Rowland entró en la alcoba de William sin llamar, un hábito que sabía que pronto tendría que abandonar. Ulrich estaba acabando de vestir a William y, como de costumbre, el pobre escu dero estaba visiblemente nervioso.
La estancia había cambiado de aspecto desde que William la había visto por primera vez: junto al arcón que había inicialmente en la alcoba, ahora había otro, el arcón de William, justo al otro lado de la jofaina. Y precisamente en aquel segundo arcón, Ulrich se hallaba enterrado hasta sus fornidos hombros.
—Será mejor que lo encuentres, muchacho —murmuró William en un tono grave—. Lo encargué expresamente para una ocasión tan especial como la de hoy.
—Quizá te lo dejaste en Borgoña, cuando perdiste la chaveta detrás de aquella hermosa pelirroja —apuntó Rowland con un tono jocoso.
—No perdí la chaveta —declaró William resueltamente, entonces añadió con una sonrisita burlona—: Fue ella la que perdió la chaveta cuando me marché.
Ulrich alzó la cabeza abruptamente en aquel instante con cara de satisfacción, sosteniendo la prenda en cuestión.
—¡Y aquí está vuestra capa, lord William!
Sacudiéndola vigorosamente, la depositó sobre los hombros de William. Era una prenda magnífica, verdaderamente digna de un rey. Forrada con piel de armiño, la capa estaba confeccionada con un brocado de seda blanca tan fina que parecía absorber toda la luz para después reflejarla sutilmente alterada. La túnica que William llevaba debajo de la capa era de un gris tornasolado con hilo de plata, y el dobladillo de la pieza estaba ribeteado por una tira satinada de un intenso color carmesí. Rowland los contempló mientras Ulrich le colocaba el impresionante broche con un rubí en el hombro derecho, para cerrar la capa. El rubí por sí solo ya valía una buena recompensa, y precisamente así lo había obtenido William: a modo de recompensa. Era del tamaño del puño de un niño y estaba montado sobre una base de plata adornada por una bellísima filigrana. Era una pieza de artesanía extraordinariamente delicada, incluso excesiva para el sarraceno que la había lucido previamente.
William movió los hombros varias veces seguidas para que la capa se acomodara perfectamente a su talle. Ulrich admiraba con fascinación, como siempre, la elegancia natural de William. Era cierto que William prestaba una excesiva atención a su vestuario, pero también era cierto que cualquier prenda le caía bien.
Rowland, en cambio, ya hacía tiempo que había dejado de admirar a William.
William le ordenó a Ulrich que abandonara la alcoba y acto seguido se acercó a Rowland para calentarse junto al fuego. Alzando la parte trasera de la capa con elegancia, se sentó en el taburete tapizado y dejó la banqueta para su amigo. Rowland no vaciló en referirle todo lo que había indagado.
—Los he interrogado acerca de su llamativa suciedad, pero cuando ven a un desconocido se encogen de miedo. —Rowland se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas—. Son unas personas muy raras, William; todos están atemorizados por algo, tanto los hombres como las mujeres.
William se inclinó hacia delante y sus ojos grises interrogaron los oscuros ojos castaños de su amigo.
—¿Has conseguido saber qué es lo que les provoca tanto temor, Rowland? Es más que evidente que estos últimos años han sido muy duros para Greneforde, pero ¿qué es lo que ha podido aplastar la moral de esta gente hasta tal punto?
—Meses sin comida, sin paz, pueden hundir incluso la moral del más fuerte, William —contestó Rowland lentamente, recordándole lo que ambos habían presenciado durante sus andanzas como cruzados por Tierra Santa. William no necesitaba que nadie se lo recordara, jamás necesitaría que nadie se lo recordara; las imágenes se le habían quedado grabadas en la retina para el resto de sus días.
—Sí, es cierto —convino reposadamente—, pero sospecho que esta gente ha sufrido algo más que un simple montón de cabañas arrasadas y malas cosechas.
Rowland miró a William sin parpadear. Los instintos de William casi nunca fallaban, y Rowland había aprendido a no cuestionar su precisión.
—¿A qué te refieres? —se interesó.
—No lo sé —murmuró William, clavando la vista en el fuego— pero no me quedaré tranquilo hasta que Cathryn se convierta en mi esposa—. Alzando la vista súbitamente, William taladró a Rowland con su intensa mirada—. ¿No te parece extraño que toda la gente de Greneforde esté tan atemorizada y que en cambio su señora se muestre tranquila y sin ningún signo de angustia?
—Lady Cathryn es una mujer con un portentoso autocontrol —contestó Rowland simplemente.
—Supongo que sí —murmuró William, desviando nuevamente la vista hacia el fuego, plenamente consciente de que aquel rasgo de su futura esposa le hacía ahora menos gracia que unas horas antes. Parecía una mujer fría, con un corazón de hielo, una característica nada deseable de la mujer con la que muy pronto se acostaría—. Ella es de Greneforde, y sin embargo no se comporta como el resto de la gente de Greneforde.
—Es una dama —matizó Rowland.
—Ya, pero ser una dama no implica ser tan diferente.
—Lo es en el caso de lady Cathryn.
—Eso parece —respondió William suavemente—. Sin embargo… no estoy seguro…
—¿Temes que te traicione? ¿Que no soporte la idea de cederte las riendas de Greneforde?
—Qué raro que utilices la palabra «traición». No había considerado la cuestión en tales términos; sin embargo, la palabra encaja con la forma en que empiezo a ver a Cathryn. Pero… ¿que se niegue a ceder el castillo de Greneforde? —repitió William, con los ojos centelleantes—. No, no la temo por eso. Greneforde me pertenece —concluyó con un tono tajante.
Rowland se recostó en el respaldo con los contornos ajados de la banqueta de madera.
—En tus manos está acabar con esa inquietud de una vez por todas; la dama te espera en el salón, tal y como te ha prometido. Sólo tienes que acudir a la cita, estrecharla entre tus brazos y tomarla por esposa.
—Sí, tienes razón —convino William, y acto seguido se puso de pie. Su capa revoloteó graciosamente alrededor de sus pantorrillas—. Sólo tengo que tomar a Cathryn para afianzar Greneforde; son dos caras de la misma moneda, ¿no es cierto? Ya ha llegado el momento de acabar con esta incertidumbre que tanto me incomoda.
William se dio la vuelta y enfiló hacia la puerta a grandes zancadas con una firme determinación; Rowland decidió seguirlo a un ritmo más pausado. El padre Godfrey y George, el clérigo que William había contratado en Londres, lo esperaban junto a una mesita cubierta con un bello mantel de color rojo. Todo estaba en un silencio inusual; habían ahuyentado a los perros, los criados se habían retirado, e incluso la lluvia había cesado su cadencioso martilleo. Tal y como esperaba, Cathryn se hallaba departiendo animadamente con Godfrey. Sin dejar de fruncir el ceño, William cubrió el espacio que lo separaba de ellos con unas amplias zancadas.
—¿Estáis seguro de que no necesitáis descansar un rato antes de oficiar la misa?
Godfrey estudió la cara de Cathryn y aspiró aire antes de contestar. «Menuda intensidad, y, además, menuda intensidad reprimida, en un cuerpecito tan esbelto», pensó. Sólo hacía unas horas que habían llegado a Greneforde, y sin embargo ella no parecía desfallecer a la hora de insistir en el tema del funeral. Godfrey habría pensado que lo normal en una joven a las puertas de su boda sería que lo acosara con mil preguntas acerca del hombre con el que se iba a casar; en cambio, no había mencionado a William ni una sola vez.
Godfrey ahogó una sonrisa. Conocía a William lo bastante bien como para saber que la falta de curiosidad que ella profesaba hacia él únicamente conseguiría hollarle el orgullo. William había gozado de fama de león entre las mujeres durante muchos años y ahora esperaba que Cathryn reaccionara igual; Cathryn de Greneforde le estaba dando un insoportable varapalo, aunque Godfrey dudaba de que ella se diera cuenta. Y allí radicaba el problema: ella trataba a William como alguien que no era más que una inconveniencia necesaria, un sujeto con el que debía casarse por obligación para luego relegarlo de nuevo a la oscuridad tan rápido como fuera posible. Realmente era una forma de comportarse la mar de extraña por parte de una damisela que acababa de conocer a su prometido, pero Godfrey no era un tipo al que le gustara inmiscuirse en los problemas ajenos. Pensaba esperar pacientemente hasta ganarse la confianza de lady Cathryn. Tanto mejor que ella disfrutara de plena libertad para escoger el momento adecuado, ya que sabía por experiencia que de la pasividad más benigna emergían las confesiones más profundas. Esperaría, a pesar de que podía notar el enorme lastre que ella soportaba en su alma. Godfrey no comentó nada al respecto, pero le preguntó a Cathryn una cuestión personal:
—Me siento en plena forma, lady Cathryn. Oficiaré la misa tan pronto como pueda, pero, si me permitís, tengo una curiosidad. —Hizo una pausa para escrutar su cara nuevamente, y entonces le preguntó desenfadadamente—: ¿Qué ha pasado con el cura de Greneforde?
—Decidió acompañar a mi padre en el peregrinaje —repuso ella.
—Pero eso fue hace varios años, ¿no? ¿Queréis decir que no regresó?
—Sí que regresó, con las nuevas de la muerte de mi padre, pero hace unos meses sintió la necesidad personal de peregrinar a Canterbury, y todavía no ha regresado.
Godfrey podía notar por el ademán de Cathryn que ella no esperaba que el cura regresara. La situación era verdaderamente inusual; ninguna morada podía funcionar mucho tiempo sin un cura. La actitud de Cathryn, que hasta ese momento se había mostrado tan expedita en el tema del funeral, era ahora abrupta y sutilmente evasiva. ¡Qué extraño!
—Tengo otra pregunta más, si no os importa. ¿A quién queréis dedicar la misa? —le preguntó el cura, intentando obtener unas respuestas más concisas.
Cathryn bajó la vista hacia sus manos entrelazadas y permaneció callada unos instantes. Acto seguido, contestó con un murmullo, con tanta suavidad que Godfrey apenas consiguió entender sus palabras:
—A alguien a quien yo quería muchísimo.
A pesar de que Godfrey tuvo problemas para comprender su mensaje apenado, William lo oyó con suficiente claridad. Las palabras que ella había elegido no le gustaron en absoluto. Cathryn era huérfana; ¿quién podía ocupar un sitio en su corazón inocente? Sólo existía una respuesta aceptable: nadie.
Al darse cuenta de su presencia, Cathryn se separó un poco del padre Godfrey y miró a William. Su insistencia en el funeral tendría que esperar hasta que hubieran celebrado la ceremonia nupcial y hubieran firmado los contratos; por eso ella tenía tantas ganas de acabar de una vez por todas con aquella formalidad del contrato matrimonial. William le Brouillard era el lord de Greneforde; así lo había decretado Henry. William poseía Greneforde, y eso era un hecho irrefutable. La ceremonia del matrimonio sería meramente el sello en un documento que ya estaba aceptado.
Cathryn lo miró sin mostrar alivio ni urgencia, sino con el sereno control y falta de emoción con la que él asociaba a su futura esposa. ¿Podía alguien ser cariñoso con una mujer tan fría? Ella no mostraba ningún interés por él, ni ganas de hablar con él, únicamente aceptaba su presencia; al cabo de unos segundos, Cathryn se dio la vuelta y enfiló hacia el mayordomo para pedirle que sirviera vino. Sus movimientos eran flexibles y gráciles hasta el punto de recordarle un campo de hierba en primavera y, a pesar de su compostura tan fría, William se sintió atraído por la forma en que se movía. Sus trenzas ensartadas con hilo de seda se balanceaban graciosamente cada vez que se movía, y los mechones de color dorado pálido capturaban la luz de las velas y del fuego.
Godfrey tenía razón: era una belleza. Era tal y como los trovadores describían a sus nobles amadas: esbeltas y pequeñas y con el pelo claro, y a pesar de que sus ojos poseían un tono oscuro en vez del esperado tono azul, William pensó que su belleza aún resaltaba más gracias a aquellos ojos.
Y ella ni siquiera se había fijado en él con curiosidad, como haría una doncella que mirase al hombre que deseaba. William clavó los dedos crispados en su imponente capa para contener la rabia. No podía recordar la última vez que una mujer no le había prestado atención, seguramente porque nunca antes le había sucedido. En todos aquellos años de experiencia, incluso durante los años mozos, siempre le había acompañado el reconfortante sonido de los suspiros por parte de las mujeres que estaban cerca de él, así como los gemidos de pena cuando se alejaba de ellas. Pasándose la mano por la barbilla, se ajustó la capa con una rápida sacudida con la mano e irguió la espalda. Con una corta reverencia, aceptó la copa de vino que Cathryn le entregó.
Rowland observó cómo William reprimía su exasperación y, adivinando la causa, sonrió mientras William aceptaba la copa de manos de Cathryn. De repente se sintió invadido por una placentera sensación al pensar que ya no había ninguna guerra que pudiera distraerlo; la vida en Greneforde, contemplando cómo ese par de tortolitos se sentían incómodos resultaba un pasatiempo de lo más entretenido.
—Empecemos de una vez, padre. —William ordenó con una voz educada—. Cuanto antes acabemos antes podremos disfrutar del magnífico ágape que Greneforde nos ha preparado. —Educadamente asintió hacia Cathryn, preguntándose si ella tenía intención de retrasar la ceremonia.
Pero Cathryn no dijo nada.
—A este matrimonio yo aporto —empezó a decir ella con sutileza— el castillo de Greneforde, las tierras aledañas y que se extienden veinte leguas al norte, diez leguas al este y al oeste, y que limitan por el sur con el río Brent; también la torre Blythe, que se halla a ocho leguas de distancia de los límites de las tierras de Greneforde, por el oeste. —Mirando primero al padre Godfrey y luego a William, añadió sin disculparse—: Hace mucho tiempo que no visito la torre Blythe, por consiguiente no sé en qué estado la hallaréis.
William asintió y dijo:
—Cuando la vea, determinaré su condición y haré lo que sea necesario.
—Además —volvió a hablar Cathryn— la aldea de Greneforde, como ya sabéis, no existe. En los últimos años fue saqueada reiteradamente y hace dos años desapareció por completo. Los sobrevivientes viven ahora dentro de la empalizada.
—Aunque no sean muchos los habitantes, las reservas de comida en Greneforde son peligrosamente escasas —intervino Rowland en un tono sosegado.
Cathryn permaneció tan erguida y tranquila como una plántula ante un viento insistente mientras se encaraba a los hombres situados al otro lado de la mesa con el mantel rojo sangre que los separaba. Se hallaba sola, sin embargo no perdió la compostura. Sus siguientes palabras resonaron en la estancia a causa de su brevedad.
—Ha sido un año muy duro para Greneforde.
—Nos hacemos cargo. Sabemos que habéis perdido a todos vuestros caballeros en los últimos meses —dijo William.
A pesar de la evidencia, él no comprendía cómo el castillo de Greneforde había podido sobrevivir durante tantas semanas en unas tierras asediadas por mercenarios que no estaban a las órdenes de nadie en concreto. Especialmente si tenía en cuenta la observación de Rowland; ¿adónde había ido a parar toda la comida, si apenas había gente a la que alimentar?
Cathryn no aportó ninguna respuesta a la observación de William, sino que permaneció en silencio e inmóvil. Fue el padre Godfrey quien dirigió la conversación de nuevo hacia el contrato de matrimonio.
—¿Vuestro patrimonio incluye alguna cosa más, lady Cathryn?
Sin perder la compostura, Cathryn contestó mirando directamente a William, sin apartar los ojos de él:
—No hay monedas, ni joyas, ni plata. Lo que mi padre no se llevó con él en la peregrinación, los años de guerra lo han ido consumiendo.
Ella aportaba muy poca riqueza líquida a aquella unión matrimonial, pero ofrecía lo que William más deseaba: un hogar y unas tierras. Mirándola fijamente, con la espalda recta y los ojos alertas, William sólo pudo sentir orgullo ante el honor y la dignidad que ella había mostrado al hablarles con toda franqueza de la pobreza que envolvía Greneforde.
A continuación, el padre Godfrey desvió la mirada hacia William, no sin antes comprobar que George había anotado la aportación de Cathryn.
—Y ahora es el turno de William le Brouillard de referir lo que él aporta a esta unión.
Cathryn retrocedió un paso, pero siguió mirando a William con atención. Al notar la tensión de su futura esposa, William pensó que podía adivinar sus temores. Por ley, sus fortunas tenían que ser de un valor equivalente. Si su parte no igualaba a la de su prometida, el matrimonio sería considerado nulo. Con una buena dosis de orgullo y aspirando hondo, él le mantuvo la mirada y empezó a enumerar:
—Por mi parte ofrezco un servicio de mesa de plata maciza, una vajilla compuesta por doce platos de oro, quinientas piezas de oro, un arcón lleno de especias, un arcón lleno de telas preciosas traídas directamente de Oriente, doce caballos de batalla, una pequeña bolsa con piedras preciosas incrustadas en joyas de oro y plata, y unas alforjas llenas de semillas.
Los ojos de Cathryn se iluminaron con un oscuro fuego al escuchar la palabra «semillas», y no pudo evitar mirar a su futuro esposo con regocijo. Así pues, parecía evidente que a ella no le importaba tanto el oro como las semillas. Por lo menos, ambos coincidían en aquel punto, y William se alegró ante tal constatación.
—He adquirido las semillas en las diversas tierras que he recorrido con el fin de que algún día pueda enriquecer mi propia tierra con ellas —asintió él con firmeza—. Por lo visto, compartimos nuestro interés por la agricultura.
Cathryn intentó no hacer caso de la calidez de su tono y del desmedido brillo de sus ojos al mirarla, como si ella fuera una delicada pieza de orfebrería.
—Aportáis copiosos regalos costosos y objetos preciosos a nuestro matrimonio, milord, pero la viabilidad de poder comer cuando uno pasa hambre es lo más importante. —Sonriendo educadamente, agregó—: Estoy segura de que sabré apreciar la vajilla de oro cuando mi estómago esté saciado de oca asada.
Por experiencia propia, William sabía lo que significaba pasar hambre; sí, el hambre no era un buen compañero de viaje, por lo que comprendía plenamente los sentimientos que le expresaba su futura esposa. Durante sus andanzas como cruzado, William también había pasado hambre hasta llegar al punto de la desesperación. Por eso sonrió abiertamente, para mostrarle su total acuerdo.
Y Cathryn se olvidó de las semillas.
Nunca antes había visto a un hombre con una belleza tan arrolladora. Su sonrisa iluminaba el mundo de una forma que ni tan sólo el sol conseguía, y Cathryn se preguntó cómo era posible que no hubiera quedado totalmente ciega ante la intensidad de aquella sonrisa.
El mundo se encogió hasta quedar únicamente él. Todos los sonidos cesaron. Todos los pensamientos volaron. Él la estaba seduciendo y ella permaneció inmóvil, incapaz de respirar. Cathryn se sintió invadida por una parálisis como nunca antes había experimentado. No se trataba de un control de las emociones impuesto por sí misma sino de una parálisis abrumadora que emergía del centro de su ser y se expandía irremediablemente por todo su cuerpo, hasta el punto de congelar el mismísimo aire que la rodeaba.
William le Brouillard había conseguido tocar su fibra más sensible; él la había abordado con sigilo y había liberado todas las emociones que ella guardaba con tanto celo. ¡Y lo había conseguido con tan sólo una sonrisa!
Sin embargo, lo único que William vio fue la pasmosa inmovilidad de Cathryn, que él confundió con una actitud de serenidad y absoluto control de sí misma. Desafiando la razón, William se sintió decepcionado con la respuesta por parte de ella, y acto seguido se reprendió a sí mismo por su propia estupidez. Cathryn era más fría que un témpano. Sin embargo, no debía olvidar que formaban una buena pareja; después de todo, el objetivo de William era obtener y velar por aquellas tierras, y por lo visto compartían ese amor por la tierra.
Greneforde ya casi era de su propiedad.
A continuación, el padre Godfrey inició la ceremonia que los uniría ante los ojos de Dios.
—Lo único que queda es que yo os pida solemnemente vuestra mutua conformidad al matrimonio. Es el momento de que reflexionéis… y penséis en Dios, que bendice todos los matrimonios…
Cathryn sólo oyó algunos fragmentos de la ceremonia. Luchaba contra la subyugación de su persona ante William, y encima sin oponer resistencia alguna. La voz profunda de William retumbó en sus oídos mientras ella oía:
—Sí, yo, William, te tomo por esposa.
Entrelazando las manos sobre su regazo, la imagen perfecta de la sumisión femenina, Cathryn respondió con suavidad:
—Sí, yo, Cathryn, te tomo por esposo.
Cathryn se acababa de entregar.
El padre Godfrey sacó entonces un anillo de oro ribeteado de rubíes y con un topacio incrustado que captaba y reflejaba la luz titilante de las velas.
—Que el Creador y Señor de todos los hombres, portador de la vida eterna, conceda su bendición a esta alianza.
William tomó el anillo de la mano del cura y lo colocó sucesivamente en tres de los dedos de la mano derecha de Cathryn, separando con gentileza sus manos entrelazadas, y en cada ocasión pronunció:
—En el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo.
Acto seguido tomó su fina mano izquierda con solemnidad entre las suyas encallecidas, la miró a los ojos y se preparó para decir las últimas palabras del contrato:
—Con este anillo yo te esposo.
En aquel momento, ella notó una extraña opresión en el pecho.
Con un tono ronco, William continuó:
—Con mi cuerpo te honro. —La inamovilidad de Cathryn se hizo añicos como unos carámbanos estrellándose contra el suelo.
—Y te hago partícipe de todos mis bienes.
Incapaz de apartar la vista de él, Cathryn intentaba recuperar la paz en su rígido control.
Entonces, guiados por el padre Godfrey y seguidos por Rowland, cruzaron el salón en silencio y enfilaron hacia la capilla que se hallaba en el piso superior. De todas las estancias del castillo, la capilla era la única que disponía del verdadero lujo de tener el techo acristalado. Cathryn avanzó hasta el centro de la nave y sintió el suave tacto de William en su mano acto seguido ambos se postraron en el suelo, y el padre Gregory extendió las manos sobre ellos.
El rugoso suelo de madera estaba frío, en contacto con la mejilla de Cathryn, y ella agradeció la sensación. Quería evadirse de todo lo que la asfixiaba: la pobreza de Greneforde, el hambre, el hecho de que su casa hubiera sido cedida a un desconocido y de que aquel desconocido fuera ahora su esposo. Pero no podía. Las emociones reprimidas durante tanto tiempo se apilaban ahora en su estómago y en su pecho de tal modo que, en aquella postura postrada, Cathryn tuvo miedo de desfallecer. Aquel hombre iba a ser su señor; su vida estaba ahora en manos de aquel desconocido por la autoridad tanto divina como del rey. ¡Oh! ¡Cuánto lo detestaba! Él podría azotarla, encerrarla, matarla de hambre, pero ella seguiría detestándolo, de eso no le cabía la menor duda. Las siguientes palabras del cura la pillaron desprevenida.
—Que Dios os bendiga, y que sea el Señor quien os enseñe a honraros y a respetaros mutuamente en cuerpo y alma.
¿Era cierto que Dios la había bendecido dándole a William le Brouillard por esposo? Eso era lo que precisamente ella había intentado transmitir a Marie y a John y al resto de los sirvientes, pero en el fondo de su corazón, ¿lo creía? ¿Podía Dios instruirla para que adorara y respetara a su esposo —puesto que ahora ya era su esposo— en cuerpo y alma? ¿Cómo podría usar su cuerpo, el fruto de su dolor, para adorar a su esposo? Se le antojaba una idea imposible y, sin embargo, el cura lo había dicho. Los temblores que habían empezado con las palabras de William volvieron a invadir sus entrañas hasta el punto de que apenas podía respirar. Cathryn se puso de pie con la ayuda de William, entrelazó las manos con dedos crispados sobre su regazo y procuró calmarse. Ella era Cathryn de Greneforde, y no pensaba desmayarse en aquel momento.
De pie, a la derecha de William, casi pegada a su mano de modo que podía notar el calor que emanaba de sus venas, Cathryn oyó la misa por primera vez como mujer casada.
Y entonces la ceremonia tocó a su fin, o por lo menos eso fue lo que ella pensó. William avanzó hasta el altar; su pelo negro brillaba fríamente bajo la tenue luz que se filtraba por el ventanal encima de sus cabezas. Él era muy alto. ¿Cómo era posible que no se hubiera fijado antes en aquel detalle? Iba bellamente ataviado, con una capa que le caía desde sus amplios hombros con una increíble elegancia. Cathryn se tocó la tela rasposa de su vestido de lana; no era el traje más indicado para una boda, pero era lo mejor que tenía.
William se inclinó hacia delante y recibió el beso de la paz del padre Godfrey, quien tampoco era de baja estatura. A pesar de ser alto y robusto, William no era un individuo de constitución gruesa; sus hombros destacaban por su amplitud y tenía la cintura estrecha, con los brazos fornidos y las piernas largas… ¿Por qué no había visto la talla completa de aquel hombre antes? «Porque sus fríos ojos grises me han embelesado», se respondió a sí misma; sus ojos fríos y su sonrisa embaucadora y su pelo negro y… ¡No podía ser! ¡Ya la estaba seduciendo de nuevo! No, ahora no. No en aquel instante en que él avanzaba hacia ella y la miraba con ojos solemnes y alegres a la vez. Y entonces Cathryn se acordó: ¡Él iba a transmitirle el beso de la paz!
William se colocó frente a ella con toda su amplitud pero sin ninguna muestra amenazadora, ya que después de todo su única intención era darle el beso de la paz; sin embargo, la sombra de la cruz cayó sobre ellos y Cathryn se estremeció. Sonriendo con diplomacia, como si pretendiera amansar a un podenco asustado, William emplazó sus manos sobre los hombros de Cathryn. Sus movimientos eran lentos, deliberados y gentiles, pero a pesar de ello, Cathryn dio un respingo al primer contacto. «William pensará que soy una mojigata», se reprendió a sí misma en silencio. Respirando despacio, alzó la cara para aceptar el beso.
Era un beso casto, y no significaba nada más que eso.
Era un beso casto; sin embargo se estaba prolongando demasiado y era demasiado suave y demasiado… íntimo. El aliento de William era cálido y dulce; sus labios, firmes y suaves; su barbilla, dura… A Cathryn le ponía nerviosa que él la tocara. No le gustaba la sensación de estar físicamente tan cerca de él. No le gustaba que el aliento de él se mezclara con el suyo. No quería sentir aquel cuerpo pegado al suyo. No quería que él la tocara porque no deseaba oler su esencia masculina. No quería que él la sedujera. Por eso se apartó bruscamente, con el fin de acabar con aquel mal trago.
Y entonces sí que tuvo la certeza de que la ceremonia había concluido.
El padre Godfrey sonrió con afabilidad. Rowland le propinó unas palmadas a William en la espalda y sonrió visiblemente complacido. Ella observó cómo todos se acercaban a darle la enhorabuena a su esposo, y por un momento se sintió fuera de lugar en su propia boda, y entonces todos se volvieron hacia ella, esperando su reacción.
—La cena está servida, caballeros —anunció con entereza, y sin mediar otra palabra enfiló hacia las escaleras con toda la rapidez que le concedieron sus piernas.
Rowland observó a William con interés, que a su vez observaba cómo su esposa se alejaba apresuradamente.
—¡Menuda esposa más competente que tienes, William! No se deja llevar por las emociones ni tan sólo en un día tan señalado.
Apartando los ojos del punto exacto donde había visto a Cathryn por última vez, William fulminó a Rowland con una mirada severa.
—Exactamente. ¿Y qué hombre no desearía una mujer así por esposa? —replicó, procurando mantener la templanza.
—En eso tienes razón —convino Rowland con un gesto afable.
Como si pretendiera imitar la actitud de su esposa, William enfiló hacia las escaleras y descendió en silencio seguido por Rowland y Godfrey a escasos pocos pasos detrás de él. El banquete estaba servido. Ulrich había traído la vajilla de oro, siguiendo las órdenes de William, para dar el toque de opulencia al banquete que la comida por sí sola no podía aportar. El comedor parecía brillar con los destellos del metal; la mesa relucía con los juegos de plata, peltre y oro, y los caballeros que debían lealtad a William aportaron su granito de arena al esplendor con sus cotas de malla y sus espadas bruñidas.
Cathryn no se mostró inquieta al ver a los hombres armados en su banquete de boda, y eso únicamente sirvió para avivar las sospechas de William. Si ella era inocente de traición, debería haberse sentido insultada. Si era culpable, debería haberse mostrado intranquila por el hecho de haber sido desenmascarada.
«¡Malditas sean las mujeres!», gruñó William para sí. ¿Quién podía confiar en el corazón de una fémina? Cathryn era una verdadera maestra en lo que se refería a ocultar sus emociones, o quizá lo que en verdad sucedía era que carecía de emociones. No, estaba siendo demasiado severo a la hora de juzgarla. Ella parecía nerviosa y dispuesta a conseguir que el banquete fuera un éxito tal y como lo había planeado; eso era más que obvio, y también era muy propio del género femenino. Cathryn permanecía de pie en un rincón, junto al mayordomo, señalando y dando órdenes a la fila de sirvientes mientras entraban cargados con las bandejas de comida caliente. Y súbitamente, empezó a darle órdenes a él.
—Sentaos, milord. Habéis tenido un largo viaje bajo la lluvia; sentaos y comed.
Era una orden educada, pero sin embargo él no podía aceptar su propuesta. Cathryn era la señora y él era el señor. No pensaba sentarse a la mesa sin ella. Y, a pesar de que se moría de ganas de ocupar el asiento correspondiente al lord de Greneforde, no pensaba hacerlo. Ella tendría que guiarlo hasta su sitio y cedérselo con su pleno consentimiento. William no sólo quería que los habitantes de Greneforde vieran cómo ella le cedía su puesto, sino que además quería que ella le entregara Greneforde en persona.
Pero Cathryn ya se había dado la vuelta, esperando que William actuara tal y como ella le había pedido. Era evidente que aquella fémina había pasado demasiado tiempo sin un señor.
Transcurrieron varios minutos antes de que ella se diera la vuelta y descubriera que ni William, ni Rowland, ni Godfrey se habían movido ni un ápice. Al darse cuenta, su expresión de sorpresa fue tal que William estuvo seguro de que jamás la olvidaría. En todas las horas que hacía que se conocían, aquélla había sido la primera muestra de emoción en su rostro.
—¿Tenéis alguna queja, milord? ¿Hay algo que no sea de vuestro agrado? —preguntó rápidamente, con una más que evidente incomodidad.
—Sí —contestó él con un tono sosegado—. Os espero a vos, milady.
—Oh, no es necesario —aseveró ella—. Mi intención era supervisar…
—Señora —la atajó él, con una voz profunda e imperativa—. Os espero.
Para Cathryn, el único destello, el único brillo en toda la estancia se había originado en los ojos plateados de William. El aire se había enrarecido entre ellos. Cathryn podía notar la fuerza de su autoridad sobre ella, incluso en aquella estancia tan concurrida que de repente había quedado sumida en un incómodo silencio. Y supo que tendría que acatar sus órdenes. No, él no se lo había pedido, sino que se lo había ordenado. Pero William era su esposo y su señor, y ella debía someterse a su mandato.
Con unos gráciles movimientos, Cathryn se acercó a él. Sus pasos resonaron en la estancia silenciosa. John decidió salir en su ayuda y le preguntó dónde estaba la sal. El volumen del ruido se incrementó hasta alcanzar el nivel normal, y los sirvientes retomaron nuevamente sus obligaciones y empezaron a entrar y a salir del comedor, a bajar las escaleras y salir al exterior para atravesar el patio hasta la cocina y luego regresar al comedor.
William le ofreció la mano y Cathryn, con un leve escalofrío apenas perceptible, emplazó su mano sobre la de él. La mano de William tenía un tacto cálido y seco, mientras que su mano estaba fría y húmeda. Sin embargo, no podían perder más tiempo, la mesa estaba servida, y William no dudó en guiarla hasta su sitio. ¡Menudo numerito había montado él con aquella estupidez de que lo acompañara hasta la mesa principal! Cathryn no habría imaginado que un caballero acostumbrado a luchar se preocupara por un detalle tan nimio, pero lo cierto era que William no se parecía a ninguno de los caballeros que había conocido hasta ese momento. Él seguía el protocolo de etiqueta y caballería al pie de la letra. Le parecía un individuo realmente extraño según su experiencia, que, a decir verdad, era muy limitada.
William parecía encantado, o mejor dicho, parecía totalmente eufórico de que Cathryn no hubiera rechazado su ofrecimiento de sentarse junto a él en la mesa principal. Aunque lo que realmente le había complacido por igual era que ella no hubiera dudado en colocarse a su lado y que ahora estuviera sentada plácidamente a su izquierda. Para él, ambos representaban un frente unido ante la gente de Greneforde, los dos juntos, y la solidaridad era su objetivo tanto en apariencia como en hechos. Acababan de pronunciar los votos del matrimonio con testigos, por lo que Greneforde ya estaba a salvo. Sólo quedaba una cosa por hacer: consumar el matrimonio.
Ante tal pensamiento, William notó un intenso calor en la parte inferior del vientre.
No se lo esperaba, pero Cathryn estaba resultando una caja de sorpresas. Tenía una belleza cálida y una forma de comportarse muy comedida; su cuerpo era delicado y su voluntad de hierro; William se había sentido atraído por ella incluso cuando se había sentido rechazado por ella. La deseaba y no quería desearla, porque tenía la impresión de que ella no lo deseaba.
Era una experiencia absolutamente novedosa para él.
William se dio la vuelta para contemplar el distinguido perfil de su esposa, y el intenso calor en su vientre quedó visiblemente reflejado en los resplandecientes destellos de sus ojos. Y Cathryn, al notar su mirada, se dio la vuelta y quedó atrapada en el frío calor de aquellos ojos plateados. Había reconocido y comprendido perfectamente la intensidad de aquella mirada. Sin necesidad de realizar ningún esfuerzo, Cathryn se recluyó incluso más en su compostura serena; plegó las capas más externas y visibles de sus pensamientos hacia dentro como una tortuga que buscara refugio en su caparazón.
No hacía ni una hora que estaba casado y ni tan sólo hacía un día que la conocía, pero William tuvo la certeza de que ella se había apartado incluso más de él, a pesar de que no podía entender la razón. Cathryn estaba ahora casada y protegida; su vida estaba en las manos de William, y él sabía que era un hombre apuesto. ¿Por qué ella no se mostraba encantada con los trascendentales sucesos de aquel día en Greneforde?
Alzando la copa, la llevó cuidadosamente no hacia sus labios, sino hacia los de Cathryn. El hecho de que ella fuera ahora su esposa —aunque sólo lo fuera desde hacía unos minutos— le otorgaba el derecho a actuar de aquel modo. Además, sabía que con aquel gesto caballeroso ella le regalaría una sonrisa. La vanidad de William lo exigía. No deseaba que ella aguara la fiesta con un comportamiento mojigato como había demostrado durante la ceremonia. Cathryn reaccionó como si estuviera mareada. No pudo evitar mirarlo con inquietud, como si intentara descifrar si William era un lunático o un idiota. Pero él no era una cosa ni la otra; por lo menos no lo era antes de conocerla.
Sonriendo y mostrando una actitud aduladora, William murmuró algo al oído de su esposa:
—Dejad que sea yo quien os dé de comer, Cathryn. Ya sé que no es la costumbre en Inglaterra, pero es la costumbre francesa.
Cuando ella únicamente se limitó a mirarlo fijamente a los ojos como un cervatillo acorralado, William añadió:
—Será un verdadero honor para mí, mi señora.
William ahogó un suspiro de alivio cuando vio que ella le permitía que él le diera de beber de la copa que ambos compartían en el banquete. A pesar de que él hizo los honores, ella no mostró calidez alguna. Apartando la copa de los labios de Cathryn, William le mantuvo la mirada mientras bebía por el lado de la copa que ella había calentado con sus labios. Cathryn palideció y bajó la vista hasta clavarla en sus manos que mantenía rígidamente entrelazadas sobre su regazo. El magnífico anillo que él le había regalado brillaba esplendorosamente en contraste con la blancura de su vestido. Era la única cosa en ella que brillaba con desfachatez. Sin lugar a dudas, la actitud de su esposa lo dejaba perplejo.
—Vamos hombre; no es más que una doncella inocente —le susurró Rowland a William al oído—. Debe de estar nerviosa, pensando en lo que pasará cuando le toque subir contigo a tu aposento.
Era cierto. William era un imbécil al no pensar en que probablemente ella se sentía incómoda con la perspectiva de la noche de bodas. Súbitamente casi sintió pena por ella. El día se veía desde una perspectiva diferente si el observador era una pobre doncella inocente. La habían obligado a casarse con un perfecto desconocido, a pesar de que aquélla no era una tradición inusual, pero su esposo no había sido elegido por un padre que la quería y que velaba por ella. Su prometido había sido apuntado a dedo por un soberano nuevo en el trono con afán de consolidar las tierras del reino. Esa situación bastaría para incomodar a cualquier doncella hasta un punto inusitado.
—Mirad, Cathryn —le dijo con una esmerada delicadeza. La pena que sentía por ella había atenuado su deseo carnal—. He cortado la porción más sabrosa para vos. —Y la sostuvo en su mano antes de llevarla hasta la boca de ella. Cathryn mantuvo la boca firmemente cerrada mientras el jugo rojo de la carne resbalaba por el dorso de la mano de William—. Es un manjar digno de un festín nupcial, mi señora; me encantaría que la probarais.
Con una visible indecisión, y con una palmaria aprensión, Cathryn abrió la boca, y mientras la carne rozaba sus labios, sacó la lengua para catarla, y William supo que nunca antes había dado de comer a una dama tan genuinamente sensual. Sin embargo, no había sido la intención que él buscaba. Al menos hasta ese momento.
—Muy bien, Cathryn —le susurró infundiéndole ánimos—. No me digáis que no es tierna y deliciosa. —El jugo resbalaba libremente por su mano—. ¿Deseáis más?
—No —contestó ella tajantemente cuando hubo engullido el trozo de carne con un tremendo esfuerzo.
—¿No? —William sonrió lentamente—. Tenéis poco apetito, señora. Preferiría tener una esposa con un hambre voraz para poder satisfacer su apetito hasta que ambos quedásemos saciados.
Cathryn respiraba ahora aceleradamente por la boca. Estaba segura de que si él no dejaba de mirarla con esos ojos sedientos, esos ojos que la devoraban, vomitaría irremediablemente sobre el delicado mantel de la mesa. Toda esa palabrería sobre carne y hambre voraz… había conseguido removerle el estómago. No estaría nada mal que vomitara encima del regazo de William. Entonces sí que sería un festín propio de una boda.
John la salvó de la única forma que se le ocurrió: improvisando una distracción realmente necesaria. Acercándose a William, le sirvió más vino, alzando el brazo justo a la altura de su cara. La expresión de asco que se dibujó en la cara de su esposo ayudó a Cathryn a recuperar nuevamente la compostura; de hecho, tuvo que contenerse para no echarse a reír. John se tomó su tiempo para servir el vino, moviendo el brazo y sacudiendo la manga con tanto vigor como podía. Cathryn estaba preparada para el comentario de William cuando John se apartó de la mesa.
—Ya estamos otra vez —empezó a decir él, mirándola con ojos casi acusadores—. El hedor por la falta de higiene se ha mezclado con el olor de la comida. ¿No estáis de acuerdo?
¡Con qué caballero tan delicado se había casado, que consideraba de mal gusto el saludable hedor a sudor! Pero ella no expresó sus pensamientos; ni tampoco reveló lo que pensaba con la expresión de su cara. Mirando serenamente a su esposo, contestó:
—Están todos exhaustos por el enorme esfuerzo y los nervios que han pasado preparando el banquete. Particularmente con el retraso —remarcó tranquilamente.
William no quiso seguir con aquella conversación. En vez de eso se dedicó a estudiar su cara. Era realmente bella, pero carecía de calidez y sus ojos carecían de brillo. Bueno, eso cambiaría, y rápidamente. Cathryn estaba aterrorizada con la noche de bodas; seguro que cuando hubieran consumado el matrimonio, ella cambiaría y se abriría como cualquier otra mujer. El miedo la dominaba; de eso no le cabía la menor duda.
Lamentablemente, no le faltaba razón.