Capítulo ocho

Cathryn subió las escaleras reposadamente, a pesar de que deseaba subir corriendo para perderse cuanto antes en la relativa intimidad de su propia alcoba, del mismo modo que la marea anhelaba llegar rápidamente a la orilla. Era cierto que su esposo no se había manchado con su sangre virgen, pero sin embargo había derramado la sangre de su corazón durante aquel último intercambio de afrentas. Realmente, William le Brouillard lanzaba palabras envenenadas con tanta maestría como cuando manejaba la espada. ¿Acaso su reputación se extendía más allá de las armas convencionales que se usaban en la guerra hasta incluir la escabechina que él conseguía con su lengua? ¿O era ella la única que había sufrido los efectos de su lengua afilada? Lamentablemente, no era una pregunta que pudiera plantearle a Ulrich.

Tan absorta estaba en sus pensamientos que cuando Marie asomó la cabecita sigilosamente entre las sombras que enmarañaban el vestíbulo de la alcoba, Cathryn dio un brinco del susto. Realmente estuvo a punto de perder el equilibrio, por lo que su repentina reacción hacia Marie fue un poco severa.

—¡Marie! ¡No deberías merodear por aquí a estas horas! ¡La torre está llena de hombres!

—Lo sé, lady Cathryn, pero he oído que lord William ha degollado un gamo y quería saber si era cierto. ¿Es verdad, señora? ¿Comeremos carne fresca esta noche? —preguntó animada, y sus ojos azules se iluminaron con esperanza.

La imagen de William, con las manos ensangrentadas y los ojos fríos como el acero cortante, emergió en su mente. Nuevamente notó que iba a perder el equilibrio, a pesar de que tenía ambos pies firmemente plantados en el suelo.

—Sí —respondió simplemente, sin poder apartar de su pensamiento la gélida mirada de William.

—¡Oh, milady! ¡Entonces teníais razón cuando dijisteis que un caballero traería vida a Greneforde!

Las palabras de Marie casi consiguieron arrancarle una carcajada. De nuevo vio a William como la última vez que lo había visto, y la visión le provocó tanto tormento como si le acabaran de dar otra estocada. ¿Cuánto tiempo tardaría en borrar de su mente aquella imagen de Le Brouillard, de pie sobre la carcasa del animal, cubierto por la sangre fresca de su presa?

Pero no tuvo tiempo de responder. En las escaleras resonaron unos pasos rápidos y ligeros, y de repente Ulrich apareció en el vestíbulo. Probablemente William lo había enviado a buscar alguna cosa. El escudero se precipitó hacia Cathryn, que intentó ocultar a Marie, y la joven sirvienta soltó un grito de temor o de sorpresa. —Cathryn no acertó a identificar la causa—. Marie había sido descubierta. Y por el escudero de William.

Tras un frenético remolino de faldas, Marie desapareció, con mucho más sigilo que la llegada de Ulrich. Pero Ulrich, cuya vista había sido entrenada para encontrar y perseguir doncellas, la había visto, y tan claramente como para quedarse prendado de sus vivaces ojos azules y sus pechos generosos. Tenía el olfato de un podenco, y no pensaba abandonar su empeño tan fácilmente, a pesar de que Cathryn lo intentó.

—¡Ulrich! —lo llamó severamente al ver que el muchacho tenía intención de pasar delante de ella y seguir el rastro de Marie—. ¿Se puede saber con qué motivo te presentas de esta forma en mi alcoba? —Y cuando su pregunta no obtuvo el efecto deseado de captar su atención, continuó—: ¿Acaso te envía tu señor con algún encargo urgente?

Al mencionar a William, Ulrich se detuvo en seco y resopló pesadamente. Cathryn no pudo determinar si era una señal de frustración o de ansiedad.

—Sí, lady Cathryn. Lord William me ha pedido que suba a buscar un jabón especial que le prepararon específicamente para él en Flandes; tiene un aroma delicioso, y desea quitarse el olor a sangre de su cuerpo.

Cathryn intentó resistir la necesidad de comentar el grado de fastidio de William con su obsesión por la higiene personal, pero no pudo evitar enarcar ambas cejas ni ocultar la sorpresa en sus ojos. Y puesto que no tenía a William delante sino a su escudero, no se esforzó por ocultar la expresión.

—Tu señor parece bastante obsesionado con la higiene personal, Ulrich. ¿Es eso un rasgo común entre los caballeros franceses?

—No, milady —resopló el muchacho con exasperación—. Únicamente de mi señor. De todos los caballeros que he conocido, es el único que siempre necesita estar aseado, y también exige que los que lo rodean estén limpios.

—Sí, ya me he dado cuenta —comentó ella con sequedad.

—Ah, milady, ¿sabíais que me exige que me bañe una vez a la semana? —explotó sin poderse contener, deseoso de compartir aquella información escandalosa con alguien que pudiera sentir pena por él.

—Realmente, tu adiestramiento como caballero es de lo más riguroso —murmuró Cathryn con una sonrisa.

—Se trata de un hábito que mi señor adquirió en la tierra de Nuestro Señor, y por lo visto le gustó tanto esa práctica —y, he de confesar que también gustó a muchos otros caballeros cristianos, a pesar de que ninguno fuera tan religioso como mi señor—, que se baña prácticamente todos los días.

—Y hoy también, supongo —concluyó Cathryn, ahora más tranquila, al pensar que Marie ya había tenido tiempo de ocultarse.

—Así es, milady. ¡He de encontrar el jabón o me retorcerá el pescuezo! Así que, si me perdonáis…

Y, con la velocidad de un rayo, salió disparado de la alcoba.

Cathryn, que sospechaba que Ulrich se había dirigido hacia la alcoba del señor, tomó la dirección opuesta y enfiló hacia la cocina, evitando cuidadosamente el grupo de personas que se habían congregado alrededor de la pieza de caza, ahora irreconocible. Pero era a William a quien deseaba evitar.

John estaba allí, y Alys y Lan y media docena de sirvientes. Era obvio que la estaban esperando.

—Lord de Greneforde exige agua caliente —informó con calma.

Por supuesto, Cathryn no había dicho nada que ellos no supieran. La verdad era que estaba empezando a preguntarse si existía alguna fortificación entre Londres y Damasco que no conociera la fascinación que William le Brouillard sentía por el agua y el jabón. Pero lo que la gente de Greneforde no sabía era cómo Cathryn pensaba actuar respecto a la reiterada petición —o mejor dicho, exigencia— de que todos se bañaran.

—Puesto que él es el señor, debemos acatar sus órdenes —prosiguió Cathryn con el mismo tono afable—. John, por favor, asegúrate de que haya suficiente agua caliente para el señor.

—¿Y para el resto de nosotros, milady? —quiso saber el mayordomo.

Cathryn sonrió cándidamente, saboreando con antelación su pequeña venganza. Con un brillo burlón en sus ojos castaños, contestó:

—Lord William ha demostrado su habilidad en la caza y hoy nos ha traído un gamo. ¿No es lógico que dediquemos todo nuestro tiempo a preparar este espléndido manjar para que podamos saciar nuestro apetito en la cena?

John sonrió, igual que los demás.

—Sí, milady —afirmó John—. Estaremos muy ocupados todo el día.

—Así es —replicó ella, y los dejó con la labor.

Al pasar por el patio, Cathryn constató que el grupo de personas que se había congregado previamente en el patio alrededor del gamo se había dispersado, y William tampoco estaba. La sangre se había secado y se habían llevado las vísceras para preparar la base de los deliciosos platos que saborearían durante la cena. Probablemente sería un festín más propio de su boda que el que habían degustado la noche anterior, pero sin la habilidad de Le Brouillard, no habrían tenido la oportunidad de comer carne de venado, y sin la boda, Le Brouillard tampoco habría estado en Greneforde. Cathryn suspiró. No podía negarlo, William se estaba ganando su puesto en Greneforde. Y además de su valor, estaba demostrando su afán, sus ganas de ofrecer a los habitantes de Greneforde aquello que necesitaban. Cathryn había elegido cuidadosamente las palabras cuando le había comentado a Marie que un esposo sería realmente beneficioso para Greneforde. Y Marie tenía razón cuando le había expresado sus temores sobre si un esposo sería realmente beneficioso para Cathryn.

¡Cielo santo! ¿Pero qué le pasaba aquel día a Cathryn? Era evidente que ella y Le Brouillard no podían ser amigos, aunque no era recomendable que siguieran alimentando su enemistad. Greneforde disponía ahora de un lord poderoso. Y a pesar de que William tratara a Cathryn con tan poca consideración, por lo menos no la había humillado ni repudiado, lo cual era de admirar. Otros hombres la habrían matado al descubrir que no era virgen. William podría haber anulado los votos y haberse marchado de aquellas tierras, y Greneforde habría quedado en la misma situación de desamparo como lo estaba antes de la llegada del nuevo lord.

En realidad, Cathryn tenía muchas cosas que agradecer, aunque su esposo fuera tan apuesto que la sumiera en aquel estado de incomodidad permanente, aunque fuera tan atractivo con sus ojos grises enmarcados por aquellas largas pestañas negras, aunque tuviera unos labios tan sensuales y unas mejillas deliciosamente perfiladas. Su aspecto era tan diferente al de los típicos caballeros ingleses, de pálidos ojos azules… Un desagradable cosquilleo en el vientre puso fin a aquella línea de pensamientos mientras Cathryn se apresuraba a atravesar la puerta en dirección al granero de la gran torre.

Había comenzado a llover de nuevo. La lluvia empezaba a limpiar el suelo manchado con la sangre del gamo. En una hora, nadie sabría que allí se había derramado sangre. De repente, Cathryn oyó un leve ruido y se ocultó entre las sombras.

Mucho más sigiloso que su escudero, William descendió las escaleras velozmente. La sangre seca cubría sus manos, sus brazos y sus piernas, y su pelo rizado brillaba opacamente, con los rizos empapados en sudor. Cathryn contuvo la respiración cuando lo vio y pegó la espalda a la pared porque temió perder el equilibrio y caer de bruces a causa de la tensión. Su corazón latía desbocadamente pero no tenía miedo. William le Brouillard era un hombre tan apuesto que era digno de admirar.

Sabiendo cuáles eran sus intenciones, se apresuró a hablar antes que él:

—Ya están calentando el agua, milord. Cuando esté lista, la subirán a vuestra alcoba para llenar la bañera.

—Veo que te anticipas a mis deseos, y he de admitir que en este caso has acertado.

—No es tan difícil. —Cathryn esbozó una sonrisa.

—¿Ah, no? —replicó él, devolviéndole la sonrisa—. Entonces te agradeceré que compartas tu talento con Ulrich. Lo he enviado a buscar…

—Jabón —acabó ella la frase—. Una mezcla especial que mandasteis preparar en Flandes, si no estoy mal informada.

—Me lo figuraba. —William gruñó desenfadadamente—. Ulrich ha tenido tiempo para hablar del encargo pero en cambio no para llevarlo a cabo. Le dije que primero buscara en mi arcón. Si no lo ha encontrado cuando suba, se enterará de lo que es bueno y se quedará sin cenar, por más que su estómago proteste.

Cathryn sonrió más abiertamente. Empezaba a comprender a su esposo un poco más que el día anterior. Sabía que no le haría daño al muchacho, por más que Ulrich lo provocara. ¿Quién iba a saberlo mejor que ella?

William la observó, perdido en el brillo de su sonrisa e intentando resistirse desesperadamente. Parecía que ambos habían olvidado las palabras afiladas que habían intercambiado unos minutos antes. William no deseaba pasar los días enzarzado en combates verbales con su esposa, y por lo visto ella también se mostraba proclive a iniciar una relación más cordial. Aquel comportamiento más relajado por parte de Cathryn lo sorprendió, ya que dudaba de que ella pudiese albergar un poco de ternura en su interior. Fue una sorpresa realmente grata.

Movido por el impulso, William preguntó:

—Me encantaría que me ayudaras a bañarme, Cathryn. —Sus ojos grises adoptaron un brillo extraño, como un escudo acabado de bruñir expuesto súbitamente al sol.

Pero a pesar de la inmensa calidez en su mirada, Cathryn se quedó petrificada.

—Pero Ulrich os espera —susurró ella, con los ojos fijos en los de su esposo.

—Es mi escudero, Cathryn. En cambio, tú eres mi esposa.

Su esposa. Los pensamientos de Cathryn se iluminaron como los ojos de William. Estarían solos en la alcoba. Ella lo desvestiría y vería su cuerpo empapado de sudor, y vería cómo se hinchaban los músculos de sus brazos cuando él se agarrara a la bañera para sentarse en su interior. Cathryn tendría el paño en sus manos y tendría que tocar aquel cuerpo, frotarlo con jabón, y notar la suavidad de su piel y la firme musculatura. El vapor, del mismo color que los ojos de William, empañaría su visión…

Sí, el vapor empañaría su visión.

Aunque pareciera imposible, los dos estaban pensando lo mismo, los dos estaban visualizando la misma imagen. William podía leerlo en los ojos de Cathryn. Y ella podía verlo en los de su esposo.

—Es una pequeña petición —suplicó él con voz ronca.

—Lo sé —susurró ella, sin poder apartar los ojos de los de su esposo. Y la imagen no se desvaneció, sino que dado que ahora la compartía con William, fue ampliándose hasta que Cathryn sintió un intenso calor. No podía sucumbir a aquella clase de atracción; no podía. En su corazón no había espacio para dedicárselo a él, ya que William no era un hombre con el que quisiera compartir su corazón; él querría apoderarse de todo su ser, y eso era algo que Cathryn no podía permitir. No, no pensaba entregarse a él. La voz del otro caballero —el de los pálidos ojos azules— invadió sus pensamientos, y sus temblores se incrementaron.

Lan pasó por delante de ellos, y al disponerse a subir las escaleras derramó una parte del agua que llevaba en el cubo. Aquel incidente rompió la tensión y la presión que William estaba ejerciendo sobre ella.

—Os ruego que me disculpéis —se apresuró a decir Cathryn—. Hay asuntos que reclaman mi atención.

Sin esperar ni un segundo, salió disparada, y William vio su melena dorada ondeando al viento antes de perderla totalmente de vista. Lan perdió el equilibrio y derramó más agua sobre los pies de William. Se disculpó rápidamente y continuó su camino, dándole la espalda a William para que el señor no viera su sonrisa de satisfacción.

William apenas se dio cuenta de aquella jugarreta. Sus ojos se habían quedado fijos en el punto donde Cathryn había permanecido de pie. A medida que pasaban los minutos, su enfado se fue incrementando. Había leído en los oscuros ojos castaños de su esposa la imagen que ella había tenido de él, desnudo y empapado de agua, y había visto la semilla del deseo que emanaba de lo más profundo de su ser. Pero aquel deseo se había mezclado súbitamente con un intenso terror.

William dio media vuelta y subió las escaleras, y a cada paso que daba se recriminaba a sí mismo por el hecho de ser tan necio. Llegó a su alcoba antes de haber acabado de recitar toda su lista personal de insultos.

Lan fue el primero de una larga hilera de hombres en subir cubos de agua a la habitación que William había compartido la noche anterior con lady de Greneforde, a pesar de que Lan fue el único que se mostró tan patoso derramando prácticamente todo el contenido de su cubo. Ulrich había encontrado el jabón de Flandes que estaba buscando y aguardaba a su señor con una enorme toalla de lino. William permaneció de pie en un rincón de la alcoba, con los brazos cruzados sobre el pecho, contemplando la procesión de sirvientes que pasaba por su habitación. Además de su aspecto lleno de roña, todos tenían algo más en común: su visible nerviosismo. Ninguno de ellos era capaz de actuar con tranquilidad.

Ulrich se acercó y lo ayudó a quitarse la camisa larga y las mallas; cuando William alzó la vista de nuevo, se encontró con media docena de hombres mugrientos mirándolo fijamente, boquiabiertos. Tras verter el contenido del último cubo, todos desaparecieron con paso acelerado. «Qué actitud más peculiar», se dijo para sí. Aunque la verdad era que casi todo era peculiar en el castillo de Greneforde.

William se sumergió en el agua caliente con un suspiro, luego entornó los ojos y se relajó con el penetrante calor del baño.

—Ulrich, ¿qué puedes contarme de los habitantes de Greneforde? —le preguntó cuando su escudero empezó a frotarle la espalda.

Era una pregunta lógica. La mayoría de los habitantes reaccionaba con tensión ante el nuevo lord e incluso ante Rowland porque eran caballeros. En cambio, Ulrich, que sólo era un escudero y además muy joven, había visto con sus propios ojos cómo se comportaban con John el mayordomo: de una forma totalmente distinta.

—Los veo tan nerviosos y asustados como un caballo de batalla desbocado —respondió Ulrich honestamente.

William miró a su escudero con perplejidad. Había más emoción en aquella respuesta que lo que la pregunta requería. Por lo visto, Ulrich estaba sufriendo sus propias derrotas en Greneforde.

—Ya has acabado por hoy —anunció William súbitamente, lo que supuso un gran alivio para el escudero—. Ve a buscar a lady Cathryn rápidamente. Deseo conocer todos los recodos del castillo de Greneforde antes de la cena, y quiero que ella sea mi guía.

Ulrich esbozó una mueca de fastidio. La petición de William había sido completamente formal, pero sin embargo era una orden. ¿Quién mejor que él para saberlo?

Cuando se preparaba para salir de la alcoba, William lo retuvo con otra «petición».

—Cuando la encuentres y le des mi mensaje, quiero que te quedes unas horas merodeando por la cocina. Supongo que la mayoría de los sirvientes de Greneforde estarán allí preparando la cena. Mézclate con ellos, charla con ellos. Quiero que te relajes para que ellos se sientan cómodos contigo, y que intentes averiguar toda la información que puedas acerca de cómo era la vida en Greneforde antes de nuestra llegada.

Los calculadores ojos grises de William escrutaron a su escudero, y Ulrich soportó el escrutinio sin apenas parpadear.

—Es una misión sumamente importante —continuó William con un tono serio.

—He sido vuestro escudero durante tres años —apuntó Ulrich con orgullo—. Estoy encantado de serviros y no os defraudaré.

Tras asentir con la cabeza, el joven escudero salió de la alcoba rápidamente. Estaba orgulloso de poder demostrar su valía… y de encontrar a la muchacha de los ojos azul zafiro.

Su misión no tuvo un buen inicio. Ulrich no conseguía encontrar a lady Cathryn, y en teoría aquélla debía de ser la parte más fácil de su cometido.

Cathryn, que no sabía que la buscaban, estaba charlando nuevamente con el padre Godfrey. A William no le habría gustado, si lo hubiera sabido. Afortunadamente, no lo sabía.

—De acuerdo, la misa se celebrará al atardecer —dijo ella suavemente, con los ojos luminosos.

Godfrey escrutó sus ojos con compasión, comprendiendo su pesar.

—Sí —se limitó a contestar—. Así será, pero puedo preguntaros si se lo habéis contado a… —Hizo una pausa, visiblemente incómodo.

—No, no lo he hecho —contestó ella, rompiendo el silencio incómodo—. No creo que haya necesidad. —Y se dio la vuelta para que el cura no pudiera verle la cara.

—William necesita saberlo.

Cathryn cerró los puños con dedos crispados.

—¿Os lo ha pedido él?

—Sí —contestó Godfrey—. Además, si sabe lo que pasó, podrá comprenderos mejor y se compadecerá de los duros momentos que habéis sufrido —concluyó diplomáticamente.

Cathryn se dio la vuelta nuevamente para mirarlo a la cara. Su falda de color verde descolorido se hinchó formando un remolino a sus pies.

—No quiero que se compadezca de mí —replicó bruscamente, marcando cada una de las sílabas—. Yo no conocía a William le Brouillard durante el terrible año que tuvimos que soportar en Greneforde, ni en los años previos. No creo que tenga el derecho ni la necesidad de conocer ciertos detalles privados de mi vida antes del día en que él apareció. Es cierto que hemos tenido que aguantar hambre y pobreza y una cruenta guerra que yo preferiría olvidar.

Godfrey cruzó el espacio que lo separaba de ella, un espacio que ella había creado deliberadamente, y le cogió la mano con cariño. Estaba repitiendo el mismo acto que el día anterior, cuando le había tomado la mano para depositarla sobre la mano más grande y mucho más fuerte de William le Brouillard. El recuerdo los asaltó a los dos con la misma fuerza.

—Ahora estáis unida a William. Vuestra vida está unida a la suya.

—Mi vida tal y como empezó ayer, y no una hora antes de ese momento —rebatió ella con firmeza.

Godfrey aspiró hondo antes de contestar. Quería explicarle que la vida no estaba dividida en segmentos sino que era un hilo continuo que empezaba en el útero materno y acababa en la tumba, donde el alma resucitaba para iniciar una nueva vida. Cathryn no le concedió el tiempo que necesitaba para tal exposición. Se dio la vuelta expeditivamente y se marchó, tan fría y con la espalda tan erguida y con tanta prisa como Godfrey jamás la había visto. Realmente, la esposa de William no destacaba por expresar abiertamente sus sentimientos.

Por tercera vez en aquel día, Cathryn estuvo a punto de perder el equilibrio y caer de bruces, y por segunda vez, Ulrich era la causa.

—¡Lady Cathryn! —la llamó el escudero jadeando y con las mejillas encendidas a causa del sofoco—. Lord William desea que os preparéis para enseñarle Greneforde, todas las estancias, para que él pueda conocer mejor el castillo, tanto sus partes más esenciales como las más recónditas.

—Gracias por el recado —contestó ella—. Dile a lord William que estaré esperándolo en el comedor. Pero Ulrich —añadió, con los ojos tan serios como fue capaz—, haz el favor de dejar de correr de ese modo escaleras arriba y abajo como si te persiguiera un demonio. Algún día derribarás a alguien en tu obsesión por cumplir los encargos de tu señor, y ese alguien puedo ser yo.

—¡Tenéis razón, milady! —admitió el escudero, pero acto seguido salió disparado como una flecha, bajando las escaleras de dos en dos mientras el rápido taconeo de sus zapatos resonaba sobre las piedras.

Cathryn sacudió la cabeza con el semblante divertido. Ulrich era un muchacho nervioso pero encantador, y se sintió invadida por una placentera sensación, un bienestar como hacía meses que no sentía.

Al llegar al comedor, que en aquellos momentos estaba vacío, Cathryn consideró las posibles excusas —las excusas plausibles— que le ofrecería a William. Sí, había oído el recado de Ulrich, pero no tenía ninguna intención de satisfacer aquella petición. O mejor dicho, aquella orden.

Podía alegar que tenía que supervisar la carne de venado que se estaba asando a la parrilla, y también tenía que encargarse de organizar la deliciosa cena para marcar un acto tan memorable como era el hecho de comer carne fresca. Sin embargo, ya había recurrido a la excusa de supervisar la comida y de no llegar tarde a la cena en sus previos esfuerzos por esquivar la compañía de su esposo. William podría pensar que la gente de Greneforde era ineficiente, y que no le hiciera gracia que su esposa no pudiera delegar esa clase de trabajos. Quizá esta vez podría recurrir a la excusa de que quería vigilar los tesoros que él había aportado a su matrimonio alegando que era imprescindible custodiar aquellas riquezas. En realidad Cathryn sabía que nadie en Greneforde se atrevería a tocar la dote, pero no estaba tan segura respecto a los caballeros que acompañaban a su esposo. No había ninguna enfermedad ni herida cuyo cuidado no pudiera confiar en sus criados, puesto que con ello se arriesgaría a recibir una fuerte reprimenda por parte de Le Brouillard por no saber delegar apropiadamente.

Todavía se estaba preguntando qué excusa podía usar cuando apareció John. ¡Por supuesto! John, siempre de su parte y con una portentosa agilidad mental, le daría una solución.

—¡John! —lo llamó reconfortada.

El mayordomo había entrado en el comedor en busca de su señora, y se apresuró a colocarse rápidamente a su lado.

—¿Sí, milady? ¿En qué puedo serviros?

—John, el señor quiere que yo le haga de guía por el castillo, que le explique todos los pormenores y toda la historia del lugar. Sin embargo, yo preferiría pasar el rato enfrascada en otras tareas.

John consideró el problema por unos momentos. La petición de lord William no era inusual; al contrario, decía mucho a favor del hombre que a partir de entonces se ocuparía de todo lo que sucediera dentro de los muros de Greneforde. Además, tampoco era una tarea terriblemente pesada para su esposa, a pesar de que John sabía que ella no lo veía del mismo modo. En cualquier otra circunstancia, Cathryn, que amaba la historia de Greneforde tanto como el honor, se habría mostrado más que solícita de poder mostrar cada estancia de su hogar a un hombre que estaba dispuesto a preocuparse por Greneforde tanto como ella. No era la petición en sí; se trataba del hombre que realizaba la petición. Y puesto que John quería a Cathryn como si fuera su hija, pensaba ayudarla.

Antes de que tuviera tiempo de referirle su plan, William le Brouillard apareció de una forma tan súbita como silenciosa junto a Cathryn, del mismo modo como Jesucristo se había materializado ante sus discípulos.

—Gracias por esperarme, mi señora —le agradeció William con cordialidad. Su pelo todavía estaba húmedo y sus rizos resaltaban con todo su esplendor gracias al baño—. No os habría pedido que soportarais mi compañía en mi estado anterior, y puesto que mi intención es conocer todos los recovecos de este castillo, creo que estaremos ocupados el resto del día.

Cathryn se estremeció al escuchar sus palabras, aunque le aguantó la mirada con porte sereno. Cuando William acabó, ella miró hacia John con la esperanza de que él la sacara de aquel apuro.

—Os ruego mis disculpas, milord. —John hizo una reverencia—. La única yegua que queda en Greneforde se ha torcido una pata, y Tybon ha solicitado la ayuda de lady Cathryn para calmarla mientras él le aplica una cataplasma.

Cathryn había empezado a afirmar con la cabeza y a alejarse de William, sonriendo para sus adentros al pensar en la genial ocurrencia de John, cuando notó los dedos de Le Brouillard en su codo.

—Lo lamento, John —respondió William con cara apenada, pero Cathryn notó cómo los dedos de él la agarraban con una creciente fuerza, por lo que no la engañó con su falsa tristeza—. ¿Tybon requiere ayuda para el vendaje de una yegua? ¿Te refieres a la vieja yegua que estaba sola en el establo cuando yo llegué ayer? ¿Y cuántos años tiene ese tal Tybon, que requiere ayuda para guarecer a un animal viejo y macilento?

John no respondió. Simplemente miró a Cathryn con ojos resignados.

Cathryn no pensaba dar el brazo a torcer tan fácilmente.

—Tybon no es un inepto, ni tampoco es incapaz de encargarse solo de la yegua. Pero sabe que el animal estará mucho más tranquilo si yo estoy presente. —Cathryn se calló y miró a William con ojos decididos—. El bienestar del animal es más importante que el orgullo de Tybon, ¿no estáis de acuerdo? —concluyó con firmeza.

—No, Cathryn, no creo que una yegua precise de tu presencia, y puesto que las yeguas son animales impredecibles y nerviosos, prefiero que te mantengas alejada de ella.

Acto seguido, William rodeó a su esposa por la cintura con su brazo libre y la guió hacia la escalera de la torre, mostrándose ante todo el mundo como un esposo enamorado a pesar de que ella y todo el mundo en Greneforde sabía que no lo estaba.

—John —gritó William por encima del hombro—, seguro que hay alguien más que pueda reemplazar a Cathryn en tan ardua labor, ¿no te parece?

—Sí, lord William —contestó el mayordomo pausadamente—. Ya me encargaré de buscar a alguien que reemplace a la señora.

William sonrió y reanudó la marcha con su esposa, bajando las escaleras lentamente, para iniciar el recorrido por el castillo desde la base hacia arriba. Pero John no se sintió contrariado ante aquel giro de timón, a pesar de que sabía que lady Cathryn debía de estar sumamente nerviosa. Sin lugar a dudas, William le Brouillard era todo un caballero —y un caballero que sabía controlar cualquier situación con maestría—. No se trataba de controlar a Cathryn a un elevado precio y a costa de la pérdida de cualquier otra emoción; el control que el señor ejercía era más bien el de un guerrero acostumbrado a hacerse valer por su propia fuerza y que se sentía cómodo dando órdenes. A cualquier precio, ni más ni menos. Y algo más: William tenía el poder de seducir a partir de la gentileza.

John sonrió al quedarse solo en el comedor vacío. Ya no veía a aquel individuo que había llegado el día anterior, y que se había convertido de la noche a la mañana en el lord de Greneforde, como a un desconocido y un enemigo al que temer. John estaba convencido. Así pues, ya no pensaba erigirse como escudo protector entre Cathryn y su esposo, tanto si lady Cathryn estaba de acuerdo como si no.

En aquel momento, la señora en cuestión se hallaba de pie con su esposo bajo la gélida lluvia invernal. Él continuaba agarrándola por el brazo con tanta firmeza como si sostuviera un hacha de guerra. A Cathryn no le hacía ni la menor gracia aquella actitud controladora.

—Y esto que veis es la lluvia inglesa —pronunció Cathryn con los dientes prietos.

Para su sorpresa y exasperación, William se echó a reír y lentamente le soltó el brazo. Acto seguido, la miró fijamente, desde la cabeza a los pies, y luego volvió a repasarla de abajo arriba, hasta que fijó los ojos en su cara. Ella le sostuvo la mirada, aunque adoptó un semblante insondable para que él no pudiera leerle los pensamientos.

—Eres fría como el hielo, mi querida esposa. —William rio complacido, y después añadió con una voz gutural—: Sin embargo, no tan fría como pensaba al principio.

En aquel momento, Cathryn fue consciente de que, sin saber cómo, acababa de perder una parte de la batalla contra él. No podía permitirse el lujo de seguir acortando la distancia entre ellos.

—Hace un día espantoso para permanecer aquí fuera, milord, y además, estoy helada —respondió ella crípticamente.

—De acuerdo, Cathryn. —Sonrió—. No pienso discutir contigo. Es verdad, hace un día espantoso.

Cathryn lo observó sin pestañear, y al ver su semblante divertido dio media vuelta y se alejó de él. William la siguió de cerca, y con tan sólo un par de zancadas se colocó a su lado.

Ella se sentía terriblemente incómoda, y él sabía que el estado de crispación de su esposa se debía a algo más que al mal tiempo. Se sentía terriblemente incómoda porque estaba con él, y esa aseveración no le gustaba en absoluto. ¿Por qué no quería estar con él? No lograba comprenderlo. Sabía que era una locura intentar disfrutar de la compañía de su esposa, a pesar de que también sabía que otros sí que habían gozado de su compañía antes que él.

No se podía fiar de Cathryn, y en realidad no se fiaba, ni lo haría jamás. Ella lo había traicionado antes de casarse con él. Se había entregado a otro hombre, aceptando sus brazos alrededor de su dorada esbeltez y acogiendo su semilla en su útero. No, jamás se fiaría de ella, pero ahora eran el señor y la señora de Greneforde, así que lo más conveniente era que ella le diera respuestas.

William tendría que intentar mitigar el placer que sentía cuando estaba con ella.

—Tengo entendido que el comedor se construyó durante el reinado de Henry I —empezó a comentar él, mostrando interés.

—Sí. Aprovecharon una antigua edificación —contestó ella, y se detuvo un instante—. Este castillo tiene mucha historia —expuso con una voz melancólica, sin apartar los ojos de la línea de la muralla.

—Y además es un lugar muy estratégico —añadió él, a modo de cumplido.

—Sí, y muy deseado… hace muchos años. —Cathryn acabó la frase rápidamente, como si no deseara que los pensamientos de William se desviaran hacia aquella dirección.

—Y también ahora —agregó él galantemente.

Cathryn optó por no responder directamente a aquel comentario y prosiguió:

—El padre de mi padre reconstruyó el castillo con piedra durante el reinado de Henry, y mi padre construyó la empalizada antes de iniciar el peregrinaje.

Cathryn y William permanecieron en el centro del patio, y él se mordió la lengua mientras se dedicaba a contemplar todo lo que lo rodeaba. Cathryn vio lo que él veía. El huerto era pequeño; tres árboles habían muerto a causa de una enfermedad en los últimos años, y ella no estaba segura de si los criados habían revisado que la enfermedad no se hubiera extendido al resto de los árboles. En el establo, que tenía el techo medio derruido, no había caballos pura sangre, a menos que uno contara los numerosos equinos que William había traído con él como parte de su dote. La torre era una edificación sólida, pero la empalizada de madera que rodeaba el castillo no había sido erigida de piedra, tal como se estilaba en aquellos tiempos. Greneforde no había colmado las expectativas iniciales, cuando el abuelo de Cathryn había empezado a construirlo tanto tiempo atrás. Como una madre orgullosa, ella no dudó en defender su propiedad.

—Antes de que mi padre se marchara, las edificaciones estaban en buen estado y nunca faltaba la comida. Mi padre incluso había decidido acristalar las troneras del comedor.

William no la interrumpió. Se dio la vuelta para mirarla con atención, visualizando la imagen de aquella época gloriosa en la que aquel castillo había sido poderoso y rebosante de vida, y vio el anhelo de aquellos días en los ojos oscuros de su esposa. No, no la interrumpió. Sabía lo que significaba perder un hogar, de una manera u otra.

—La alcoba principal estaba decorada con seis magníficos tapices confeccionados por un reputado artesano que resplandecían con sus hilos brillantes —continuó ella con el semblante nostálgico—. La cama de mi padre era mullida porque estaba cubierta con colchas de piel y seda, y las cortinas eran de damasco; realmente, era una cama muy acogedora. Había contratado a unos pintores para que pintaran las traviesas del techo de color rojo y amarillo cuando… —Su voz se quebró, y clavó los ojos en el suelo enlodado a sus pies.

William no quiso interrumpir aquel estado de ensimismamiento en el que parecía haber caído su esposa. Era la primera vez que veía a la mujer que había debajo del gélido control tras el que ella se escudaba, y no quería que esa súbita emoción desapareciera. Sin saber por qué, sabía que la sensación de desamparo se intensificaría cuando ella saliera de aquel estado hipnótico.

Cathryn alzó los ojos y con la mirada barrió lentamente la torre que su padre había construido.

—La edificación estaba prácticamente acabada cuando mi madre falleció. Mi padre se aseguró de que acabaran las obras, aunque su corazón ya no estaba aquí. Su corazón y su alma estaban en aquel peregrinaje que tanto anhelaba realizar, y no pensaba descansar hasta que pudiera tocar la tierra que había pisado Nuestro Señor. Ya no regresó —susurró Cathryn—. Tengo el presentimiento de que él sabía que moriría allí.

Entrelazando las manos con firmeza, Cathryn dijo sin apenas fuerzas:

—Y una peregrinación no sale barata; es un viaje muy costoso.

Tras un largo silencio, y sólo cuando William tuvo la certeza de que ella no pensaba añadir nada más, le preguntó:

—¿Cuántos años han pasado desde que tu padre se marchó?

Cathryn no lo miró, ni tampoco dio ninguna señal de haberlo oído hasta que finalmente contestó:

—Seis años.

William se quedó paralizado. Ella había pasado seis años sola, asumiendo la absoluta responsabilidad de Greneforde y de toda su gente. Seis años sumidos en una intensa guerra civil, en un caos absoluto. Seis años realmente cruentos. Y ella era sólo una niña de doce años. La miró con compasión. Realmente, había cargado con un peso descomunal a una edad tan tierna.

—Lo has hecho muy bien, Cathryn —la halagó con voz cálida.

Ella dio un respingo súbitamente, como si acabara de despertar de un sueño, y lo miró con los ojos inmensamente abiertos. Por lo visto, había olvidado que él estaba allí con ella, a su lado.

—No, no lo he hecho bien —se lamentó con amargura, y desvió la vista.

William no podía rebatir aquel punto con ella. Greneforde estaba al borde de la ruina. Los campos no producían alimentos. La aldea había sido saqueada y quemada. Ella no era virgen cuando se había casado con él. No, evidentemente, Cathryn no había sabido llevar las riendas de Greneforde.

Pero seguía sintiendo una profunda compasión por ella. Cathryn había colmado su sed de información, y William sabía que Rowland y Ulrich completarían con más detalles aquella historia que ahora empezaba a conocer. Y John, el mayordomo. Sí, muy pronto John recibiría una visita de parte de su señor. William deseaba conocer todos los pormenores de la historia de Greneforde, y pensaba saberlo todo antes de volver a acostarse con Cathryn.

—Las semillas que he traído desde tan lejos reclaman tierra —apuntó él con educación, intentando apartar cualquier pensamiento funesto tanto de su mente como de la de su esposa—. ¿Es buena la tierra de Greneforde?

—Sí, aquí crecerán y florecerán, si sois capaz de mantener a raya los caballos de batalla, los ladrones y los caballeros malhechores —respondió ella desenfadadamente.

William sonrió y le ofreció su brazo.

—Muéstrame los campos fértiles, Cathryn, desde la parte superior de la muralla, para que podamos determinar el sitio más idóneo para plantar la cosecha.

Cathryn apoyó su mano sobre el brazo de William sin apenas rozarlo. No deseaba exasperarlo nuevamente, ahora que se mostraba tan cordial con ella; sin embargo, no se sentía cómoda con el contacto físico.

William aminoró la marcha para poder seguir el paso de su esposa, y la escoltó hasta una de las almenas, y desde allí contemplaron los campos de cultivo totalmente devastados.

—Han sido fieramente arrasados —informó ella, como si pretendiera disculparse.

—Como el resto de los campos en Inglaterra —matizó él cortésmente.

—Greneforde os necesita, William le Brouillard —proclamó Cathryn impulsivamente, manteniendo la vista fija en el horizonte, procurando no revelar la profunda verdad de aquellas palabras a su nuevo esposo, que seguía siendo un desconocido ante sus ojos.

—Estoy aquí —pronunció él solemnemente, observándola de perfil, solazándose con sus rasgos dorados y delicados en contraste con la fría humedad de aquel día gris—. Y procuraré proveer a Greneforde de todo aquello que necesite.

Ella no supo qué contestar a aquella declaración. No se le ocurría nada, mientras su corazón latía desbocadamente en su pecho y súbitamente sentía una inmensa sensación de frío, como si sus manos se hubieran convertido de repente en aguanieve. Le habían repetido un millar de veces que ella y Greneforde eran una sola unidad. ¿La incluía él en su promesa? Por primera vez, Cathryn deseó que así fuera. En tal caso, su identidad dual con Greneforde no sería una carga tan pesada que sobrellevar, por más que ella soportara aquella carga con esperanza e ilusión.

William rompió la pesada inmovilidad en el aire entre ellos cuando dijo suavemente:

—La verdad es que yo también necesito Greneforde. Las semillas que traigo provienen de muy lejos, y buscan un hogar, igual que yo.

A pesar de que pronunció aquellas palabras con un tono risueño, la declaración contenía una gran verdad, y Cathryn lo notó, incluso aunque no hubiera sabido que de niño había perdido las tierras de su familia.

Con la intención de ayudar a William a liberar la carga emocional entre ellos, Cathryn también se puso a hablar de las semillas que él había traído. No era un tema superficial, y ambos demostraban un genuino interés en él.

—Sois un caballero de lo más inusual. Mostráis un enorme interés en las cosechas, sin embargo el arte de la guerra debería ser tanto un pasatiempo como una profesión para una persona de vuestra posición —comentó con una leve sonrisa.

—No es tan inusual sentir fascinación por la producción de comida, cuando uno ha pasado hambre durante muchos años —contestó con una sonrisa que hizo que Cathryn se olvidara de la suave lluvia que la empapaba poco a poco.

Realmente William era muy sincero cuando se lo proponía, y, realmente, Cathryn podía sentirse muy afortunada de tener un esposo como él.

—Vuestra experiencia como cruzado por Tierra Santa os ha cambiado mucho, supongo —remarcó Cathryn.

—¿Y cómo creéis que me ha cambiado si no sabéis nada de mí? —la provocó William con suavidad. Pero no con un tono suave gentil, sino con la calma expectante antes de la tormenta.

—Yo… yo… —tartamudeó ella, confundida ante su brusco cambio de humor—. Quiero decir, que no parecéis un caballero común, milord.

Cathryn tenía la impresión de estar enredando la conversación, pero no sabía cómo salir de aquel atolladero.

La voz de William fue tan fría como la lluvia, y sus ojos tan punzantes y fríos como el filo de la espada:

—Mi señora, ¿pretendes halagarme con palabrería fácil, o es que acaso tienes mucha experiencia en lo que concierne a caballeros?

Cathryn cerró los ojos para ocultar su dolor. Pues bien, ya tenía la respuesta. Él sospechaba que ella era una gran pecadora, una viciosa, y se basaba en una prueba sólida e inexpugnable. Lo peor de todo era que no podía desmentir tal acusación, ya que su prueba era irrebatible. La había pillado desprevenida en aquel asalto. Eso era lo que más le dolía. Sin embargo, no volvería a suceder.

Sola, de pie, y totalmente helada frente al calor de la rabia y sospecha que irradiaba de su esposo, Cathryn intentó recuperar su dignidad. Decidió buscar abrigo en su coraza interna, y lentamente erigió la barbilla con arrogancia.

—Ni una cosa ni la otra, milord.

No pensaba ofrecer ninguna respuesta más; consideraba que ya le había proporcionado más información de sí misma que lo que pretendía cuando él se la había llevado del comedor. Con elegancia y presteza, Cathryn descendió las escaleras y cruzó el patio para volver a entrar en la gran torre.

William no hizo ningún movimiento para detenerla ni para acompañarla. No deseaba estar cerca de ella, ahora que se sentía invadido por una ira tan incontrolable.

Y, a pesar de que odiara admitirlo, se solazó contemplando los gráciles meneos de su esposa.

Nunca conseguiría estar en paz con aquella fémina. Podían alcanzar un campo neutral e incluso firmar la paz, pero no lo conseguirían, porque él no podía olvidar que ella era una mujer que había aceptado su voto y sus caricias aún sabiendo que era impura. El hecho de que hubiera gozado con las caricias íntimas de otro hombre, o quizá de varios hombres, lo cual debía constituir un lazo sagrado que estaba reservado a un hombre y a una mujer, lo carcomía sin remedio, y la intensidad de su furia se incrementaba a cada hora que pasaba desde que la conocía. No obstante, William no pensaba renunciar a Greneforde, a pesar de que el precio a pagar fuera elevado y realmente pesado, y más a medida que iba conociendo mejor a su esposa.

Cathryn no quería compartir su corazón con él, y eso era una realidad que iba en contra de él y a favor de otro hombre. Pasar el resto de sus días con una mujer así… Sin embargo, William había aprendido algo en su último intercambio de acusaciones verbales: Cathryn no era tan fría ni tan insensible como aparentaba. Empezaba a creer que la admirable compostura que guardaba su esposa era el resultado de un esfuerzo conseguido a fuerza de mucha práctica.

¡Qué necio era! ¿Cómo podía sentirse atraído por una mujer así?