Subcapítulo en tiempo presente pero pasado

EL HOSPITAL Francés es muy grande y los edificios están dispersos en un jardín. El pasto está seco y descuidado, lo cual no es bueno para el nudo que traigo en la garganta. Hay unas grandes palmeras polvorientas, muriéndose de sed. Camino detrás de mi mamá, rascándome las piernas, la lana me pica, pica, pica… Cuando llegamos al pabellón donde estaba Zu, mi mamá giró y me dio la rosa.

—Espérame, hija, voy a ver si es aquí. No te muevas, yo vengo por ti.

Me quedo quietecita y me hago el propósito de no rascarme hasta que regrese mi mamá; pido que por favor venga una enfermera y nos diga que Zu no está ahí, que hace tiempo que se fue a su casa y que a lo mejor hasta se fue de vacaciones a alguna parte. Pasan los minutos, hace calor y picazón. Mi mamá no llega. Como tarde un poco más, la rosa se va a marchitar y le va a hacer daño a Zu ver una flor triste.

Me examino la punta de los zapatos, se ven empolvados y tienen unas manchitas de una vez que pinté un atardecer en el mar que me quedó espantoso. Me doy cuenta, de golpe, que si miro la punta de mis zapatos no veo el pasto seco ni las palmeras moribundas. Eso es lo que hace Peter. Quizás, para él, el mundo sea un jardín seco.

Cuando llega mi mamá, tengo los ojos de vidrio. Soy un desastre, siempre se me nota. Pero mamá no me dice nada, sólo me toma de los hombros y me encamina por un pasillo largo. Los mosaicos son de colorcitos, mucho más lindos que el jardín, dan ganas de ponerse a recorrerlo saltando por los cuadritos rojos, pisando sólo los amarillos, de puntitas por las líneas negras.

Nos detenemos frente a una puerta.


Adentro hay varias camas vacías, y en la última, cerca de la ventana, está Zu.

Me acerco.

—Te trajimos una flor —digo, y mi voz parece la de otra persona.

Zu toma la rosa, la mira, y veo su perfil que le conozco tanto, su palidez que también le conozco, y sus ojos, con una tristeza tan grande que no la reconozco.

—Ponla en mi vaso de agua, Pancha, debe de tener mucha sed —dice la voz de Zu, que tampoco reconozco muy bien—. Gracias, Pancha.

Silencio.

Mi mamá dice que va a ir a buscar más agua, para que no le falte ni a Zu ni a la rosa.

Me quedo sola con Zu.

Quiero preguntarle qué le pasó.

No me sale la voz, nada más la miro.

Quiero decirle que nos urge que regrese, porque la Frrxcs nos quiere matar a punta de dictados. Quiero decirle que se salga de este hospital o se va a resecar todita, que venga, que salga, que se levante de esa cama, por favor.

No digo nada. Pero parece que Zu hubiese entendido.

—Pancha, voy a salir de aquí, estoy tomando fuerzas, porque me aplastó una tristeza tan grande que quise dormir mucho tiempo para curarme.

—¿Por qué? —pregunto muda.

Zu me mira.

—Hay tristezas que son más grandes que uno. Hay que cuidarse de ésas, Pancha.

—Sí, Zu —digo con una voz que sí es mía.

Regresa mi mamá con una gran jarra de agua y unos vasos de plástico. Le sirve un vaso a Zu, que se incorpora y se lo bebe enterito. Me sirve uno a mí. Volteo a ver unas macetas secas que están en una pequeña terraza. Mi mamá y Zu hacen un gesto con la cabeza y vierto mi vaso en una maceta. Mi mamá acerca la jarra y me la da.

—Las demás también, Panchi —dice la voz de mi mamá de cuando me está queriendo mucho.

Le pongo agua a todas las macetas. Entra una enfermera. Escondo la jarra detrás de mi espalda. Ella no dice nada, sólo mira. Zu, mamá y yo nos sonreímos cuando sale la cuidadora. Parece que cuidan más el agua que a los enfermos.

—Pancha, espérame aquí, voy a traer otra jarra para dejársela a la maestra Zu.

Me acerco a la cama, Zu me da la mano y nos miramos. Allá en el hondo fondo de sus ojos aparece algo así como una sonrisa. Una sonrisa triste.

—¿Cómo está Peter? —pregunta Zu.

—Mirándose los zapatos más que nunca —contesto—. Ya no escribe casi nada, ni hace nada de lo que la maestra dice.

—Peter… —suspira Zu—. Ese Peter debe tener una pena grande…

—… asiento con la cabeza. Los ojos se me llenan de agua.

Mamá regresa con la jarra llena.

—Le dejamos agua, Azucena, trate de beber. Vendremos otro día. Despídete, Pancha.

—Adiós —dice Zu sin soltar mi mano—. Me encantó que vinieras.

Dirigiéndose a mi mamá:

—¿Puede venir otro día? Por favor…

Había un largo camino en su por favor, un poco como la palmera pidiendo agua…

—Gracias por la flor, Pancha.


Nos fuimos. En silencio. Por el pasillo. Y al salir al jardín desértico, esto ya no sé si pasó o me lo inventé, como dice mi tía Licha, porque a veces uno ya no sabe, pero cuando salimos se desprendió una rama seca de la palmera, con gran estruendo, y cayó frente a nosotras dejando una nube de polvo frente a nuestros ojos. Nada más por quitarme de encima los comentarios de mi tía, les contaré en letra más chiquita, por aquello de que a lo mejor no es verdad, que mi mamá y yo levantamos los pies para saltar por encima de la rama, que nos dimos la mano entre la polvareda y que no nos las soltamos hasta llegar a casa.