Capítulo 3

LOS RECREOS, para casi todos nosotros, son el mejor momento del día. Para Peter no. Anda solo y camina por la orilla del patio, pegado a la pared, durante todo el recreo, comiéndose un plátano. Tiene todo calculado para que cuando toque la campana, mientras los demás co rren desaforados a formarse en los lugares correspondientes en el patio, él abandona el muro y va al bote de basura que queda cerca de la escalera. Ahí tira la cáscara y la servilleta y guarda la bolsita de plástico hecha bolas en su bolsillo. Después se forma al final de la fila. Y se mira los zapatos. Así todos los días.

Me he fijado en lo que hace mientras mis amigas y yo jugamos al resorte. Cuando me toca el turno de sostener el elástico, lo miro. Mi mamá me ha dicho que ser observadora es una buena cosa. Mi papá dice que los detalles noson tan importantes como la imagen total; eso no lo entendemos bien ni mi mamá ni yo. Yo me fijo mucho en los detalles: sé que Tere se peina siempre con dos trenzas y que una siempre le queda mejor que la otra. Sé que Paulina tiene puros calcetines calados, sé que Miguel se pone gel en el pelo para peinárselo, pero que el poder aplacador del gel se acaba como a la una de la tarde. Es más, yo sé que falta una hora para la salida cuando le veo los pelos parados a Miguel. Sé un montón de cosas por el estilo, que no sirven para gran cosa. Pero no puedo evitar observar.


En los recreos nos la pasamos bien, casi todos, ya les dije. Bueno, nosotras las del resorte también hemos tenido nuestro rato medio malo. Hay unas niñas de cuarto que no nos dejan sentarnos en la única banca que tiene sombra. Ellas dicen que la apartaron desde el principio del año. La peor de todas ellas es Lizzi. Tiene el pelo largo y liso, es hermosa pero cuando se ríe muestra sus dientes chuecos y horripilantes. Ella lo sabe y por eso nunca se sonríe; ha perfeccionado un gesto amargo con sus labios, que complementa tronando los dedos cuando quiere que nos quitemos. La odia mos. Más en silencio que en alto. Porque hay que ser más listos que valientes.


Un día, cuando nos querían quitar de la banca y nosotros no nos dejamos, Lizzi, la bruja, se tiró encima del delantal del uniforme el contenido de su botella de agua. Salió corriendo con la prefecta de guardia, fingiendo llanto y exprimiendo compungida su delantal señaló en nuestra dirección; cuando la prefecta empezó a avanzar hacia nosotras, con sus piernas de tanque y sus zapatos furiosos, nosotras salimos corriendo más ligeritas que una pluma. Así fue como se apoderaron de la banca. Ese día, a la salida, Lizzi me hizo su mueca-sonrisa llena de victoria. Cuando se acercó a su mamá, le escuchamos decir: “Unas envidiosas me tiraron el agua encima.” Nuestro triste consuelo fue pintar con gis, delante de la banca, una boca sonriente con dientes de pico. Creo que no se dieron por enteradas.


Las cosas quedaron así durante algún tiempo. Jugábamos en el sol y comía mos en el sol. El colmo fue que un día nos dijeron que nos quitáramos de donde estábamos jugando porque no podían ver bien el patio. Yo sé que estaban viendo a Pablo Ríos, el guapo de la escuela que va en sexto. Pablo y sus amigos estaban jugando en la cancha de basket, y nosotros les estorbábamos la visibilidad. Se creen dueñas, reinas, y no son más que un montón de células con un año más que yo. A veces, el enojo hace que me sepa amargo hasta el dulce más dulce.


Como en este cuaderno yo puedo ordenar las cosas como a mí se me da la gana, voy a contar algo que pasó bastante tiempo después pero que yo pensé que tenía que ver con el enojo y la amargura.


El ritual de las “princesas” de cuar to consistía en comer en su banca; al terminar, dejaban todas sus cosas bien esparcidas sobre la banca, para que nadie más pudiera sentarse. Ellas se ponían a dar vueltas en el patio to ma das del brazo de dos en dos, despacito, como para que las vieran bien. Un día, unos chicos de quinto pusieron todas las bolsas y recipientes en el piso pa ra usar la banca. Las “princesas” se quejaron en la dirección, dijeron que les habían tirado sus cosas a patadas, y los chicos recibieron uno de esos papelitos azules donde se avisa a los papás que la próxi ma vez tendrán una suspensión.


Al día siguiente, a la mitad del recreo, a la mitad del patio, a la mitad de su paseo ritual, a la mitad de la cara, un balón de basket, veloz y mortífero, atacó a la bella bruja, Lizzi, lengua de sapo, dejándola tumbada en el piso por unos segundos que se alargaron como la hora de gramática.

Cuando se levantó, su delantal estaba manchado de sangre que salía de su nariz; gritó y volvió a caer al piso. Se la llevaron desmayada a la enfermería, mientras su corte de amigas gemía en la puerta, como si el balón también las hubiera lastimado. Por allá quedó rebotando el balón, cada vez más quedito, hasta que rodó, y por alguna misteriosa inclinación del patio, llegó a detenerse en la banca. En la banca de las “princesas”. Pronto ex princesas.


Varios nos juntamos a observar de cerca el balón vengador. Ahí estábamos todas las de tercero, los de quinto con cara de no muy preocupados, algunos de cuarto, sus compañeros, entre los cuales quizás cuenta con un admirador o dos, que se veían un poco afligidos. Ahí estábamos cuando se acercó Peter. Me sorprendió tanto que abandonara el muro y se acercara a un grupo, que me distraje de la observación del balón. Peter me miró directo a los ojos. Eso también era rarísimo. Por lo general, Peter miraba el piso o las nubes. Tenía los ojos chispeantes, los cachetes colorados y parecía que quería decirme algo con el brillo de sus ojos, que esta vez no era como de vidrio sino como de cristal finísimo. Quise acercarme y preguntar, pero cuando uno tiene nueve años a veces se tiene más pena que ganas de saber. De todos modos, pasé muy cerquita de él en la formación de la fila y traté de buscar sus ojos. Pero Peter miraba la punta de sus zapatos, como todos los días.

Mientras subía las escaleras hacia el salón, tuve una sensación clara de que el balonazo, mi enojo y los ojos de Peter estaban todos conectados de alguna mane ra. Pero no podía explicarme cómo.

Ese día, nos bajaron al patio para tomarnos la foto de grupo. Paulina lloró porque no venía peinada como ella quería. Miguel tuvo que mojarse el pelo y el gordo B. tuvo que ponerse el suéter a pleno rayo de sol porque traía la camisa manchada. Me tocó junto a Peter. Nos tuvimos que apretar bastante para poder salir en la foto. Estábamos hombro con hombro y hacíamos lo posible porque nuestras manos no se tocaran. Cuando terminamos, me fijé en que Peter tenía los cachetes muy colorados.