Capítulo seis

Al oír el rugido de William, el padre Godfrey se apresuró a reanudar sus plegarias, con las manos fervientemente entrelazadas sobre el pecho.

John, que se había quedado en el comedor un rato después de que se hubiera acabado la cena, también oyó el grito del lord de Greneforde. Con ojos solemnes, salió en silencio del comedor y enfiló hacia la cocina.

Rowland, que se hallaba sentado frente a la gran chimenea en el comedor, dejó de bruñir la espada unos instantes. Mientras el grito de William se desvanecía, sonrió y reanudó la meticulosa labor.

La puerta de la capilla se abrió con una alarmante quietud. Sólo cuando las velas en el altar titilaron levemente, Godfrey interrumpió sus rezos. Únicamente un hombre era capaz de moverse con tanto sigilo, y siempre lo hacía cuando sus instintos guerreros estaban alerta. El cura alzó la vista y topó con la cara sulfurada de William; la mirada en sus fríos ojos grises consiguió que a Godfrey le temblaran las manos.

—Lo sabíais —siseó William con inquina. Sus palabras cortaron el aire frío como una pequeña nube de niebla.

Godfrey apenas podía respirar. Ocultó sus manos temblorosas debajo de la túnica y rezó para que Dios viniera en su auxilio.

—Y yo tenía derecho a saberlo —prosiguió William en el mismo tono.

Tragando aire con dificultad, el padre Godfrey contestó:

—Yo no tenía derecho a decírtelo.

—Os lo contó en confesión.

Godfrey no podía ni asentir ni negarlo; hacerlo supondría una violación de sus votos.

—La confesión es un acto íntimo entre una persona y Dios —intentó excusarse—. Yo únicamente soy…

—¡Necesito saberlo! —bramó William. Sus ojos refulgían como dos puntos de luz fría—. ¿Ha sido con uno? ¿Con diez? ¿Con todos los hombres que hay dentro de esta fortificación? —Su mano izquierda se crispó sobre la empuñadura de la espada con unos nudillos que habían perdido todo el color, y fue entonces cuando Godfrey se dio cuenta de que William iba armado—. ¿Fue por amor, o se trata de una descocada a la que ningún hombre ni ningún cura puede controlar?

Godfrey vio el dolor reflejado en la cara de William. Saber sólo una parte de la verdad lo estaba consumiendo vivo.

—No puedo contestar —farfulló—. Tendrás que averiguarlo por ti mismo. Piensa en lo que ella ha dicho, en lo que yo te he dicho.

William apenas podía reflexionar. Pero lo intentó. Tenía que hallar la forma de descifrar aquella catástrofe. Si fuera capaz de anular el dolor que sentía a causa de la traición de Cathryn y concentrarse en todo lo que había visto y oído desde que había pisado Greneforde… Pero eso le resultaba más arduo que cualquier batalla en la que hubiera intervenido. Ella, con su carita de santa, se había acostado con otro hombre. Cathryn, con un corazón tan frío como el invierno polar, había hallado calor en la cama de otro hombre. No, ella no era fría. Sólo era fría con él.

—¡Piensa, William! —lo exhortó Godfrey.

William tensó el puño sobre la empuñadura de la espada y ordenó a sus pensamientos que siguieran la senda que él les dictaba. Las imágenes emergieron en su mente como pájaros alzando el vuelo atropelladamente ante el inminente ataque de un perro. Los siervos estaban atemorizados, le había comentado Rowland. La tierra estaba arrasada y baldía. No había caballeros, ni escuderos. Y Cathryn tenía una roca en el lugar que debía ocupar su corazón.

—Ella dijo que había sido un año muy duro para Greneforde.

Godfrey se aferró a aquellas palabras desesperadamente.

—Y te dijo la verdad.

—Y vos dijisteis —repitió William, procurando contener la rabia— que debía tratarla como parte de mi propio cuerpo.

—Es la palabra de Dios respecto al matrimonio…

—¡Ah, la palabra de Dios! —repitió William con amargura—. ¿Acaso vos no me enseñasteis: «Ojo por ojo y diente por diente»?

—¡No, William! —lo reprendió Godfrey, con unos ojos llenos de horror, sin estar seguro de hasta qué punto William pensaba explotar aquella analogía—. La mujer es siempre la parte más débil y ha sido…

—¡Inseminada con la semilla de otro hombre antes que la mía! —profirió William sin poderse contener.

—… agraviada —lo corrigió Godfrey.

—¿Y yo no? —espetó William, reflejando todo su dolor en los ojos—. Me han concedido unas tierras malditas, en un estado de ruina absoluta, y una mujer también maldita. —Con una estentórea carcajada irónica añadió—: Sin lugar a dudas, la recompensa por los servicios prestados a un soberano ha sido un fruto verdaderamente amargo y podrido.

Godfrey alargó su mano y la emplazó encima de la mano crispada de William que parecía pegada a la empuñadura de la espada.

—Ámala, William —le suplicó el cura—. Te has convertido en una sola carne ante los ojos de Dios.

El dolor en los ojos de William desapareció tan rápidamente como un fuego bajo una gélida noche invernal. Entonces respondió con una premeditada insensibilidad:

—No. Amaré las tierras de Greneforde y les entregaré toda la fuerza de mi cuerpo para que vuelvan a florecer. —Con unos ojos tan fríos e inertes como una barra de hierro, añadió—: Sólo las tierras de Greneforde.

Dándose la vuelta expeditivamente, se marchó tan silenciosamente como había llegado.

Signo

John abrió la puerta y entró en la cocina. El fuego estaba apagado y vio que la espaciosa estancia estaba tan limpia como a lady Cathryn le gustaba. John suspiró con pesadez. El día había sido muy largo. Primero, el emisario del rey Henry, y después la llegada del hombre que iba a tomar las riendas tanto de Greneforde como de lady Cathryn. Habían preparado el banquete de bodas en medio de un frenético trajín para limpiar las principales estancias del castillo, y luego también habían dedicado mucho tiempo a estudiar subrepticiamente a los hombres al servicio de William mientras retrasaban la presentación de la cena. Realmente había sido un día agotador. Sin embargo, nadie había cerrado un ojo todavía a esas horas de la noche, aunque todos eran conscientes de que ya no faltaba mucho para que amaneciera.

John no se sorprendió al no encontrarlos dormidos, a pesar de que fuera tan tarde. La verdad era que se habría sentido sinceramente decepcionado si alguien lo hubiera recibido con un ronquido. Y ahora que había abandonado el comedor, todos se volvieron hacia él con ojos curiosos, a pesar de que sabían por qué había venido.

—Lo sabe —fue todo lo que dijo.

Un silencio sepulcral inundó la cocina, a pesar de que la confirmación no pilló a nadie por sorpresa. Todos habían temido aquel momento desde que William le Brouillard había atravesado la puerta de Greneforde.

—¿Y ahora qué? —Eldon expresó con palabras lo que todos pensaban.

—Ahora veremos de qué metal está realmente hecho lord William —respondió John lentamente.

—¿Qué pasará con lady Cathryn? —inquirió Alys.

—Él no le ha hecho daño. —John les aseguró a todos.

—Sin embargo… —añadió Lan con una visible tensión.

—No creo que tenga intención de hacerle daño —expresó John alzando la voz.

—Ni yo tampoco —volvió a intervenir Alys.

—Pues entonces nuestro nuevo lord es un hombre excepcional.

—¿Y si no lo es? —insistió Lan.

—Debemos permanecer unidos y defenderla con todas nuestras fuerzas.

La asamblea asintió mostrando su conformidad. Apoyarían a lady Cathryn, tal y como siempre lo habían hecho y seguirían haciendo, pero Greneforde necesitaba un lord poderoso como guía y protector. Todos tenían fe en Dios de que William le Brouillard era ese hombre, pero no dudarían en ponerse de parte de su señora si era necesario. No permitirían que nadie le hiciera daño a Cathryn, ya que habían aprendido el coste de la pasividad, y sabían que el precio era realmente alto.

En el comedor, Rowland se hallaba sentado en silencio mientras seguía bruñendo la espada. Se sentía satisfecho. William tenía su tierra y su esposa, y se sentía contento por él. Después de tantos años de lucha y búsqueda, William merecía aquel momento de absoluta victoria. El día siguiente les depararía nuevos problemas ante la falta de alimentos y la necesidad de reconstruir la aldea; por consiguiente, lo mejor era disfrutar de aquella noche tranquila.

A continuación, los pensamientos de Rowland se desviaron y él se desvió con ellos, sin preocuparse hacia dónde lo llevaban. La verdad era que no le importaba. Sus pensamientos siempre lo conducían al mismo sitio al final, y hacía tiempo que había cesado en su intento de pelear contra esa realidad.

William apareció sigilosamente entre las sombras del comedor y atravesó la espaciosa estancia hasta quedar a tan sólo unos pasos de su amigo. Aquella noche necesitaba hablar con un amigo más que nunca.

Rowland no alzó la vista, ni interrumpió la labor que lo ocupaba, pero cuando habló, su voz no pudo ocultar la nota de ironía:

—¡Qué raro que un hombre abandone su lecho en la noche de bodas!

William clavó la mirada en el fuego, sin ganas de apartar la vista de aquellas hipnóticas llamas danzarinas.

—Lo que tenía que hacerse, se ha hecho —contestó con una brusca simplicidad.

Sin levantar los ojos, Rowland apuntó:

—Y ahora que ya has cumplido, seguramente anhelarás emprender nuevos planes, ¿verdad?

William oyó las palabras de Rowland, pero no les prestó la debida atención. El fuego envolvía y jugueteaba con los troncos mientras los iba consumiendo lentamente. Así era la vida: un juego con los sueños de un hombre hasta que quedaban reducidos a cenizas, a pesar de que una hora antes no habría pensado de aquel modo. William había albergado grandes esperanzas, había planeado muchos objetivos, después de la infelicidad que había sentido en su niñez. A lo largo de todos aquellos años tumultuosos, beligerantes y sangrientos, jamás había abandonado el sueño de poseer sus propias tierras, su propia fortaleza contra la maldad de cualquier otro hombre. Había luchado con tesón para demostrar su valía a un gran señor que podía recompensarlo con tierras, ya que Henry de Anjou poseía muchas. Había luchado y luchado sin parar, tanto contra sarracenos como contra cristianos, y ahora tenía una nueva batalla ante sus ojos: contra su propia esposa.

Sentía la enorme necesidad de estar con Rowland, de escuchar la voz serena de su amigo y de expresarle sus propios sentimientos. Pero no pensaba hablarle de Cathryn ni de lo que acababa de averiguar en el lecho nupcial. Ella lo había traicionado, pero él no la traicionaría a ella. Ahora estaban unidos ante los ojos de Dios, y William honraría aquel vínculo, no por respeto a ella, sino por respeto a Dios. Lo que sucediera entre ellos dos era un asunto privado, y así continuaría siéndolo.

Rowland siguió bruñendo la espada, procurando no mirar a su amigo a los ojos, procurando darle tiempo y la intimidad que necesitaba para expresar en voz alta sus pensamientos. Su espada relucía y ya no necesitaba más cuidados, pero Rowland no interrumpió la labor. Esperaba a William. Esperaría toda la noche y seguiría bruñendo su espada hasta reducirla a una daga si era necesario.

—La suma de mis planes está aquí —comentó William suavemente mientras señalaba las cenizas alrededor del fuego amarillo.

Rowland eligió sus palabras con esmero, recordando la noche en que comprendió cuán frágiles pueden ser los planes de un hombre cuando quedan fulminados por la poderosa mano de Dios. Sí, podía recordar aquella noche vívidamente.

—Los planes de un hombre se queman y resquebrajan con facilidad. Es el designio divino —apuntó Rowland sin perder la serenidad.

—¡Estoy seguro de que no siempre es el designio de Dios! —explotó William, alzando la voz—. ¡Y si lo es, entonces sus designios colisionan con los míos!

Rowland sonrió con tristeza y apartó los ojos de su espada.

—Normalmente nunca coinciden.

William escrutó los ojos de Rowland y no pudo evitar sonreír con amargura.

—En verdad es cierto lo que dices, amigo mío. —Cuando se volvió nuevamente hacia el fuego, su sonrisa se desvaneció—. Sin embargo, resulta terriblemente doloroso apartarse de los sueños.

—¿Aunque de lo único que te apartes sea de un puñado de cenizas?

William miró otra vez a Rowland directamente a sus oscuros ojos, pero esta vez no sonrió.

—Sí, incluso si sólo se trata de un puñado de cenizas —respondió con una enorme tristeza.

—Entonces construye un nuevo sueño, William, y sacúdete las cenizas de tus manos guerreras. Si Dios quiere, triunfarás.

William se sentó en la banqueta situada delante de Rowland, intentando asimilar la sabiduría de las palabras de su amigo, unas palabras que sabía que Rowland se había aplicado a sí mismo.

—¿Y si Dios no lo quiere? Rowland sonrió plácidamente.

—Dicen que siempre hay un montón de sueños por perseguir.

El consejo de Rowland era acertado, aunque lo que los hombres decían y lo que creían a menudo tenían muy poco en común. Ambos permanecieron callados, haciéndose compañía solemnemente, solos en la vasta oscuridad del comedor, cada uno perdido en el misterio y la belleza de las llamas danzarinas. Pero William no pudo encontrar un nuevo sueño entre las cenizas a sus pies.