explicación en la diferenciación escrupulosa, nivela la cualidad y hace que el tenso nerviosismo adquiera fácilmente un punto de brutalidad. En el último movimiento, que originalmente coloca a modo de introducción al final un tipo de scherzo, estalla luego un curioso Bruckner. La partitura se muestra orquestalmente versada. Pero también aquí se empeña la rudeza del sonido básico –sobre todo el crudo empleo masivo del metal– y la incesante estratificación de planos instrumentales en desmentir la sutileza de los particulares efectos estimulantes. Los valores, más matizados, de la parte lenta son demasiado conocidos. En suma, las objeciones internas a la composición son tantas, que la cuestión crítica decisiva en relación con el estilo tarda en plantearse. Y es la de si el curso sinfónico mismo, que inicialmente seduce en esta obra, no es capciosamente arrastrado hacia lo artesanal por el recurso a la objetividad, muy dudosa en esta esfera, del jazz. Sea como fuere, sería deseable conocer de este autor con talento algo menos pretencioso.

1927

Alexander Jemnitz, Serenade für Violine, Viola und Violoncello [Serenata para violín, viola y violonchelo], op. 24. Viena, Universal-Edition, 1929.

El nombre de la obra parece haberse elegido más por el reparto instrumental que por el carácter. El transparente sonido de trío es como tal asinfónico, y hasta asonático, y apunta a la suite. En interés del sonido se evita lo pretencioso de la denominación de «trío». Pero, a pesar de sus tres movimientos, la música es la propia de un trío. Es plenamente expansiva y es rica en polifonías y frases instrumentales, y también en la disposición formal. Su mejor cualidad es su capacidad melódica: el modo de formar melodías es muy personal; su carácter es específico de Jemnitz en la variable resolución en valores pequeños, y hasta mínimos, de las notas, que incluso como apoyaturas afirman su función melódicamente constitutiva. Los temas suenan por lo general seguros y precisos, y siempre se mantienen en un flujo variable; con ellos se emplea una técnica de variación asimétrica en la que a veces resuena de manera latente y muy espiritualizado el legado folclórico. El primer movimiento es una modificación libre y segura del esquema de sonata en la que falta el epílogo, que es sustituido por el comienzo del desarrollo, al cual sigue una falsa recapitulación en la cual se origina el verdadero gran desarrollo; la recapitulación está sometida a variaciones radicales. El movimiento intermedio es un Lento muy puro y claro, y el Finale una síntesis de rondó y variación del tipo que Jemnitz perseguía desde el Trío con flauta y que por primera vez hizo plena realidad en la tercera Sonata para violín. La pieza es asombrosamente seria en el tono, y a pesar de la continua interpolación de aires de danza adquiere concreción sinfónica. — La obra entera conserva, a pesar de la continua emancipación armónica, una suerte de tonalidad recóndita: está en sol mayor. De todos modos hay que preguntarse si el estilo armónico de la totalidad es compatible con el perfil tonal de muchos temas particulares; y también si el medio utilizado en la imitación secuencial, con el que la música en ocasiones se entreteje, es el apropiado a la relajación de su estructura. Todavía actúa, como elemento conservador, un Reger oculto de quien se desearía ver a Jemnitz totalmente liberado. Pero es difícil hacer abstracción en su música de este singular elemento persistente. Por lo demás, la independencia compositiva y la madurez técnica de la pieza son tan extraordinarias que hemos de desearle la máxima difusión.

1929

Joseph Matthias Hauer, Hölderlin-Lieder II, op. 23. Para barítono y piano. Viena, Universal-Edition, 1929.

La crítica del tomo de lieder de Hauer es una buena ocasión para hacer una observación acerca de la técnica dodecafónica. Se considera hoy comúnmente a Hauer el autor de dicha técnica, y el procedimiento actual de Schönberg se asocia a su nombre como método de composición de Hauer. Sin necesidad de plantear la cuestión de la precedencia, hay que negar en todo caso, con razones objetivas, que esta identificación sea justa. La técnica dodecafónica de Schönberg es la cristalización racional extrema de experiencias técnicas profundas que brotaron en la obra de Schönberg por una necesidad histórica y dialéctica: primeramente la planteó el principio de la riqueza de grados, que él oponía al cromatismo sin cualidad, y que empezó excluyendo la repetición de la misma nota en el bajo para luego hacerlo progresivamente en el resto mientras las notas cromáticas ausentes no apareciesen independizadas como grados; luego surgió de la técnica de la variación empleada por Schönberg, que conforma todo el material con relaciones motívico-temáticas sin permitir una nota libre, pero también sin repetir literalmente lo precedente. Tras la emancipación de la tonalidad, estos principios se han estatuido de tal modo que se imponen al material de la composición antes de comenzar su conformación luego patente; no pueden así calificarse de sucedáneos de la tonalidad, pues su empleo equivale antes bien a una limpieza del material de la composición que lo deja libre de los restos de lo meramente orgánico, solo tras cuya eliminación comienza la composición en libertad. La técnica dodecafónica de Schönberg no constituye en modo alguno una receta para la composición libre de toda historia, puesto que solo la construcción dialéctica de la obra entera legitima la composición. Muy distinto es lo que encontramos en Hauer. Su técnica dodecafónica parte de una situación en la que el poder de la tonalidad se ha extinguido, y esta técnica la utiliza como una invención y como principio compositivo único para sustituir el medio formal de la tonalidad por tal principio libremente establecido. Su técnica es más pobre, tanto que de ella no se derivan todas las relaciones que en Schönberg resultan de la experiencia de la composición, y es más previsible, porque no las lleva a segundo plano como conformaciones previas del material, sino que las oculta intencionadamente; y por lo mismo es más primitiva y endeble; Hauer se abandona al desenvolvimiento de los tropos como un relojero ingenioso a su recién construido perpetuum mobile sin que el pathos de la dinámica histórica regule obligatoriamente ese desenvolvimiento, quedando reducido a un indolente juego privado con ideología cósmica. Solo la abundancia de relaciones concretas que caracteriza a la técnica de Schönberg excluiría toda comparación con ella del feble primitivismo del procedimiento que emplea Hauer –incluso si hubiera una inclinación a poner coto a ese primitivismo haueriano por considerarlo arcaico y mítico, a diferencia de lo que acontece en la música siempre disgregadora y clarificadora de Schönberg, la cual es enemiga mortal de toda mitología inerte–. Los lieder de Hölderlin son un signo más de aquella pobreza diletantista que solo su obstinación podría embaucar al oyente. Su «atonalidad» es inconsecuente y aparente; se limita a mostrar que las figuras no están tonalmente fijadas, pero la construcción de los acordes, y aún más su relación, es de todo punto tonal, y ampliada además con medios del impresionismo, sobre todo con alteraciones en tonos enteros. Los lieder son homófonos, la parte de piano es completamente acordal, y la voz cantante ofrece en cada compás la transcripción melódica del material tonal de sus acordes; o, quizá, el piano dobla en acordes las notas de la melodía cantada. No hay contrastes más fuertes ni en la conformación temática ni en la composición; la dinámica se deja toda al albedrío del intérprete. La declamación transcurre, casi sin pausa, con una monotonía que no se alivia porque obedece al dictado de la intención. Ello deja una impresión de diletantismo pertinaz, de una ingenuidad artificialmente mantenida a fin de que, con el conocimiento de las posibilidades técnicas, no pierda al punto sus sentimientos originales retardados, su ontología provinciana –cuando, a pesar de la receta, no exhibe de forma directa alguna verdadera sustancia que sea algo más que mera candidez reaccionaria–. Los poemas son los originales, y algo de su intención, difícil de determinar, se alcanza a percibir: la tristeza, quizá, con que la conciencia sin patria se hunde en el reino de las imágenes arcaicas sin poder volver a salir de él: hay en los lieder algo del poder de las cavernas de tiempos remotos, que puede valer como prueba de la verdad de que el afecto que allí se aventura, no se comunica sin esperanza ni fe en la naturaleza, sino dividido y vencido. Y aventurarse musicalmente en ese estrato hölderliniano, algo que siempre ocurrirá esporádicamente, podría terminar justificando el diletantismo del comienzo más que todos los tropos: justificarlo como comienzo. Esto se observa sobre todo en el primer lied, que parece visto y, sin embargo, está acertado en toda su tosquedad técnica: con las palabras «En el cielo del anochecer florece una primavera», una simple sucesión de acordes descendentes de séptima y de sexta produce un efecto de una fuerza sencillamente inconcebible. También la conclusión del lied lo confirma de forma muy notable. Se advertirá que la pretensión objetiva de los lieder no tiene legitimidad para haber desvanecido el sagrado despuntar de su actitud como si fuese un sueño; pero tanto más dispuesta se halla a abandonarse a la excitación que, a pesar de todo, ocasionan –aunque solo fuera por la distancia insular a que se hallan de toda la música que hoy se hace; de forma que sus contornos se desdibujan como para la mirada que desde la isla abandonada mide la tierra firme para poseerla mejor.

1929

Ernst Toch, Neun Lieder [Nueve Lieder], op. 41. Maguncia, B. Schotts Söhne, 1928.

Los lieder muestran la misma experimentada soltura en el carácter que el trabajo instrumental de Toch; aunque un tanto menguada por la parte del piano, que ni está concebida como mero acompañamiento en segundo plano, ni se centra de modo específico en el instrumento, sino que toda ella es producto de una representación sonora propia de los instrumentos de viento o de cuerda, a la que el piano parece transportado: hasta el punto de que la deficiencia instrumental deja claro que el modelo es aquella línea camerística de Hindemith, a la que Toch aspira con cierta cautela. Fuera de esto, los lieder son eficaces y seguros en su factura, unos en afortunada posesión de un tipo de nueva objetividad lo bastante conciliador como para subrayar la expresividad de sus principales momentos, y otros curiosamente vueltos hacia los textos; y el conjunto airoso en los pasajes de gracia e ingenio y amable en los serios, mediando en­tre la demanda del público y las exigencias internas de la composición: con nuevos medios se consiguen efectos acostumbrados, y quienes los escuchen podrán alegrarse de que aún hoy sean posibles e incluso modernos. Pero si alguna objeción central hay que poner a estos lieder, no es la de que degradan las dotes indudables, evidentes, de Toch, sino la que señala de modo crítico la obligación que esas dotes imponen. Pues entre la costumbre del público y las exigencias internas de la composición no cabe mediar de forma tan virtuosa como intenta Toch. La densa superficie de la composición aparece quebradiza en un examen más detenido: quebradiza porque los nuevos medios buscan efectos antiguos, haciéndose sin cesar violencia a sí mismos. Es necesario consignarlo. Hay una carencia de figuras melódicas plásticas y contrastantes. Una carencia que es producto de la voluntad de hacer que los lieder resulten comprensibles a base de salvaguardar una estructura externa cerrada, rítmicamente cerrada incluso, que no puede conservarse en la libertad tonal; así ocurre, por ejemplo, que el primer lied fluye en una sucesión ininterrumpida de corcheas en el piano, a la que la voz añade un contrapunto que se desarrolla principalmente en negras y carece del menor perfil rítmico, sin que se consiga, con la composición, por ejemplo, organización alguna. De ese modo, el primitivismo de la factura no hace más que subrayar el aspecto adinámico de la artesanía rilkeana, en lugar de prestarle forma dialéctica; lo hace desde la ideología de esa nueva objetividad, que se contenta con unas pocas líneas de movimiento sin dirección por parte del viento y da al sentimiento lo suyo con unas pocas quintas yacentes. En la problemática técnica de los lieder cuenta además la manera en que se ha evitado que se perciba con claridad el desarrollo armónico; en su lugar simplemente se deslizan con frecuencia de modo cromático complejos armónicos, cuando el cromatismo contradice tanto la ambición espiritual de los lieder como la complejidad de los propios acordes; el cromatismo, que lleva a los lieder esas tensiones de nota sensible que estos preferirían evitar. Además, en la composición falta un control más estricto: en el primer lied, por ejemplo, la segunda entrada de la voz comienza en octavas junto con la parte superior del piano, pero enseguida se abandona el paralelismo sin sacar de él consecuencia alguna: este tendría que haberse evitado. Cuando aparecen motivos más significativos, se prescinde completamente del ritmo del verso, que no es constituido intramusicalmente, ni tampoco se atiene al ritmo efectivo de la palabra, sino simplemente a su esquema, que queda bien claro, pero resulta monótono: un ejemplo es el segundo lied, cuya pobreza de figuras se oculta con el ritmo estereotipado del verso y se lo pone muy fácil armónicamente con el enlace de los acordes de cuarta yuxtapuestos. El tercer lied tiene encanto sonoro, pero todo él está concebido para orquesta de cámara, y habría que reinstrumentarlo, y de nuevo se resiente del cromatismo; además se produce en él una ruptura de la forma con la introducción de la parte intermedia. También el cuarto lied es pobre en figuras de la voz principal, aunque el acompañamiento trata de disolverse conforme al modelo del final de La canción de la Tierra. Un pasaje en fa sostenido mayor que suena bello y puro contradice la marcha armónica del resto, y aparece inocentemente como una concesión. En el quinto lied se extraen interesantes consecuencias constructivas de una síncopa de acompañamiento introducida de un modo discreto; solo la objetividad de la frase elegida resulta musicalmente amanerada y artesanal. La mera agilidad de una «Breve historia» confía en sus semicorcheas; «Qué piensas ahora» se queda, en cuanto a la composición, en el ámbito del cuarto lied sin enriquecerlo. La «Casita junto al tren», con el efecto fácil del ferrocarril, con la patente menesterosidad armónica –sobre todo en la tercera parte– seguramente no pasaría una revisión crítica. El último lied, «El asno», quizá sea el mejor; una canción a la que la sencillo ritmo de los versos, el acompañamiento en ostinato y la conclusión en unísono le quedan bien porque los medios anticuados-modernistas hacen caricatura de sí mismos; mas, por lo mismo, un compositor tan consciente como Toch no la tomaría en serio. La capacidad de ver y construir un lied como un todo compositivo, obliga a una conformación más clara de los detalles; y fácilmente podría ocurrir que por encima de esa conformación la forma clara y reluciente previamente concebida se descomponga. Sería de desear para Toch y la música que el brillante virtuosismo de Toch no prescindiera de la seriedad dialéctica. — En interés de su adecuación a la actualidad sería muy recomendable una instrumentación de los mejores lieder del opus para conjunto de cámara. El sonido del piano subraya carencias que la abundancia colorista en ocasiones puede hacernos olvidar.

1929

Joseph Matthias Hauer, Hölderlin-Lieder III, op. 32, und IV, op. 40. Para barítono y piano. Viena, Universal-Edition, 1929.

La crítica del cuaderno lieder de Hauer en el número de agosto de Musik3 es también aplicable en lo esencial a la nueva publicación: el estilo de Hauer se sustrae claramente a toda dialéctica historica, y en cada una de las obras se evita radicalmente cualquier evolución que pueda conducir de una a otra. Puede que los medios utilizados para formar tropos y el mecanismo dodecafónico se dominen aquí con más soltura que antes; puede también que la viva inspiración haya ido apagándose. La posición no ha cambiado en lo esencial. En el op. 32, el primitivismo está más extendido si cabe que antes, con un curioso efecto cuando, por ejemplo, los compases de corcheas del canto «A una rosa» crean un, por así decirlo, álbum de recuerdos constructivista, o cuando en el «Canto del alemán», el sentimiento nacional requiere una tríada tras otra para una manifestación digna. Los lieder del op. 40 son más exigentes, y muestran una manera de componer algo más rica. «Himmlische Liebe, zärtliche», uno de los poemas más intensos de la fase de locura, musicado con el título –quizá no auténtico– de «Tränen», rehúye completamente la música de Hauer; y el poema de Diotima «Du schweigst und duldest» opone al obstinado movimiento de corcheas una bella resistencia. Además, los pasajes imitadores no son los típicos, sino siempre caprichosos, de modo que el efecto canónico que se pretende no consigue establecerse.

1929

Zoltán Kodály, Drei Gesänge op. 14 (Voz y piano). Viena, Universal-Edition, 1929.

Las melodías de los lieder son originales de Kodály; en cualquier caso falta una nota que indique que son de origen popular. Sin embargo son folcloristas en un sentido más estricto que el de los revestimientos de patrimonio musical europeo con sus característicos jirones de trajes nacionales gastados. Conservan entero, sobre todo en la voz, el traje nacional húngaro, y con cuidados de museo, lo cual reconstruye su realidad tan poco como su uso fragmentario; hasta cabe suponer que la impotencia de la música nacional se hace tanto más patente cuanto más fielmente se representa, cuanto mayor es su pretensión de realidad, al tiempo que sus ruinas, transformado hace tiempo su sentido, todavía pueden presentar por mucho tiempo la auténtica música europea en forma de motivos que la concretan. Las melodías de los lieder de Kodály no pueden distinguirse de las canciones populares húngaras. El oído habituado del recopilador se ha apoderado de tal producción; ya no se imitan algunas síncopas ni se refuerzan las progresiones armónicas con intervalos de segunda aumentada: el carácter de la melodía se parece al de las verdaderas canciones populares hasta en los detalles más recónditos –en la medida y el ritmo, en los intervalos, incluso en la armonía implícita, en la medida en que el carácter monódico de las melodías prescribe en general su interpretación armónica–. El que las armonías que la parte del piano aporta sean las del impresionismo francés, no es tan accidental como pudiera parecer, es decir, no es un producto de la situación de un músico que se formó en la escuela francesa y cuya sustancia proviene de Hungría; el carácter monódico de los lieder, que no conoce verdaderamente el desarrollo armónico, o al menos el curso funcional del bajo, exige acordes igualmente privados del desarrollo armónico en coordinación sucesiva de grados mutuamente condicionados. Este modo es –como Westphal puso por vez primera de relieve de un modo convincente– es el del impresionismo francés. Las «armonías subyacentes» de Debussy, cuya estratificación paralela rompe el libre curso del mélos al contrastarlo con los acordes y, al mismo tiempo, evidenciar su accidentalidad armónica; estas armonías subyacentes las utiliza Kodály acompañadas arbitrariamente de un mélos heterónomo. Kodály aplica el atractivo arcaizante del proceder de Debussy a un material arcaico. Que, a pesar de este proceder de Kodály, la apariencia preparada de arte popular se mantenga, y que el juego estetizante con esos elementos del pasado resulte hoy en verdad más aceptable que su orientación al sabor de la tierra, evidencia que el estilo, que hizo la elección más inteligente, no puede ni podrá ser intratécnicamente dominado: si se lo manejara de manera consecuente, las melodías inicialmente seguras se desintegrarían en mínimas partículas. Un vistazo a los lieder arcaizantes más próximos de Debussy, como las Trois ballades de François Villon, basta para poner al descubierto, por mero contraste, los defectos de Kodály. Su pobreza armónica degenera en estática indigencia; las armonías que se tocan ligeramente unas con otras de formas dispares se le caen en pedazos por carecer de apoyo constructivo; las formas rapsódicas, en Debussy controladas con sumo tino, se quedan en formas laxas de momentos líricos cuyo espressivo patriótico quiere disimular el vacío compositivo. La parte del piano es, para un autor que tan explícitamente subraya en la técnica su afinidad con Francia, curiosamente inarticulada y compacta: como si a las tríadas paralelas de Debussy les faltaran las articulaciones. Más parece un esbozo orquestal primitivo que no hubiera atendido al sonido específico del instrumento. — Los lieder son, desde luego, superiores en maestría y nivel al folclorismo tradicional. Mas por asemejarse, peligrosamente en ocasiones, a lo auténtico, hay que llamarlos por su nombre: arte fascista. Kodály ha sido declarado el compositor nacional húngaro, y amenaza ya con aventajar en reconocimiento público a un maestro de la capacidad productiva de Bartók. Por eso es preciso no ceder dócilmente a los efectos de su música cuando se trate de meros efectos.

1930

Eugen d’Albert, Blues für Klavier [Blues para piano]. Berlín, Edition Kaleidoskop.

Ni con la mejor voluntad puede decirse que el blues es como el jazz. La rítmica, con sus muy modestos falsos compases es demasiado primitiva; la atmósfera verista-erótica de la armonía no es apta para la impertinente síncopa. La abundancia de ocurrencias puede soportarse, y la parte del piano no ofrece sensaciones. A pesar de lo cual puede entenderse que la pieza, seguramente un trabajo circunstancial, en manos de D’Albert, todavía el mayor de los pianistas, cobre en la melodía de trío, por ejemplo, una vida que las notas no pueden infundir.

1931

Joseph Haas, Schelmenlieder, für eine Singstimme oder Kinderchor und Klavier, op. 71[Canciones picarescas para voz o coro infantil y piano]; Zum Lob der Musik. Kantate für Jugendchor mit Streichorchester und Orgel, op. 81, Nr. 1 [Elogio de la música. Cantata para coro juvenil con orquesta de cuerda y órgano]. Maguncia, B. Schotts Söhne, 1930.

La relación de la generación anterior con los nuevos medios de composición parece estar sujeta a una peculiar dialéctica. Cuando trata de apoderarse directamente de los nuevos medios y amalgamar con ellos su propia sustancia, el resultado es la mayoría de las veces discorde: los nuevos medios obran como malos ornamentos sobre la antigua sustancia. Pero si permanece en el marco de lo que le es propio y familiar y sigue siendo lo bastante fiel a ello, a menudo pasa por encima de la generación y sin pretenderlo, por la pura lógica de su hacer, cobra afinidad con las aspiraciones de la más joven. El ejemplo máximo de esta dialéctica lo ofrece Janáček. Pero esta dialéctica se muestra también gentilmente en la obra más reciente de Joseph Haas. En ella se da continuidad a la experiencia de Reger en un espacio limitado y sin muchas vistas a la situación total, ensayándola en un material enteramente diatónico, en cierto modo prerregeriano. Pero al permanecer firme y modestamente las «canciones picarescas» en este espacio desaparece lo ornamental, lo discrecional, el falso barroquismo del estilo de Reger, su cromatismo sin objeto y constructivamente desligado, pero lo que a cambio aparece no es, por habituado al cromatismo, nada banal y lo bastante sabio como para que pueda confundirse con el mal diatonismo del «tono del pueblo» de la preguerra. Sin duda no hay que ignorar el peligro de la placidez provinciana propia del género ni la ingenuidad cultivada. Pero justamente aquí decide el matiz. Si no me equivoco, en las canciones hay una sustancia auténtica del sur alemán, en modo alguno acentuada, pero bien cierta; se puede encontrar humor en ella, igual que en una taberna del sur de Alemania aún se puede degustar el vino sin asustarse de los vidrios redondos ni de la hija de rubios ricitos, que no echarán a perder el vino, porque su aspecto todavía se compadece, sabe Dios cómo, con el sabor real del vino. Hay en las canciones algo que cabría llamar la buena pequeña burguesía. A veces también en los divertidos disparates de los poemas: «La vieja y buena vaca del establo voló a un árbol. Abrió y cerró las orejas, y parece que fue un sueño». Parece que el dadaísmo haya anidado en el banco de flores junto a la ventana; y que allí tuviera que meterse para legitimarse. — No me gusta tanto la pequeña cantata, con su tono clasicista a lo Händel, del que no me fío del todo. Pero tampoco ella es pretenciosa, está bien compuesta y quedará bien en fiestas. Solo que no hay que buscar en ella ninguna «música de comunidad».

1931

Otto Manasse, Introduktion, Variationen und Fuge über den Choral «Jerusalem, du hochgebaute Stadt», für großes Orchester und Orgel (ad. lib.) [Introducción, variaciones y fuga sobre la coral «Jerusalem, du hochgebaute Stadt», para gran orquesta y órgano (ad. lib.)]. Berlín, Ries & Erler, 1930.

No son propiamente variaciones en el sentido hoy corriente, sino una especie de trabajos corales extensos: solo que el cantus firmus no forma siempre las distintas secciones con fermata del coral, sino el coral entero, en el que encontramos contrapuntos cambiantes. La pieza es de porte académico, de un nuevo estilo alemán comedido; levemente coloreada con el cromatismo de Reger y, en el recubrimiento figural del cantus firmus, próxima a los segundos temas de Bruckner. El contrapunto es impecable, y la fuga como la mayoría de su tipo, más externamente expansiva que constructivamente desarrollada. El todo no parece ciertamente muy original e inspirado. Pero no puedo dejar de decir que esta música, que llena honrosamente su limitado círculo, me es más simpática que otra igual de académica que se avergüence de los medios antiguos o no sepa emplearlos correctamente y recurra a medios nuevos que no le corresponden.

1931

Alexander Jemnitz, Tanzsonate op. 23. (Piano solo). Segunda edición, Viena, Universal-Edition, 1930.

La segunda edición se diferencia de la original en que el primer movimiento se ha sustituido por otro nuevo. La sonata, por así decirlo, cita –según una comunicación del autor– los arquetipos esenciales de la danza, en vez de ofrecer muestras empíricas de ella: danza sacra, danza guerrera, danza erótica, danza grotesca; tales son los tipos presentados. La primera danza, la sacra, de una música particularmente bella por lo demás, se compuso con una peculiar técnica de siete notas: solo se empleó la escala diatónica de re mayor exenta de cualquier desviación; pero las siete notas no tenían en consideración la consonancia y la disonancia, ni la cadencia y la tonalidad, armónica y melódicamente combinadas. Sin embargo, el curioso producto se salía un poco de la continuidad de las demás partes, de factura muy cromática. De ahí que Jemnitz, que desde entonces ha estado trabajando en la técnica de las siete notas (se ha publicado aparte una «sonata» de un movimiento), lo editara y sustituyera por una rápida parte en compás de cinco por ocho que se ajusta perfectamente al estilo arriesgado, perfilado e invariable del todo. Aunque la obra quizá se quede por detrás de los mejores trabajos instrumentales de Jemnitz –el Dúo para viola y violonchelo y la Tercera sonata para violín y piano– en energía formativa, y en ocasiones se ensimisma y luego, en el final, aspira a una exposición temática demasiado directa –relativamente a los medios empleados–, ofrece una buena vista del estimulante paisaje compositivo de Jemnitz. La constelación que aquí forman Reger, Schönberg y el folclore húngaro tiene un brillo desigual; máscaras primitivas allí fijas, pero máscaras huecas, miran al oyente con ojos vacíos; miedo arcaico, expresión libre y fantasmas académicos se mezclan en una figura enigmática. Técnicamente, el estilo actual de Jemnitz se caracteriza por el melodismo presente aun en las más mínimas partículas. El tercer movimiento es, a mi parecer, el más resuelto. — Las dificultades que pone el piano son enormes. A pesar de la tendencia, bien perceptible, a la simplificación y del preciso conocimiento del instrumento, la destreza que muchas posiciones requieren es extrema: son posiciones que limitan con lo pianísticamente posible. Particularmente exigente es la conjunción de ambas manos. Pero esto puede ser un acicate para los pianistas.

1931

Eugene Goossens, Concertino für Streichoktett oder Streichorchester [Concertino para octeto de cuerda u orquesta de cuerda]. Londres, J. & W. Chester, 1930.

La pieza es un paradigma de aquel neoclasicismo que Stravinski formuló, de manera originalmente amenazante, extraña e inhumana, en respuesta dialéctica al romanticismo tardío; el que luego los diádocos no tardaron en convertir en producto consumible a base de atenuaciones y concesiones de todo tipo –melódicas ante todo–, y que hoy domina los festivales musicales. El viejo modelo es en esta ocasión, y como es natural, Händel, y de los contemporáneos, las divinidades locales aquí pertinentes son Hindemith con el estilo, más primitivo, de sus primeros conciertos de cámara, y acaso también Casella con su concierto-cuarteto. No falta ni uno solo de los rasgos típicos del neoclasicismo: encontramos aquí la armonía y la dinámica en terrazas; un motivo principal claro e incansablemente repetido; polifonía anodina, concebida en rigor, en realidad, para dos voces, pero rellenada con mixturas; el tono es sereno, como es debido; la figura subsidiaria, técnicamente elaborada conforme al modelo de la primera figura, ofrece también, como en todas las piezas neoclásicas de menor rango, algo a la subjetividad sedienta para que no se aburra demasiado. Armónicamente, la pieza se encuentra entre el diatonismo disonante de Stravinski y una tímida politonalidad que tiene mucha prisa en resolverse. También se preocupa de que haya un poco de folclore. El todo está hecho con oficio y, estrenado de la manera inevitablemente pomposa, puede producir el mismo efecto que otros trabajos de su clase; en conocimiento del sonido de las cuerdas puede que esta pieza sea superior a muchas otras similares. Pero como ni existe una comunidad cuya objetividad esté en consonancia con la orientación de la pieza, ni la subjetividad emociona, ni ambas cosas se entrelazan en la profundidad del planteamiento técnico, no se ve el derecho de la obra a existir.

1931

Franz Schubert, Klaviersonaten [Sonatas para piano]: mi bemol op. 122, si mayor op. 147, la menor op. 164, do mayor (inacabada, con adiciones). Edición de Walter Rehberg. Leipzig, Steingräber, 1930.

De las cuatro sonatas que tengo ante mí, la más importante es la gran sonata inacaba del año 1825, esto es, de la época más madura, que hasta ahora no figuraba en las ediciones corrientes y hoy es ya accesible a todos. La obra entera tiene, aun prescindiendo de las partes que faltan, carácter de esbozo, pero se acredita como proyecto de alto bordo. El primer movimiento recuerda por la amplitud de su concepción, y también en algunos detalles de las composición, a la gran Sonata en la menor op. 42, y el movimiento lento, al del Cuarteto en sol mayor; el Scherzo y el Trío son magistrales. El fragmento, muy superior en profundidad de perspectiva a las sonatas acabadas anteriores a la Op. 42; a menudo se encuentra ya en el paisaje fúnebre de la póstuma en si bemol mayor, y reclama la fama que durante tanto tiempo se le ha retenido. Las adiciones de Rehberg, especialmente en el Scherzo, son excelentes. Solo que la modulación de la coda del final me parece un tanto expeditiva y estereotipada; por otro lado, la constante vuelta a do mayor produce aquí cierto desgaste de la tonalidad que priva al final de su fuerza conclusiva. Las demás sonatas son conocidas. — No es este el lugar para entrar en discusiones acerca de la interpretación de las sonatas para piano de Schubert. Esta plantea especiales dificultades debido al carácter de esbozo de muchas de ellas. La cuestión fundamental de la interpretación la constituye la relación entre lo particular y el todo. Rehberg opta en todo momento por el detalle (cfr. Op. 16, p. 8, nota). Su edición lleva muy lejos la libertad agógica en la exposición de las partes.

1931

Paul Hindemith, Konzertmusik für Solobratsche und größeres Kammerorchester [Música concertante para viola solista y orquesta de cámara ampliada] (1930). Maguncia, B. Schott’s Söhne, 1930.

Las nuevas «músicas concertantes» de Hindemith no suponen, como se ha afirmado, un giro novedoso y radical en la producción de Hindemith: siguen estando completamente dentro de la órbita del Opus 36 y del Concierto para viola d’Amore, por ejemplo. Tratan de ocupar esa órbita con algo diferente sin dejar de seguir su trayectoria. La posición neoclásica se conserva, pero es sometida a una crítica de la técnica compositiva que la diferencia al máximo y desactiva el poder del esquema establecido. Es cierto que los movimientos se desarrollan aún limpiamente. Pero ya no lo hacen en secuencias, como en las primeras obras; tampoco de un modo fugado, mediante la distribución de entradas temáticas en distintas voces, sino que su fuerza motriz, aunque evite siempre la efectiva disolución de los motivos, dispone de otro medio para conjurar la exigencia de repetición: la variante. Los complejos temáticos se conservan, pero son considerablemente modificados. Y lo son conforme a los requerimientos de ejecución del instrumento, al que en todo momento se encomiendan. De ese modo, el arte instrumental de Hindemith se torna por vez primera fecundo para la construcción, en lugar de colocarse libremente, según la forma corriente de ejecutar un concierto, por encima de la construcción compositiva. La nueva técnica de la variante aligera al mismo tiempo el contrapunto; excluye las imitaciones demasiado evidentes y crea cierta riqueza de figuras rítmicas que es verdad que nunca llegan a adquirir independencia contrastante, ni están claramente perfiladas en sí mismas, ni descomponen el curso, pero enriquecen de tal manera la mecánica del juego de movimientos, que se diría que se ha terminado con la mecánica. Luego parece redescubrirse la dimensión armónica. Las líneas se avienen mejor que antes con los acordes, dispuestos con máxima eficacia. Sin embargo, el redescubrimiento de la armonía frente a la supremacía de las fugaces voces resulta un tanto reaccionario precisamente desde el punto de vista armónico: es una armonía de tríadas a la que las voces prestan su apoyo, no una armonía que se muestre libre; simplemente no queda mal en el desarrollo diatónico de los temas. También en la forma parece estar la pieza apreciablemente controlada. Por lo demás, el abandono del principio del final, el recurso a la antigua suite con una Intrada, un Andante y tres breves partes finales es algo ya observado. Más importante me parece que precisamente en las partes finales se haya abandonado el tono clasicista concertante e incluido el estilo de intermezzo del primer Hindemith. No sin riesgo, aunque ni mucho menos de un modo temerario: el vacío clasicista se llena con una suerte de música de género de la que no se sabe si avanza o, después de los rodeos arquitectónicos, vuelve a una comodidad musical que no estaba en la intención del Hindemith de la Primera música de cámara. Todo esto solo se puede averiguar mediante preguntas y respuestas después de conocer bien la partitura; el efecto inmediato de la pieza se queda enteramente en el marco del acostumbrado estilo concertístico de Hindemith. A pesar de lo cual, a pesar de lo dudosas que son también las modificaciones en su manera de proceder, la capa de hielo cruje por vez primera desde hace mucho tiempo. Técnicamente ya no es posible sobrepujar la maestría en el dominio de ese estilo concertístico. Ha ido ya demasiado lejos como para que sea posible, si no deshacer el manto del estilo, sí abandonarlo de forma tranquila e imperceptible. Nada sería más deseable para Hindemith y la nueva música. En su música concertante para piano, metal y arpas, Hindemith no ha hecho sino dejar que la música para la viola tome un rumbo propio.

1932

J. S. Bach, Präludium und Fuge in G-Dur [Preludio y fuga en sol mayor]. Adaptado a dos pianos (cuatro manos) por Otto Singer. Leipzig, Steingräber, 1930.

En principio poco cabe objetar a las adaptaciones al piano de obras para órgano, habida cuenta de que la situación del propio órgano es problemática. La riqueza de feria de los nuevos instrumentos no es apta para Bach; la pobreza de los antiguos solo da un esquema de la magnitud de la composición. Adaptaciones al piano como la de Singer al menos permiten exponer el texto con independencia del órgano. En estos arreglos apenas se puede evitar alguna profusión de octavas duplicadas; en el piano no la hay, pues al piano –y aún más si son dos– le falta en el acoplamiento la precisión capaz de fusionar efectivamente las octavas; y estas producen ruido. Y, por otra parte, la noción del sonido del órgano no puede separarse de las octavas. Pero en la actualidad, la idea de este sonido tendría que realizarse en otro lugar: en la orquesta.

1932

C. Ph. Em. Bach, Sonaten in C-Dur und D-Dur für Gambe und unbezifferten Baß. Bearbeitung für Violoncell und Klavier von Paul Klengel [Sonatas en do mayor y re mayor para gamba y bajo no cifrado. Arreglo para violonchelo y piano de P. K.] (Kammersonaten Nr. 6 und 7.) Leipzig, Breitkopf & Härtel, 1930.

La colección de Breitkopf, que prescinde de todo aparato científico, no está pensada para historiadores, sino para músicos prácticos, y verdaderamente abre la música cualificada del pasado a los usos actuales. Así no hay que preguntarse por la función histórica, sino únicamente por la categoría de las composiciones. Que en estos dos casos es tan inferior que la exhumación casi no merece la pena. La invención melódica es pobre y convencional, y su aliento notablemente corto; la línea se compone de frases breves siempre dispuestas a la cadencia sin que la sucesión de los primitivos episodios particulares suponga una forma en algún grado exigente. Poco puede encontrarse del nuevo y original espíritu de la sonata; pero tampoco de la gracia rococó que ha dado fama a Philipp Emanuel y que nosotros acaso, con exceso de romanticismo, hayamos construido retrospectivamente a partir de Mozart. Bellos detalles, como la idea final en el Airoso de la Sonata en re mayor, y curiosidades como un pasaje transversal en el final de la otra sonata, alegran la deleitable vista histórica, pero no consiguen transformar en lo esencial la imagen acústica del todo. El arreglo es tan discreto como hoy se exige a las interpretaciones de piezas acompañadas que conservan la práctica del bajo continuo. Con todo, podría imaginarme que, para hacer que las sonatas resulten en algún grado amenas, la parte del piano recibiera antaño un tratamiento más rico del que un arreglista moderno se atrevería a hacer después de las controversias de los últimos años sobre los estilos. El hecho de que en el original falte el cifrado del bajo, permitiría al menos la interpretación de que Philipp Emanuel Bach quiso aquí dejar alguna libertad a la improvisación –a no ser que la ejecución armónica esté aquí sobreentendida–. Pero no plantea verdaderos problemas.

1932

Erich Wolfgang Korngold, Drei Lieder für Sopran und Klavier, op. 22 [Tres lieder para soprano y piano]; Suite für 2 Violinen, Violoncell und Klavier (linke Hand) op. 23 [Suite para 2 violines, violonchelo y piano (mano izquierda)]. Maguncia, B. Schott’s Söhne, 1930.

Poco a poco se van conociendo las síntesis. Estas sintetizan por lo general lo incompatible, y del choque entre lo que no admite conciliación resulta una apariencia de originalidad; en su feble ampulosidad huyen de la dura consecuencia técnica y de toda exigencia unívoca. Korngold lleva estas artes sintéticas al extremo, y las pone completamente al descubierto. Si, en el primero de sus lieder, las melodizaciones insaciables, transicionales, de Mahler se alían con un Puccini rubato y, finalmente, el mismísimo Lehár; si aquí el «Si me amas por la belleza» mahleriano está dispuesto para el uso del señor Richard Tauber, lo más que hace es reconciliarse con el élan del radiante y audaz kitsch de salón; este lied supone una seria competencia para «Tuyo es todo mi corazón»: un cuplé de altos vuelos. Pero en el segundo apuntan también las pretensiones; de Mahler toma la modulación del estilo tardío, que a través de progresiones engañosas extiende una tríada en otra, y la pasión se apacigua en un poema que comienza con un insuperable «Encontrar contigo serenamente el silencio en la oscuridad, con el alma reclinada en el seno de los sueños –es escuchar melodías eternas», pero ahí se acaba la jovialidad. El sentimiento que más decentemente responde a los lieder, incluido el intimista último, es el de vergüenza: vergüenza para el compositor, que a pesar de poseer unas dotes aun aquí perceptibles, no haya hecho tales cosas, por ejemplo, con fines caricaturescos para diversión de los amigos, sino que las escribiera en serio y las hiciera imprimir. — La Suite, compuesta para el manco Paul Wittgenstein, quiere ser digamos que moderna en la manera en que en muchas partes todavía se entiende por tal; para ello agrega arbitrariamente a una armonía primitiva, pobre en grados, unas cuantas notas falsas que no reportan ningún gozo. A un ampuloso preludio sigue una pretendida fuga cuyo tema, arbitrariamente alargado, queda tan lejos de todo auténtico espíritu polifónico como su utilización. Sigue el inevitable vals salpicado de disonancias, y a continuación un capricho de una pobreza temática extrema, que recibe sus impulsos fundamentalmente de la escala cromática; luego se introduce, conforme al modelo mahleriano, el primer lied del Op. 22 –el cuplé– como parte instrumental; un inocente y, por ende, soportable rondó final pone la conclusión. Tal es la incursión de Korngold en la nueva música. Lehár es mejor. Si Korngold no reconoce de modo radical todas las componendas de esta fachada musical y vuelve a las andadas, será un caso perdido para la música que hoy tiene derecho a existir. Que esto no tenga que ser así, lo demuestra la seguridad virtuosista de su idea del sonido y el tratamiento instrumental –el piano para mano izquierda–; también un impulso que acaso alguna vez Korngold consiga llevar más allá del juste milieu musical –tanto como aquí se arrastra por debajo de él.

1932

Otto Siegl, Kleine Unterhaltungsmusik für Streichorchester und Klavier [Breve divertimento para orquesta de cuerda y piano], op. 69; Festliche Ouvertüre für Orchester [Obertura Solemne para Orquesta] op. 61. Colonia, P.I. Tonger, 1930.

En el prólogo al Breve divertimento se lee: «Por eso procuré también crear una forma clara y sencilla, evité los experimentos modernistas y el efecto exterior y me abstuve de la polifonía sin reglas, tan desenfrenada en nuestra época (de cuyos abusos no siempre puede disculpar la expresión «linealidad»), pero hice frecuente uso de un contrapunto transparente y mesurado». Esto quiere anticipar la crítica y ahorrarle el trabajo al recensor. Pero el veredicto de fariseísmo contra la polifonía de los demás es tan poco acertado como convincente la complaciente aprobación del trabajo del propio autor. Se trata de una música de aficionados según el modelo de Hindemith –justamente de uno de esos lineales a los que reprende–. Solo que precisamente en Siegl la linealidad, la libertad armónica en la conducción de las voces, es dudosa. Melodías tonales muy simples son conducidas una contra otra de forma armónicamente aleatoria; solo que no se permiten mucha libertad; aun siendo tan rápidas, se unen en virtuosas tríadas, o bien una sucesión de octavas pone fin a todas las dificultades. Nada es concluyente; a la falsa modernidad de un partido se responde con el atraso del otro. También en el tono oscilan las piezas entre la displicencia de Hindemith y un romanticismo del todo anodino. No se dirá que la música del Divertimento es de difícil ejecución. — La obertura también tiene su prólogo; esta es «totalmente aproblemática», y puede describirse, en opinión de Siegel, como sigue: «Gozosas figuras de viento-madera envuelven las armonías del viento-metal hasta que la orquesta entera empieza a entonar una melodía convexa. La parte intermedia, formada a partir de un tema severo de cuatro compases, se inicia en forma fugada. Pequeños episodios líricos interrumpen el curso del desarrollo, que aspira en permanente ascensión a un punto culminante. Una vez alcanzado este, la música vuelve de nuevo a la temática del comienzo, reúne llamadas de la trompa y cantos melódicos en un potente sonido y concluye en un solemne do mayor». — No sabría añadir nada más a esta autocrítica del autor. O solo esto: la encuentro un tanto fuerte.

1932

W. A. Mozart, Klavierkonzert F-Dur [Concierto para piano en fa mayor], KV 37; Klavierkonzert D-Dur [Concierto para piano en re mayor], KV 451. Edición de Bruno Hinze-Reinhold, Leipzig, Steingräber, 1930.

Mozart compuso el Concierto en fa mayor a los once años. No es, según informa Hinze-Reinhold, una obra original, sino que reúne tres composiciones de distintos autores en la forma del concierto. No conozco las originales, pero no puedo negar que la pieza me deja una impresión enteramente mozartiana: soberana en el todo, sustancial en el detalle. El dictamen de Albert y del editor, según el cual la esencia mozartiana penetra ya en la elaboración, me parece convincente. La pieza es ligera –en cualquier caso en el sentido primitivo-manual–. Parece particularmente apropiada como introducción al estilo concertístico de Mozart. — El Concierto en re mayor es del año 1784. No seremos injustos con la obra si la consideramos más una solución deliberada e infalible a un problema de composición que entonces se planteaba que un producto de libre inspiración. No solo se queda por detrás de los célebres conciertos de Mozart, sino también por detrás del Concierto en si bemol mayor (KV 456), del mismo año. La maestría está fuera de toda discusión. Es característica en esta obra cierta predilección por los «enlaces», en ocasiones con notables resultados armónicos; una tendencia tácita, perteneciente exclusivamente a la técnica de la composición, al estilo sacro. — Las cadencias son del propio Mozart, y todas modélicas. Las de la obra en fa mayor las ha añadido el editor, y en esto se ha mantenido, como debía, dentro de unos límites estrictos.

1932

Hans Gál, Zweites Quartett (a-moll) [Segundo cuarteto (la menor)], op. 35. Maguncia, Schott’s Söhne.

El cuarteto, compuesto de una manera inusitadamente esmerada y responsable, y en un nivel técnico que hoy precisamente en las piezas de procedencia académica raras veces viene ya asegurado, se presenta como un intento de conservar íntegra la tradición del la Escuela de Viena –que aquí viene en lo esencial representada por los nombres de Schubert, Brahms y Mahler– por encima de la ruptura producida en la historia reciente de la música. Pero, a pesar de toda su seriedad, este propósito no puede cumplirse. Pues la ruptura no corta arbitrariamente la tradición, sino que es al mismo tiempo una consecuencia y una reacción lógicas de ella misma; poco falta para que la acción de Schönberg se entienda únicamente como cumplimiento de las exigencias que el principio constructivo de Brahms, en cuanto precipitado de la experiencia clásica vienesa, impone al material cromáticamente disuelto de Wagner. Por eso puede hoy precisamente la escuela de Schönberg, la más radical, reclamar para ella la herencia vienesa, una herencia no puede conservarse si no se recibe en la situación de crisis. Esto marca un límite a la obra de Gál. Este debe evitar cuidadosamente las consecuencias que se derivan de su posición como compositor; debe procurar mantener trabajosamente el contrapunto independiente dentro de los límites tonales, ajustar las formas a un esquema del que tienden a escapar; al tiempo que el propio rigor de la factura viene a cada momento con exigencias que ya no pueden cumplirse académicamente. Ante la seriedad del problema técnico que así se plantea, lo académico se torna falso: así se presenta aquí, por ejemplo, la situación para la composición. Pero este mantenerse a toda costa en lo acostumbrado, que la tensión de la pieza desmiente, es más prometedor que la contemporaneidad premeditada de todos aquellos autores versados que con medios nuevos consiguen viejos efectos. La pieza ofrece posibilidades reales. De especial calidad es el limpio y enérgico contrapunto que domina el todo, y el auténtico modo de cuarteto, de múltiples maneras desbordado: rico y a la vez transparente. Las características temáticas, que recuerdan a Mahler –segundo tema del primer movimiento, tema del intermezzo– se quedan atrás en independencia y porte enérgico; lo mismo la armonía y la forma, que se contentan con la simetría tradicional. Aunque la verdad es que si se perfilasen con más nitidez, se produciría una explosión del material musical pareja a la que hace ahora 30 años mostró el Cuarteto en re menor de Schönberg, y que no todo autor tendría que intentar reproducir. La objeción inmanente más importante sería esta: que la pieza está sobredimensionada. Pues para ser una suite de cinco movimientos, cada uno está demasiado sobrecargado; pero las medidas del cuarteto en su unidad han sido forzadas. Aunque si hay que enlazar con el último Beethoven, el todo tendría que aparecer incomparablemente más sustanciado. Quizá esté de más la «Canzone», cuyo tono ligeramente folclorista no casa del todo con el del resto. — La pieza merece la máxima consideración por parte de los intérpretes.

1932

Lothar Köhnke, Es ist ein Neues kommen (Reinhold Braun). Trauungsgesang für eine Singstimme mit Klavier (Orgel oder Harmonium) [Canto nupcial para una voz con piano (órgano u armonio)]. Leipzig, Steingräber, 1933.

El lied se presenta como «un nuevo canto nupcial». A la vista de la incansable repetición de los mismos cantos, quizá responda a una necesidad. Que, sin embargo, se satisfaga con una pieza tan carente de plasticidad y de una modulación insegura aquí y allá, aunque métricamente uniforme, es cuando menos dudoso.

1934

Hannes Bauer, Braten-Kantate [Cantata del asado], op. 34. Leipzig, Merseburger, 1934.

Una musicación «para escuelas infantiles o de niñas, o coros femeninos o infantiles» de las conocidas palabras de Wilhelm Busch sobre el buen asado y el buen corazón. Una música muy sencilla que requiere un coro femenino, tres violines, un piano y, si es necesario, un par de laúdes. La modestia tanto de lo medios necesarios para su interpretación como de los empleados por el compositor, hará que la pieza encuentre con seguridad interpretaciones. Aun considerando su primitivismo intencionado, y a pesar de su perfecto diatonismo, podría haber mayor riqueza de grados, así como una utilización algo más estricta de la lógica armónica, puesto que percibe desde el principio su intención pedagógica de guiar con seguridad la conciencia armónica. El humor de los versos de Busch parece provenir de cierta coloración arcaizante de carácter ingenuo-cómico. Seguro que algo más de contundencia habría agradado a las cantantes y a los actores. Podrá ser una cuestión delicada el que se adopten giros de la música sacra, sobre todo del estilo de Händel, para celebrar un asado, pero esto depende del gusto de cada cual. Es especialmente llamativa en la 4.ª parte y en el «Recitativo».

1934

Bernhard Alt, Vier Stücke für Klarinette in B und Klavier [Cuatro piezas para clarinete en si bemol y piano]; Suite für vier Kontrabässe [Suite para cuatro contrabajos]. Leipzig, Merseburger.

Así como hay el estilo de los poemarios que existen al margen de la literatura, sin que esta los estorbe ni importune, pero bien asentados e inolvidables, existe también el estilo de las «piezas para la juventud», que en tiempos mereció aprecio; un estilo cuyas características –ejecución facilísima combinada con el «efecto» en el círculo familiar– no pueden definirse así como así, pero que saluda con familiaridad, cual emisario de la infancia, a quien antaño había estudiado violín: como el poema de la visita del emperador Carlos a la escuela y el del arbolito que quiere tener otras hojas. Las piezas para clarinete de Alt no se han considerado piezas para la juventud, pero raras veces me he encontrado con composiciones musicales que exhiban de manera tan fiel, tan inconfundible y tan amable este estilo. Muestran también la singular intemporalidad de esa música: es como si estuviesen compuestas con los medios de Grieg (n.º 3) o con los de Chaikovski (n.º 4), y en un momento se coloca con un «grandioso» por encima de ellos. Pero armónicamente sucede a veces algo muy llamativo. Por ejemplo en la p. 5, línea 2, compases tercero y cuarto. La tesitura del clarinete y el contraste de registros se aprovecha de forma muy estudiada, y aquí hay algo que aprender. Cabría aquí dudar de que las melodías pidan el lenguaje del clarinete y no se las pudiese adjudicar, si la tesitura lo permitiese, al violín.

En cuanto a la Suite para contrabajos, la partitura es tan curiosa como la utilización de 4 contrabajos. No hay algo que pueda llamarse partitura, sino solo las voces. Como desgraciadamente no dispongo de cuatro contrabajos y no me pueden ejecutar la obra, debo limitarme a la impresión que me dejan las voces, sobre todo la principal y juzgar con cautela. Para los legos en este instrumento es asombrosa la altura que, en la ejecución de una melodía (no algo como en el conocido pasaje de Salomé, meramente colorista), puede alcanzar: hasta el sol’’, que suena como sol’ si el dedo pisa firme, y más arriba si el dedo solo toca la cuerda. Los contrabajistas suelen decir que su instrumento, siempre condenado a la sombra, revela toda su alma en esas alturas y no toleran que los contradigan –algo que el lego en contrabajo no osa hacer. — La música de la Suite parece de enteramente inocente. Y en este punto, acaso sea lícito preguntarse: ¿por qué elegir un reparto instrumental tan extremo y peregrino cuando la sustancia de la composición tan claramente lo contradice y podría realizarse con un sonido más normal? Cuatro contrabajos: uno piensa en bufidos infernales, sonidos angustiosos en la sombra, y son sencillamente piezas de género. Y la desproporción entre música y sonido instrumental, ¿no acercan un poco el producto a la varieté musical y al gabinete de curiosidades? Porque en él hay sin duda efectos sorprendentes.

1934

Aladár Bányay, Serenade für Violine und Klavier [Serenata para violín y piano]; Dr. Stefan von Gajáry, Elegie für Violine und Klavier [Elegía para violín y piano]; Tivadar Orszagh, Ungarische Tänze I, für Violine und Klavier [Danzas húngaras I, para violín y piano], op. 16a. Budapest, Edition Harmonia, Julius Hertzka.

Para decirlo desde el principio con toda claridad: no hay que hacer responsables de la desafortunada publicación de las tres piezas para violín a los autores, sino a la editorial o al lector de la editorial. Que haya compositores de café y diletantes (incluidos músicos profesionales diletantes) es algo que no puede cambiarse; lo único que no puede concebirse es que una editorial seria les preste su sello, en vez dejarlos en el anonimato del café-concierto o del círculo privado. La Serenata de Aládar Bányay es una pieza de violinista de espectáculo de 1890 que, curiosamente, parece que se ha imprimido por vez primera 1933 –y además es una obra torpe e impresentable que está muy por detrás de todo lo que en mi vida he visto impreso–. Ya la indicación de tiempo moderato con espressivo habla por sí sola. — Más seria y cuidada es la elegía de Stefan Gajáry; inspirada en el primer Arabesco de Debussy, con tresillos libres y al comienzo un tanto refinada melódicamente y hasta con una métrica diferenciada; pero luego con una parte intermedia francamente penosa. La paráfrasis simple y desmañada de la danza de Tivadar Orszagh, con fallos armónicos asombrosos, no es sino un ejemplo de ese pseudofolclore de baile de disfraces, hecho de arranque y temperamento, que ha terminado implantándose en un país que cuenta con el gran ejemplo de las transcripciones de canciones populares que ha realizado Bartók. — Antes podían tomarse estas cosas con humor. Hoy, cuando en Alemania compositores muy serios y dotados no consiguen publicar sus trabajos, no podemos tener comprensión con un lujo que no conserva el gusto, sino que lo destruye: el lujo de la barbarie.

1934

Herbert Müntzel, Die Fahne der Verfolgten. Ein Zyklus für Männerchor nach dem gleichnamigen Gedichtband von Baldur von Schirach [La bandera de los perseguidos. Un ciclo para coro masculino con letra del poemario de B. v. S.].

Hannes Bauer, Ans Vaterland (Worte aus Schillers »Tell«) für Männerchor oder zweistimmig [A la patria (lettra del «Tell» de Schiller) para coro masculino o de dos voces].

Hermann Grabner, Ans Werk! (Wilhelm Raabe); ein- und zweistimmig für vierstimmigen gemischten Chor, für drei gleiche Stimmen oder einstimmig mit Klavierbegleitung [¡A la obra! (Wilhelm Raabe); para coro de una y dos voces, para coro mixto de cuatro voces y para tres voces iguales o una sola con acompañamiento de piano].

Reinhold Lichey, Saarland in Not (Franz Strelzik), für vierstimmigen Männerchor [El Sarre necesitado (Franz Strelzik), para coro masculino de cuatro voces].

Leonhard Roesner, Morgenlied der schwarzen Freischar 1813 eines unbekannten Komponisten gesetzt für dreistimmigen Männerchor [Canción mañanera de los voluntarios negros de 1813, de compositor desconocido, para coro masculino de tres voces].

Ludwig Krauss, Das Wort soll durch die Lande gehn, für gemischten Chor [Llevad la palabra a las naciones, para coro mixto].

Leipzig, Merseburger.

De las más recientes publicaciones de música para coros de la editorial Merseburger, la mayoría de coros que celebran eventos alemanes, descuella el ciclo de Herbert Müntzel. No solo porque, por haber elegido los poemas de Schirach, ha quedado marcado como un nacionalsocialista convencido, sino también por su calidad: una inusitada voluntad de forma. No se trata de patriotismo ni de vago entusiasmo, sino de la pregunta por la posibilidad de una nueva música popular seriamente planteada por la composición. La respuesta que Müntzel da, viene a ser la siguiente: frente a los insufribles e insostenibles coros masculinos tradicionales intentar una corrección recurriendo a la, más antigua, canción popular alemana con varias veces, sobre todo la del siglo xvi; pero, frente a todas las tendencias musicológicamente arcaizantes interesadas en su «renacimiento», salvaguardar la libertad haciendo que los medios, armónicamente aferrados al material romántico tardío, incluyan el modo recitativo; buscar, en suma, un equilibrio entre el contrapunto y la vertical. Se niegan tanto las asociaciones de veteranos de guerra como el neoclasicismo, y se pregunta por la imagen de un nuevo romanticismo; quizá del tipo que Goebbels ha definido como «realismo romántico». Es lógico que, tras el empeño de Müntzel, se libre una lucha a muerte entre el deseo de ser inteligible y «directo» y las demandas internas de legitimidad de la composición en sí. No es casual que los propios lieder muestren las marcas de ese combate: que, en ocasiones, línea y armonización se compriman mutuamente (así en los dos últimos compases de la p. 3, sobre todo del bajo II); que los momentos imitativos no siempre se resuelvan del todo. Pero no tengo la menor duda de que una pieza como «El muerto» tiene que producir el efecto más intenso que cabe imaginar –un efecto, también, muy original–. En cambio podría muy bien ocurrir que la lógica progresista de la composición haga saltar en pedazos la armonía romántica: ciertamente no para aceptar una armonía arcaísta, sino una nueva que recoja en sí las energías contrapuntísticas. En todo caso, los afanes que sustentan el trabajo de Müntzel merecen la máxima atención. La composición es buena, y las dificultades no demasiado grandes. Las interpretaciones son muy recomendables.

Para los coros de los demás autores valen en general las consideraciones que precisamente Müntzel ha expuesto de un modo radical en el número de marzo de Musik4. El lied coral de Grabner, para diferentes agrupaciones corales, seduce por su limpia factura. También hay que decir que en el modo de componer puramente armónico deben evitarse voces tan poco oportunas como el Bajo I en A la patria de Bauer, que gira inmutable en torno al sol menor. La cita del coral de Lutero al final del coro de Krauss es sin duda rechazable por impropia.

1934

Max Donisch, Fünf Lieder zu Gedichten von Minna Bachem-Sieger für hohe Stimme [Cinco lieder sobre poemas de M. B.-S. para voz aguda]. Berlín, Stahl, 1934.

Se trata en este ciclo, en todo caso en las tres últimas piezas del mismo, de lieder orquestales. Esto no se infiere solo de las indicaciones ocasionales relativas a la instrumentación y, en la «Regata» final, de las voces secundarias impresas en pentagrama pequeño, sino aún más del carácter de los lieder mismos. Y hay que tener en cuenta el hecho de que, en vez de la partitura correspondiente, se publique la versión para piano, porque el carácter al fresco de la música, típicamente «nuevo alemán», solo con los colores orquestales cobra perspectiva, y el sonido camerístico del piano está, por así decirlo, demasiado cerca para conformar una imagen. Pero, dado que para caracterizar a nuevos autores es inevitable determinar su posición respecto a otros anteriores (aunque, naturalmente, en la música no decide su procedencia, sino lo que vale por sí misma), no podemos silenciar el nombre de Richard Strauss, con quien a todas luces Donisch está más en deuda. A Strauss recuerda el «tono» de los lieder, el impulso y la gestualidad; y, técnicamente, el inofensivo tocarse e interpenetrarse, como en un fresco, de complejos diatónicos nítidos (a menudo referidos al acorde de cuarta-sexta) y cromáticamente estirados; straussiana es también, finalmente, la actitud que guardan los lieder, los cuales engloban abiertamente y sin disfraces su efecto, en vez de sumergirse en su propia estructura. Es el mundo de «Traum durch die Dämmerung», de «Freundliche Vision», de «Heimliche Aufforderung», que con toda su abigarrada ornamentación de colores y símbolos los lieder invocan, tanto como los poemas, con gratitud. El más auténtico, y también el más apropiado para el piano, me parece el primero; porque, en general, la auténtica sustancia de los lieder radicaría en lo sencillo (lo mismo en el tercero). En el empleo de heterofonías van comparativamente más lejos. Pero estas no adquieren ningún significado constitutivo: no funcionan estableciendo escalonamientos, sino que siempre aparecen como valores de color sobre un dibujo armónico allí: como, por ejemplo, las disonancias de celesta que ocasionalmente suenan en el dúo final de El caballero de la rosa. La voz cantante es conducida de forma esencialmente declamatoria hasta sus momentos culminantes. Aquí podría llevarse más lejos el ejemplo de Strauss, que en el lied siempre deja crecer por encima de todo murmullo perfiles melódicos claramente cincelados a los que las ondas sonoras sirven transportándolos.

1934

Egkomion

En América pude ver una Sonata para piano de 1947 de Werner Egk, publicada en Schott. El compositor se cuenta entre los más celebrados y respetados de los que se quedaron. No es un mero artesano de la música, sino que es un espíritu con ambiciones. Yo toqué toda la pieza con muchas esperanzas; quería saber si, tras mi larga ausencia, todavía podía encontrar el camino por donde vine.

No es difícil encontrarlo. La breve obra pertenece al neoclasicismo, que desde hace ahora 25 años abarca lo que quiere ser moderno y, sin embargo, accesible. Esto no supone, respecto a Egk, una etiqueta para la historia de la música, sino que llama a su resuelta opción por su nombre. Los modelos son Stravinski y Bartók: el primero en el uso de fórmulas y maneras ocultas del siglo xviii –como el motivo principal del todo–, y el segundo en la «motórica», en el movimiento impulsado como por una fusta, con su incesante murmullo, con sus acentos contrarios y sus asimetrías, que mantiene unidas las partes rápidas. La composición pianística, siempre con dos voces, señala a Hindemith.

Pero en la discusión de la Sonata no se considera el derecho o no derecho a su ideal de estilo: si con los medios de una armonía y una melodía disueltas, en gran parte cromáticas, es posible restablecer el tipo arquitectónico de objetividad en el que los neoclasicistas han puesto sus miras; si este es deseable o es testimonio de la inclinación a la opresión más que de la superación gloriosa del individualismo. La cuestión tampoco es la de la originalidad. Que Egk tenga modelos no es algo que se le pueda reprochar aun a la vista de algunas reminiscencias palmarias de Bartók. La originalidad, o lo que de verdadero haya en su concepto, se revela más en las consecuencias que en aquello de lo que uno parte. La de Webern era de grado sumo, aunque cualquier crítico provinciano habría subrayado los rasgos schönbergianos de su idioma.

El caso de Egk es mucho más sencillo, fatalmente sencillo. Lo que últimamente plantea es si Egk está a la altura del estilo por el que se ha decidido; si dispone de los medios con los que manejarse; si habla el lenguaje de la música; si puede realmente componer.

Vayamos ya al detalle. El primer movimiento, Andante, comienza con un motivo sarabandesco, «preclásico» en el carácter, más agréments y las obligadas disonancias que imitan retardos y luego quedan sin resolver. El segundo compás prosigue con una melodía de sesgo cromático –que, por así decirlo, nada sin resistencias por la escala de semitono en semitono, como es característico de las figuras temáticas que no dan lugar por su propio impulso a lo que viene a continuación–. El tercer compás se atiene al segundo, pero con intervalos diatónicos. El cuarto queda de pronto suspendido de un motivo de tríada separada, tres veces repetido y con armonía añadida; el quinto funciona como línea de retorno, con apoyaturas pueriles en la voz superior que suenan como pfui, pfui, pfui, pfui. Luego se repiten los cinco primeros compases con la alteración de que ahora no solo el cuarto, sino también el quinto, quedan armónicamente detenidos, y además sobre un acorde alterado y de notas separadas que procede del acervo tardorromántico y se adecua a la disposición clásica tanto como el Tristán a la Bauhaus. A continuación, un final de nueve compases conectado al motivo del «pfui». Tras unas variantes azarosas de los compases segundo y tercero, la música inmediatamente busca cobijo en el comienzo.

Así de diletante es todo; pero el no saber hacer, la incapacidad de construir un orden musical convincente, triunfa como principio de simple apilamiento inconexo. Signo inequívoco de diletantismo es la partitura construida compás a compás que cambia con cada novedad como obedeciendo a una voz. No se percibe con claridad ningún desarrollo armónico, ni siquiera en el sentido académico, y menos aún como desarrollo libre, que es lo pretendido; no hay sentido alguno del peso de los grados, ni de las relaciones armónicas largas y breves; no hay ninguna plástica temática y, como remate, ningún contrapunto. Todo queda como pegado de la forma más burda mediante acordes u ostinati fijos. En una miniatura no tonalmente simétrica es absurdo e ineconómico simplemente repetir, de 19 compases, cinco en la voz principal, y esto revela un modestísimo sentido de la forma. Pero la producción de Egk pertenece a una esfera en la que, de la necesidad de una –fallida– composición armonizada con cuatro voces resulta la virtud de la disarmonía entre dos voces, y las cuestiones formales no son aquí pertinentes.

¿O estas solo son nimiedades? Bien, dejemos los detalles y vayamos al todo. Aquí nos topamos con una idea. De los cinco movimientos de la sonata se corresponden entre sí el primero, el tercero y el quinto, y de tal manera que el último repite en lo esencial el primero, y luego trae como coda componentes del tercero, mientras que este concluye con el motivo principal del primero. Del mismo modo, los dos movimientos en allegro, el segundo y el cuarto, tienen en común lo que tratan como temas, pero los invierten.

Semejante plan formal, si de verdad es tal plan, podría realizarse mediante la repetición literal de las partes análogas. De ese modo quedaría destacado lo adinámico, abierto, como de suite, de la disposición general, que, por así decirlo, no se encaminaría hacia ninguna parte y no encontraría conclusión, sino que volvería, como jugando, al comienzo. La otra posibilidad, más digna, sería la de la variación radical: que los mismos movimientos reaparezcan con un sentido radicalmente modificado, o condensados, o relajados o lo que fuere. Así ha procedido ocasionalmente Bartók en sus últimos cuartetos. A Egk, cosas de este estilo lo traen sin cuidado. En una pieza de perpetuum mobile como el Allegro molto, no importa tanto lo que aparece primero y lo que viene después, sino los trozos de motivos arrojados a la maquinaria. ¿Por qué no hacer de la falta de compromiso la forma misma? Egk simplemente juega a los dados con las secciones, que apenas cambian; tiene un nuevo movimiento y ya cree haber fijado la forma. Aunque el cuarto movimiento tiene un aire distinto del que muestra el segundo, la diferencia no cumple ninguna función, ni la de aumentar ni la de disminuir, ni la de la dilatar ni la de la contraer. Nada cambia y hace como que cambia. Es la técnica del director teatral Striese, que imita a toda la gente célebre con la misma cara, trasladada a la música.

El malestar que provoca el procedimiento de Egk nada tiene que ver con el gusto subjetivo o el credo estético –como si fuese elementos artesanales en una clase de composición libre–. Los reparos que se le han puesto no pueden en modo alguno sustentarse en las reglas de la teoría codificada de las formas. Pero la estilística alemana tampoco figura en la gramática elemental, y sin embargo basta con extraer un par de citas de un texto chapucero o desmañado para probar su calamidad. No es esencialmente diferente lo que sucede en la música; solo que los individuos son menos capaces de juzgar sobre la limpieza y responsabilidad de un producto musical de lo que lo son en el ámbito del lenguaje simplemente porque leen menos música que palabras. Sería un lamentable subterfugio que el compositor apelase a su démon solo porque no hay nadie que entienda nada de la sintaxis del sentido interno. La crítica no aplica varas de medir externas, sino que toma al compositor por el lado de su obra que no domina. Simplemente lo confronta desde el primer compás con la norma que él mismo establece. No se discute aquí sobre las opiniones de Egk y las mías, que seguramente son inconmensurables, sino sobre la lógica de su producto, y frente ella, el hecho de que lo compusiera, no le concede ningún privilegio, sino que solo lo carga de compromiso. La controversia no puede recurrir de buena fe en la cuestión de la relatividad estética, que casi siempre solo sirve para rehuir la disciplina del objeto. Cuando, a la hora de fijar la armonía, uno escribe quintas falsas, puede escudarse en que a él le suenan bien y en que lo hacía con un propósito. Pero no cabrá duda alguna respecto a si está racionalizando su incapacidad o negligencia, o si las quintas se justifican efectivamente por el sentido musical. Los productos de Egk, aun siendo un hombre maduro, se asemejan a las quintas escolares, no a las paralelas de Debussy. El que sobre gustos no haya nada escrito no disculpa al que rehúye la escuela.

Conviene entrar en los detalles técnicos porque, de lo contrario, el juicio sería impotente y arbitrario; pero merece la pena detenerse a considerar por qué un hombre como Egk deja pasar todo esto; cómo es posible que su editor no advierta nada; y si de ello puede derivarse algo sobre el destino de la música en manos de la llamada joven generación.

En el caso de Egk, de cuya buena voluntad no dudo, la respuesta resultaría tan primitiva, que su improbabilidad subraya una realidad que se ajusta al esquema del nuevo traje del emperador. Nadie se lo ha dicho; él no lo sabe. Desde los días de Electra, por lo menos, existe una brecha entre lo que se aprende en los conservatorios, esto es, las disciplinas teóricas tradicionales, que conservan en toda su rigidez la forma que recibieron en el siglo xix, y la praxis musical progresista y responsable. Esta encierra criterios de lo correcto o lo falso tan rigurosos como los de una fuga escolástica, quizá incluso como los del contrapunto de Palestrina. Pero de estos apenas tienen alguna experiencia los que los compositores se forman, a los cuales –por no hablar de los guardianes de la vida musical– el lenguaje musical avanzado les suena a chino. Lo que los maestros de la nueva música habían elaborado no es algo que se herede; tampoco se trata de instrucciones generales para ser transmitidas en el sentido tradicional. Se crea así un vacío. Schönberg, Bartók, Stravinski estaban aún impregnados de tradición, y su fuerza se fundía con su oposición a la tradición. Sus discípulos más importantes, como Berg y Webern, recibieron, junto con el radicalismo de aquellos, el elemento tradicional: ambas cosas terminan resultando idénticas. Pero en los que vinieron luego y se encontraron en la era del fascismo cultural, ambas cosas se atrofiaron. Una generación que nada asimiló de la idea de solidaridad colectiva salvo su parodia, el conformismo absoluto, ha perdido, junto con el coraje vanguardista, la continuidad de la experiencia, la relación con todo aquello a lo que desea volver. La crítica legítima de la cultura musical burguesa no ha conducido, con la subsistencia de las condiciones reales de esa cultura, a nada que las sobrepase, sino a una astuta barbarie. Los epígonos, ni se atreven a extraer las consecuencias de su propia delicada situación, ni tienen ya delante, o les es ya inaccesible, aquel viejo lenguaje musical bajo el cual buscan protección. De ahí la desdichada mezcla de lo rancio y lo irreverente, de lo chato y lo absurdo, que se difunde a través de las fronteras. Nada han comprendido de la emancipación de la música salvo que todo está permitido, esto es, la falsedad; y del lenguaje musical asegurado de antaño solo recuerdan la comodidad del lugar común. Que la composición más libre es la más rigurosa; que de dos acordes sucesivos de varias voces, y no digamos de cualquier construcción formal independiente, hay que ser tan incondicionalmente responsable como de la combinación de dos tríadas o de un preludio coral, es algo de lo que no se han enterado. Si lo hubiesen descubierto por sí mismos, el sistema en bloque los hubiera desalentado, ante todo los críticos que no se fijan en la organización del producto, sino en lo que creen entender, y encarecen las formas más míseras de conexión, la vacua componenda, como manifestaciones de vitalidad y naturaleza, al tiempo que denigran el miramiento y la consistencia como intelectualismo. La fuerza que sería necesaria no solo para someterse en todo momento a la ley del propio producto, que no puede mirar a ninguna ley exterior, sino para encima exponerse a la frialdad del público y al maligno rechazo de los doctos, que hace ya tiempo que han dejado de serlo –esta fuerza es tal, que habría que ser un Beethoven para llegar a ser un Clementi–. Por eso hay una injusticia en la crítica a alguien a quien de nada le ha servido reforzar la resistencia de la conciencia artística y al que todo anima a imaginarse por un momento la relajación de las exigencias mismas como la verdadera comunicación con el espíritu de la época. Hay algo de justo en el hecho de que productos como la sonata de Egk se impriman de forma tan pretenciosa, con un facsímil del petulante comienzo en la portada, cuando ninguna partitura de la Segunda sinfonía de cámara de Schönberg es aún accesible. La emancipación de la música se ha convertido en oscurantismo, y la liberación de la convención en dispensa de exigencias inherentes a lo liberado. Esto explica el falso y malicioso retorno del pasado, el guirigay de banalidad e ininteligibilidad, las angustiosas formas híbridas de vida y muerte como la que Egk involuntariamente apronta. Domina un acuerdo entre el sistema de la imbecilidad aguda que los administradores imponen hoy a la música, como al resto de la cultura por ellos administrada, y la emasculación, el desarreglo negligente y la lastimosa docilidad de aquellos que en todas partes esta cultura engendra como hijos legítimos suyos.

1948

1 Personaje de una leyenda de hace tres siglos sobre los amores de un joven trompetista de Säckingen con la hija del alcalde. Desde entonces, Säckingen es conocida como la Ciudad Trompeta. [N. del T.]

2 Vid supra, p. 161.

3 Vid supra, pp. 291 ss.

4 Cfr. H. Müntzel, [entrevista con] R. Hänsel, «“Und ihr habt doch gesiegt” für Männerchor, Blasorchester, Trommler- und Pfeiferzug», en Die Musik 26 (1933/1934), vol. 1 (marzo 1934), p. 474.