Capítulo trece

Cathryn se hallaba de nuevo en el antiguo granero del cobertizo, como el día anterior. Sin embargo, en aquella ocasión no dedicó mucha atención a las valiosas semillas que William había aportado como parte de su dote. En esta ocasión se dedicó a estudiar las telas. No podían permanecer demasiados días en un ambiente tan húmedo, porque se pudrirían. Por consiguiente, lo más sensato era inspeccionar y valorar aquellas telas que formaban parte de su regalo de bodas y determinar dónde debían guardarlas de forma permanente.

A pesar de que Greneforde había sido próspero unos años antes, ella no podía recordar ninguna etapa en la que hubieran poseído unas telas como aquéllas. Eran realmente admirables. Estaban enrolladas y amontonadas en un gran arcón, y relucían ricamente bajo la tenue luz que se filtraba en el cobertizo. Cathryn no se atrevía a alzar la tea cerca de ellas por miedo a quemarlas con alguna desafortunada chispa. Depositó la tea en una repisa de la pared y se acercó con cautela al arcón abierto, sintiéndose invadida por una desapacible sensación de temor al pensar en el tacto que debían tener aquellas esplendorosas telas, pero sin poderse resistir a tocarlas con la punta de los dedos. Había sedas, sarcenetes y baldaquinos, y todas ellas eran de un tacto extremamente agradable.

Aunando fuerzas, alzó un rollo de tela de color azur intenso de la pila. Ni tan sólo el cielo en verano ofrecía aquella increíble tonalidad. La tela estaba justo encima de otra de color caoba, que rivalizaba con el esplendoroso marrón de los bosques en el otoño, y después había otra tela de un color dorado resplandeciente. Colocó esta última encima de la primera y la dejó caer en cascada contra el azur; el resultado fue espectacular: nada más ni nada menos que el sol en un cielo despejado, sin una sola nube. Debajo del color dorado había otra tela de color ébano, y Cathryn pensó que ese color le sentaría divinamente al tono de pelo de su esposo. Podría mandar que le confeccionaran una túnica elegante, a pesar de que era un color inusual para esa clase de prenda. Después sacó otro rollo de seda de color café, seguido por otro de color avellana y otro rojo borgoña; todas las tonalidades del marrón desde el amarillo al rojo. Todas bellísimas. Y entonces vio, en el fondo de la pila, una impresionante seda de color escarlata con hilo dorado. Sin poderse contener, la cogió con cuidado y se la llevó a la mejilla.

—Es una seda muy particular que proviene de la ciudad de Acre, en Israel —explicó el padre Godfrey.

—¿Cómo decís? —Cathryn dio un respingo y soltó la tela.

—Es una tela de seda tejida con hilo de oro, y proviene de la ciudad de Acre —repitió él, malinterpretando su reacción.

—Es muy elegante —alegó ella ahora más calmada—. Sería una capa señorial para William, ¿no os parece?

—Así es —convino el cura con satisfacción.

—Os pido perdón, padre, por el retraso del funeral.

—No tienes que disculparte, Cathryn. Podemos oficiar la misa cualquier otro día después de la cena. —Godfrey sonrió ante la cara solemne de Cathryn—. ¿Acaso los muertos no disponen de toda la eternidad, por lo que para ellos mil años es lo mismo que un día?

—Qué extraño —murmuró ella, frunciendo el ceño, mientras jugueteaba con la tela escarlata tan cercana a su mano—. William me dijo exactamente lo mismo.

Godfrey sonrió ampliamente y se acercó al arcón, palpando las telas con su mano.

—Me gusta saber que algunas de las palabras sagradas de Dios han penetrado en la cabezota de William después de tanto esfuerzo.

—¿Cuánto tiempo lleváis con él? —le preguntó apocadamente.

—Muchos años, aunque eso fue después de que William se marchara de Damasco. Conozco a Rowland desde hace mucho más tiempo.

—Entonces no lo conocisteis de niño —comentó ella, con una visible decepción.

—No, pero sé la historia de su infancia, a pesar de que fuera muy corta.

La expresión en la cara de Cathryn era tan esperanzada y risueña mientras permanecía de pie acariciando la tela escarlata, que Godfrey decidió contarle lo que sabía acerca de William le Brouillard sin traicionar su confianza. Le parecía magnífico que ella mostrara tanta curiosidad, y además, si ella conocía mejor a su esposo, quizá se relajaría más cuando estuviera con él.

—Los hombres de Matilda le arrebataron las tierras a su padre, que era descendiente de la casa de Anjou, y su padre murió en la contienda —empezó a narrar Godfrey—. William, que sólo era un mozalbete de doce años, inició su formación como escudero mientras que su madre y su hermana vagaban de un sitio a otro. Vivían en casa de algún familiar hasta agotar la obligada hospitalidad y entonces se mudaban a casa de otro pariente.

—No sabía que tuviera una hermana —murmuró Cathryn.

—Sí, y la quería mucho, a pesar de que no la veía a menudo, ya que él tenía obligaciones que cumplir. Con el paso del tiempo, el hecho de ir de casa en casa debilitó a su madre hasta el punto que la pobre señora no aguantó más y falleció. —Tras una pausa, añadió—: Su madre murió antes de que William pudiera regresar.

—¡Qué pena! —pronunció Cathryn con melancolía.

—Sí, una verdadera pena, ya que entonces William se sintió obligado a ganar su acolada a una temprana edad para poder mantener a su hermana con sus hazañas caballerescas.

—¿Y lo consiguió?

—Sí, por supuesto que sí. Se ganó su acolada antes de cumplir los dieciocho años, en parte porque el caballero al que servía era un tipo muy duro y adiestraba a sus escuderos con una férrea disciplina.

—Continuad, por favor —le pidió Cathryn después de que el padre Godfrey se quedara callado unos minutos, perdido en sus pensamientos.

—William cabalgó tan ligero como los ángeles cuando se disponen a cumplir un mandato divino para estar al lado de su hermana, pero llegó tarde.

—¿Por qué llegó tarde?

El padre Godfrey parpadeó incómodo y tragó saliva antes de contestar, con gran abatimiento:

—Ella murió justo unas horas después de que él llegara. Cuando William atravesó la puerta, la encontró agonizando. Murió en sus brazos.

Cathryn asimiló aquella noticia. Realmente su esposo había conocido las penas de este mundo. Pero a pesar de haber sufrido tanto, su espíritu no se había doblegado.

—¿Cómo se llamaba?

Godfrey escrutó los ojos de Cathryn, y se sintió animado al ver la compasión que emanaba de ellos.

—Margret.

Cathryn asintió. Incluirían a Margret en la misa por los muertos.

—Después de enterrarla, William partió hacia Damasco.

Donde podría haber muerto fácilmente. Después de todo, ¿qué motivos tenía para seguir vivo? Por lo menos, había vivido para encontrar un hogar. Había vivido por y para Greneforde.

El padre Godfrey notó que Cathryn no había dejado de juguetear con la seda escarlata inconscientemente.

—Esta tela te favorecería, Cathryn —comentó sinceramente.

Cathryn se sobresaltó nuevamente y soltó la tela.

—Me parece un comentario extraño, viniendo de un cura —expresó ella, un poco incómoda.

Godfrey sonrió y guardó un rollo de tela de vivos colores en el arcón.

—Dios no consideró oportuno quitarme la vista cuando hice mis votos libre y deliberadamente, y te aseguro que le estoy sumamente agradecido.

—Sois un cura verdaderamente inusual —señaló Cathryn, ayudándolo a ordenar los rollos de tela.

—Y tú no eres la primera que me lo dice —contestó él—. El color escarlata te sienta bien, Cathryn. William estaría encantado de ver cómo lo luces.

Habían guardado todas las telas en el arcón, todas excepto la seda de color escarlata. Ella la soltó como si le quemara las manos.

El padre Godfrey sonrió de nuevo y salió del cobertizo tan silenciosamente como había llegado. Cuando se hubo marchado, Cathryn volvió a coger la seda escarlata. Era como si le faltara el valor para alejarse de aquella preciosidad, y para saber si el padre Godfrey tenía razón, sólo tenía que probársela.

Tocó justo una puntita y luego deslizó la mano lentamente hasta que todo su brazo quedó cubierto por la magnífica tela. En un abrir y cerrar de ojos, tenía la seda enrollada por encima de los hombros. Cathryn bajó la vista y se quedó encantada con aquel color tan intenso y la calidez que de él emanaba, y dio varias vueltas intentando ver cómo le quedaba por la espalda.

¿A William le gustaría verla con ese color? Sin lugar a dudas, estaría mucho más atractiva que con aquel vestido gris que ahora llevaba puesto. Con aquel tono escarlata, se sentía… se sentía…

Cathryn volvió a guardar la tela en el arcón y lo cerró antes de salir apresuradamente del cobertizo en busca de Marie. Probablemente la encontraría en compañía de Ulrich. Con una visión de sí misma luciendo aquella maravillosa tela roja, Cathryn aceleró el paso. De todos modos, necesitaba una excusa para mantener a Marie alejada de Ulrich.

Fue el sonido de unas risitas lo que la alertó, provenientes del rincón donde el muro de la cocina confluía con los troncos de madera de la empalizada. Era un buen escondrijo, que incluso en pleno día quedaba totalmente a oscuras. La lluvia había cesado, pero el cielo amenazaba con volver a descargar antes del atardecer. Había sido un día gris, demasiado gris como para que alguien tuviera ganas de permanecer sobre el suelo anegado de lodo, y con tantas ganas de reír.

Rodeando la esquina, Cathryn se quedó consternada ante lo que vieron sus ojos.

Una muchacha de pechos generosos, vivaces ojos azules y con una esplendorosa melena castaña se hallaba atrapada —aunque parecía estar encantada con la situación— entre los brazos extendidos de Ulrich. ¡Marie! Él la había acorralado en un rincón; ella tenía la espalda pegada contra la pared y él los brazos apoyados a ambos lados, de forma que ella quedaba apresada en medio de sus brazos sin poder escapar. ¡Y encima se reía! Marie, recién bañada y luciendo ropa limpia, se había transformado en una atractiva muchacha. Y, por lo visto, bajo la atenta mirada y la locuacidad de Ulrich, también había alterado su comportamiento. La muchacha tímida había sido suplantada por una joven coqueta.

—¡Ulrich! —exclamó Cathryn, y tuvo la satisfacción de ver cómo él bajaba los brazos y se daba la vuelta para mirarla, mientras el rubor se extendía por toda su cara—. Por lo visto tienes demasiado tiempo libre, ya que es la segunda vez que te pillo hoy en una actitud ociosa. Si tu señor no tiene bastantes tareas para mantenerte ocupado, entonces seguramente no le importará si yo le pido que me eches una mano. Ya lo verás, a partir de ahora estarás tan atareado que el día pasará rápidamente, y únicamente tendrás ganas de que llegue la noche para poder descansar.

—Os pido mil disculpas, señora —contestó Ulrich—, pero no considero que pasar el rato con Marie sea perder el tiempo. Os aseguro que es la única razón por la que me despierto sonriente todas las mañanas, y no sabéis cómo detesto cuando llega la hora de irme a dormir, porque eso significa que tendré que estar separado de ella hasta que de nuevo despunte el sol…

—Ya, Ulrich, lo comprendo —lo interrumpió Cathryn—. Te gusta Marie.

—¡Ah, mi señora! —suspiró él, desviando la vista hacia la sonriente persona que constituía el centro de su discurso—. ¿Me gusta respirar? ¿A un halcón le gusta cazar? ¿A un caballero le gusta batallar? No, ella es la razón de mi existencia, y sin su sonrisa, mi día es tan negro como si el cielo se hubiera quedado sin sol para iluminar nuestro camino.

—No te preocupes por la falta de sol —adujo Cathryn, conteniéndose para no reír—, ya que es evidente que Marie sonríe a menudo cuando tú estás cerca. Pero ahora vete. Tengo un trabajo para Marie —ordenó.

—Sí, lady Cathryn —acató él, separándose de Marie sin dejar de mirar tan insistentemente hacia ella que Cathryn tuvo miedo de que no tropezara y se diera de bruces contra el suelo anegado de barro. Tan enamorado estaba que probablemente no se daría ni cuenta, si caía de hinojos.

—Veamos, Marie —le dijo cuando el escudero se hubo marchado—. He decidido usar una de las piezas de tela que el señor ha aportado como regalo de nuestra boda. Necesito que me ayudes.

—Sí, milady, os ayudaré encantada —contestó Marie mostrando un gran regocijo.

Con unos pasos ligeros, no tardaron en plantarse delante del arcón en el cobertizo. Cuando Cathryn levantó la pesada tapa y Marie vislumbró la reluciente tela escarlata bajo la luz titilante de la tea, lanzó un suspiro de admiración.

—¡Oh, señora! ¡Con este color brillaréis como las llamas del fuego!

—¿No te parece demasiado descarado para mí? —inquirió Cathryn, súbitamente insegura de su decisión. En toda su vida jamás había llevado un color más brillante que no fuera el amarillo limón.

—¡No, no! —negó Marie—. ¡Ahora está de moda lucir tonos vivos y brillantes entre las mujeres de alto rango!

Cathryn sonrió sorprendida.

—¿Y desde cuándo sabes más de moda que yo? ¡Si hace años que no sales de los muros de Greneforde!

Marie se sonrojó levemente y contestó:

—Me lo ha dicho Ulrich.

—Si crees todo lo que ese muchacho te dice, acabarás con el corazón partido.

—No creo todo lo que me dice, pero ¿por qué me habría de mentir respecto a la moda femenina?

Cathryn se contuvo para no reír y empezó a sacar la tela.

—No sé sus motivos, pero te diré que lo más sensato que puedes hacer es cuestionarte las razones que él pueda tener cuando te susurre algo al oído.

—¿O lo proclame abiertamente a mi señora?

Cathryn se quedó sorprendida. ¿Marie? ¿Debatiendo con ella? ¡Menuda transformación! ¡Y simplemente gracias a unas pocas palabras zalameras por parte de un escudero romántico!

—Veo que ya no es necesario que te dé consejos, Marie.—Cathryn rio suavemente mientras Marie cerraba el arcón—. Quizá deberías ser tú la que me diera consejos a partir de ahora. Veamos, volviendo al tema de la moda, ¿cómo se llevan los vestidos ahora?

—Ulrich me ha dicho que ahora las damas de la nobleza francesa llevan vestidos largos y entallados —apuntó Marie, sentada en un taburete en la estancia iluminada mientras deslizaba sus finos dedos por la seda escarlata—. Perfecto para vos, lady Cathryn.

—¿Cómo llevan las mangas? ¿O es que Ulrich se ha olvidado de comentarte este detalle? —bromeó Cathryn, disfrutando inmensamente a pesar de los nervios que notaba en el vientre.

—Si, milady, sí que me lo ha dicho, por lo visto es una manga muy distinta a la manga inglesa. Es tan larga que las puntas han de anudarse para evitar que se arrastre por el suelo, y también es mucho más ancha.

—¿Y es mejor?

Marie se sonrojó.

—Según él, sí.

—La confección del vestido ha de ser exquisita para sacar el máximo partido de esta tela tan refinada, pero yo soy inglesa y consecuentemente luciré la manga inglesa —declaró Cathryn, zanjando la cuestión de las mangas.

—¿Qué usaréis como capa, lady Cathryn?

—No había pensado en ello —admitió—. Empecemos por la seda y luego ya pensaremos en la capa, cuando el vestido esté listo.

Cathryn acababa de depositar la tela sobre una superficie lisa para determinar la línea por la que tenía que cortarla cuando Kendall solicitó permiso para entrar, haciendo gala de su buena educación. Un hombre no podía entrar en el salón si no disponía de la invitación expresa de las damas presentes. Cathryn se colocó rápidamente delante de la flamante tela y lo invitó a entrar. Aunque no sabía realmente el porqué, no quería que todos los habitantes de Greneforde se enterasen de que planeaba confeccionarse un vestido, y encima con la tela de William.

—¡Lady Cathryn! ¡Ya están aquí! ¡Ya han vuelto! ¡Y traen un enorme jabalí!

Todo el mundo sabía que un jabalí era un animal extremamente peligroso y, por consiguiente, prácticamente nunca nadie se atrevía a cazarlo. Los tres abandonaron rápidamente la estancia y bajaron las escaleras corriendo para ver la espectacular presa.

William estaba desmontando del caballo cuando los tres salieron disparados de la torre. Iba cubierto de sangre, y sonreía victoriosamente.

—¡Nuestro lord ha regresado con mucho más peso que cuando se marchó! —bromeó Tybon alzando la voz en medio del murmullo general.

—¿Habrías preferido que regresara con menos peso? —rio Alys.

—¡No! ¡Ya que entonces todos nosotros perderíamos peso! ¡Y nuestras barrigas rugirían! —intervino Lan, y su comentario ingenioso consiguió que muchos rieran a mandíbula batiente.

—Sin embargo, tampoco es que William haya perdido mucho peso, que digamos, tal y como cabría esperar después de un esfuerzo tan descomunal —apuntó Rowland a viva voz como para que todos lo oyeran, al tiempo que esbozaba una sonrisa, lo cual no era propio en él—, ya que os aseguro que no ha sudado demasiado para derribar a este animal, que pacía tranquilamente en el campo.

—¿Que he sudado poco, dices? ¿Acaso no veis que es un pedazo de animal monstruoso y que voy cubierto de sangre? —contraatacó William de buen humor.

—De acuerdo, lo admito, pero que conste que el trabajo más arduo que has hecho hoy ha sido transportar este bicho hasta Greneforde, y en eso te he ayudado yo.

—¡Menuda desfachatez! ¡Y encima he de oírla de labios de la persona que no ha movido ni un dedo para matar al jabalí y que se ha esforzado tan poco a la hora de transportarlo hasta el castillo! —William se rio a carcajadas, apuntando con un dedo acusador hacia Rowland.

—¡Cómo se jactan, cuando en realidad el trabajo más duro está todavía por hacer! —gritó Lan con una sonrisa para mostrar su verdadera intención.

—¿El trabajo más duro? —William rio—. ¿Te parece poco mi hazaña? Matar a un jabalí enfurecido, porque te aseguro que no le hizo gracia la lanza que lo hirió inicialmente, y por consiguiente nuestro encuentro posterior no estuvo falto de tensión.

—No me convencéis. Vos ibais protegido por vuestra armadura y una lanza y la espada y un caballo de batalla contra una de las bestias más lerdas que ha creado Nuestro Señor en la faz de la Tierra. No, es más que evidente que le sacabais mucha ventaja.

La concurrencia se giró hacia lord William para ver si estaba molesto con aquella broma. Pero no lo estaba. Él era un caballero y ellos no; la brecha entre ellos era abismal, y sin embargo vivían todos juntos dentro de los estrechos muros de la empalizada de Greneforde. La sensación de que formaban una familia unida los tranquilizaba. Lord Walter, el padre de Cathryn, había sido un hombre muy afable, al que todos apreciaban. Era difícil cambiar los esquemas de toda una vida, y lo cierto era que no les apetecía mucho hacerlo. Lady Cathryn, sola en su liderazgo desde que todos sus allegados habían muerto, había mostrado una buena disposición ante las bromas que le gastaban sus sirvientes, a pesar de que ellos no estuvieran a su misma altura social. Con Lambert, en cambio, todos lo habían evitado y enseguida habían sentido una sincera inquina hacia él. William, tan nuevo en Greneforde, estaba demostrando su valía, y todos le estaban sumamente agradecidos por su presencia, pero ¿sería esa brecha que separaba al lord de los siervos infranqueable? Sólo lord William podía decidir esa cuestión, y ahora lo escrutaban con curiosidad.

William miró a Rowland con cara de sorpresa. Su amigo se hallaba sentado, intentando contener la risa hasta que no pudo más y estalló en una sonora carcajada.

—Muy bien, mi querido nuevo adversario, veamos, ¿cuál es el trabajo más pesado que queda por hacer con el jabalí? —William retó a Lan.

—¿Acaso no es evidente? ¡Destriparlo y despellejarlo, milord, tal como cualquiera de nosotros os asegurará!

Cathryn los observaba con una sonrisa relajada en los labios. ¿Cuándo habían aceptado a William? No lo sabía, pero era evidente que lo habían hecho.

—Milady. —William se giró hacia ella—. ¿Sois de su misma opinión?

Cathryn se encogió de hombros refinadamente.

—Sé que es un trabajo cansado, de eso estoy segura, ¿pero cuál es la tarea más pesada, matar o destripar un jabalí? La verdad es que no lo sé, puesto que no he llevado a cabo ninguna de las dos.

—Y de este modo ella demuestra su alta alcurnia, adoptando una actitud tan diplomática como para no tomar partido por los que están en contra de su esposo —proclamó Ulrich, añadiendo su granito de arena a la guasa.

William no se giró para realizar ningún comentario acerca de la versión de Ulrich; no podía apartar los ojos de la cara sonriente de Cathryn, una sonrisa que se reflejaba abiertamente en su propia cara.

—¡John! —llamó William, sin apartar la vista de su esposa—. ¡Agua caliente! ¡Ulrich, encárgate de mi caballo! —Y embrujando a Cathryn con la poderosa mirada de sus penetrantes ojos, William anunció su última orden—: Mi esposa me asistirá en el baño.

Ante tales palabras, las mariposas que Cathryn sentía revoloteando en su vientre cayeron muertas a sus pies.

El último cubo con agua caliente acabó de llenar la bañera salpicando el suelo, y entonces el sirviente desapareció. Cathryn tenía la impresión de que todos los criados habían llevado a cabo la labor de llenar la bañera y luego abandonar la alcoba del señor con una increíble celeridad. El sonido de los pasos descendiendo por las escaleras se desvaneció en el aire rápidamente, muy rápidamente, y entonces se quedaron los dos solos. La extrema quietud en la gran torre era inusual, o por lo menos así se lo parecía a ella. Los latidos de su corazón eran el único sonido que oía. No, no era normal.

Cathryn alzó la vista. William estaba plantado frente a ella, manchado gloriosamente de sangre de la cabeza a los pies, manteniendo su brillante sonrisa, esperando a que ella lo desvistiera. Y eso era lo que ella debía hacer, sí, sabía que eso era lo que debía hacer, pero… si por lo menos pudiera inhalar aire, quizá sería capaz de moverse.

Él no deseaba obligarla. Ella no iba a sentirse presionada por él. Lo haría o no, libremente, por voluntad propia. William había decidido que era la mejor actitud a seguir con su esposa: darle tiempo. Cathryn era una mujer que prefería llevar las riendas de su propia montura, y él le permitiría hacerlo y la esperaría sin perder la paciencia. Con el tiempo, ella llegaría a confiar en él. Seguro.

Cathryn se le acercó, despacio, muy despacio. Nunca antes le había parecido tan ancha aquella alcoba. Era una insensata. Tocar prendas de ropa empapadas en sangre, desvestir un cuerpo que anhelaba un buen baño caliente… No eran unas tareas tan difíciles como para que temblara de miedo y dudara tanto, y se sintiera empujada a rezar con un fervor delirante para que el Señor obrara el milagro de abrir los cielos y llevarse su espíritu angustiado con él para que hiciera compañía a las almas que moraban en el paraíso. ¡Pero si simplemente se trataba de un baño! Y para bañarse era necesario que uno se quitara la ropa.

¡Uf! ¡Qué cobardica era! ¿Y por qué motivo? Ya había visto antes a su esposo desnudo.

«Sí, claro, ése es precisamente el motivo de mi cobardía», murmuró para sus adentros.

William no decía nada. Esperaba pacientemente. Y cuando ella finalmente lo tocó para quitarle la túnica, él no parpadeó ni se movió. Y fingió no darse cuenta del temblor de la mano de Cathryn.

No era tan difícil preparar a su esposo para el baño. Lo más sensato sería irse acostumbrando a dicha tarea, ya que él siempre estaba dispuesto a tomarse un baño, y Cathryn sospechaba que él siempre requeriría su atención. Y ella lo atendería, sin lugar a dudas. Silenciosamente se recordó que se había enfrentado a situaciones más amedrentadoras.

William ofrecía poca ayuda; sólo bajaba un poco un hombro, o inclinaba levemente la cabeza. No suspiró cuando la melena dorada de su esposa le rozó el muslo. No resopló cuando su mano le rozó levemente las nalgas. Estaba concentrándose para tener paciencia, pero creía que se merecía otra clase de atenciones por la batalla que estaba lidiando con su deseo.

Al final estuvo listo para el baño. Por fin. Cathryn jamás habría creído que se pudiera tardar tanto desvistiendo a alguien. Sin embargo, pensó que probablemente se debía a que su esposo tenía un cuerpo enorme… Y entonces cometió el error de alzar los ojos y vio lo que ella misma acababa de destapar.

Ningún hombre debería tener un cuerpo tan esbelto. Dios debería de haberle dado alguna imperfección, alguna tara, para que ningún mortal osara venerar a William le Brouillard por ser divino, con una cara y un cuerpo tan perfectos.

Y mientras lo miraba sin pestañear, William notó cómo crecía su erección, a pesar de que había intentado aplacar la desfachatez de aquel traidor con todos los métodos que conocía. Pero no existía ningún método infalible para combatir la forma en que Cathryn lo estaba mirando en esos momentos. William se dio la vuelta con cautela y se metió en la bañera. El agua templada calmó al traidor.

«Tiene que bañarse», razonó ella en silencio. Sí, William tenía que bañarse. Ese pensamiento no podía desatarle ningún sentimiento de terror, porque no había motivos. ¡Ningún motivo.

Cathryn agarró el jabón, que desprendía un adorable aroma, y se enjuagó las manos. Lo mejor era no mirarlo directamente a los ojos; sí, eso tenía sentido. Empezó por la espalda, frotándole los hombros con una falsa eficiencia y moviendo las manos bruscamente por toda su espalda. Pero esa brusquedad no duró demasiado, y lo que había empezado como un mero enjabonado acabó como un cúmulo de caricias.

«¡No, no, no!» ¡No se trataba de acariciarlo sino de enjabonarlo! Y nada más. ¿Qué clase de esposa era que no sabía llevar a cabo un deber que todas las esposas compartían? ¡Seguro que no existía otra esposa tan pánfila como ella!

Ahora tocaba enjabonarlo por delante. Cathryn se inclinó hacia delante y depositó sus manos llenas de espuma sobre los músculos cubiertos por el suave vello negro. Aquel tacto la intrigó; la suavidad y la dureza que notaba no se asemejaba a la naturaleza del hombre que Dios le había asignado como compañero. De todos modos, tenía que quitarle la sangre que lo cubría, hasta que quedara totalmente limpio. La amplia línea de su musculoso hombro recibió sus cuidados femeninos. La curva de su espalda, tan ancha para una bañera tan pequeña, y tan suave cuando la comparaba con el vello que cubría aquel pecho varonil, requería su atención. Y el ángulo de su barbilla era particularmente hermoso. ¿Acaso había detectado algún punto sucio en su barbilla que se resistía al poder del jabón? Debía de ser así, porque parecía como si la mano de Cathryn no pudiera alejarse de aquel punto.

Lentamente, detuvo el movimiento de su mano y contempló la bella simetría de aquel rostro. William tenía los ojos un poco entornados, como si estuvieran estudiando los dibujos que el jabón había realizado sobre la superficie del agua. Sí, tenía los ojos un poco entornados, pero Cathryn todavía podía ver el destello plateado que emanaba por debajo del largo fleco de sus pestañas negras.

William podía notar el creciente deseo en su esposa, pero decidió no hacer nada y permaneció tan pasivo como un recién nacido. Se habría dejado azotar antes que admitir su propio deseo irreprimible. Cuando ella lo tocaba con aquellos dedos, acariciándole la piel, lo descontrolaba por completo.

William le Brouillard alzó la vista para mirarla, con unos ojos tan ardientes de deseo y tan trémulos como el acero fundido, y Cathryn dio un respingo ante el puro deseo que vio reflejado en ellos.

—¡Es un jabalí espectacular, lord William! —exclamó Ulrich mientras entraba atolondradamente en la alcoba, sin llamar—. ¡Tendremos una cena esplendorosa, si ese bicho enorme no tiene la carne demasiado dura, claro! —Y acto seguido, estalló en una carcajada ante su propia ocurrencia. Pero rio solo.

Cathryn, desesperada por escapar, se volvió expeditivamente hacia la puerta, encantada por una vez de que Ulrich fuera tan impulsivo en sus idas y venidas.

—¡Os habrá costado muchísimo esfuerzo matar a ese jabalí, milord! —Ulrich volvió a reír—. Ya que es la primera vez que os veo que dedicáis tanto rato al baño.

—Tu señor está limpio y listo para ser vestido —anunció Cathryn en un tono sosegado, y sin perder ni un segundo más, salió apresuradamente de la alcoba.

William no la detuvo. Había decidido tener paciencia con ella, ¿no? Hasta que Cathryn fuera capaz de expresarle que ella también lo deseaba. Pero Ulrich era otro tema, y no era una criatura tan frágil como su esposa.

Enfocando sus fríos ojos grises hacia su escudero, William lo reprendió secamente:

—Debo prestar más atención a tu adiestramiento, muchacho, ya que veo que careces por completo del sentido de cortesía caballeresca.

—¿Yo? —preguntó Ulrich con una exagerada actitud ofendida—. ¿Yo? ¿Falta de cortesía? No, lord William, mi mayor deseo es llegar a convertirme en un caballero reputado por su galantería, y he dedicado mucho esfuerzo en…

—¿En entrar atolondradamente por una puerta que estaba cerrada para confirmar la intimidad en la alcoba mientras tu señor y su esposa estaban solos y cuando sabías que tu señor estaba desnudo?

—Milord, yo… yo… os pido perdón —balbució Ulrich, con la cara roja como un tomate.

William no hizo nada que indicara que aceptaba o rechazaba las disculpas de su escudero. Se limitó a gruñir y se alzó de la bañera, en la que el agua se había quedado fría. Ulrich podía sufrir la pena por su indiscreción un rato más, del mismo modo que William estaba sufriendo porque Cathryn se había marchado de la alcoba.

Signo

Cuando William entró en el comedor, se detuvo en el umbral, totalmente sorprendido. Los sirvientes estaban disponiendo la mesa principal con un bello mantel y con cubiertos y copas, sin embargo apenas logró reconocerlos. Los hombres ofrecían un aspecto fortachón y caminaban con la espalda absolutamente erguida; además, llevaban el pelo corto y acicalado. Las mujeres tenían un aspecto más joven y más campechano. Todos sin excepción lucían unas sonrisas joviales y afables en sus rostros.

Y definitivamente olían mejor.

El padre Godfrey se le acercó, y William acabó de entrar en el comedor para hablar con él.

—Ahora entiendes por qué no tenían prisa por lavarse, ¿verdad? —le dijo Godfrey a modo de saludo.

William reflexionó sobre aquella cuestión. Los habitantes de Greneforde que había conocido cuando había llegado parecían una panda de pordioseros, viejos y débiles y apestando a dejadez. Ahora se mostraban tal y como eran en realidad: sanos y fuertes.

—Ella les había pedido que no se bañaran, para protegerlos —concluyó William.

—Exactamente —admitió Godfrey—, y fue un plan muy efectivo. Lambert vio lo que tú viste y no volvió a mirarlos ni se les acercó. —Godfrey desvió los ojos hacia Cathryn, que estaba enzarzada en una conversación con John—. Ella se erigió como un escudo brillantemente bruñido entre la gentuza de Lambert y los habitantes de Greneforde. Por eso todos los sirvientes la quieren y la respetan tanto.

—Es totalmente comprensible —admitió William sin poder contener la emoción en el tono de su voz.

La contempló sin parpadear. Su pelo dorado brillaba como hebras de oro mientras supervisaba la cena con el mayordomo. Ella había utilizado la astucia para que sus sirvientes no tuvieran que cargar con el horroroso peso de la absoluta derrota. Ella había soportado el lastre del despiadado talante de Lambert y encima había recibido varias palizas. Cathryn era una esposa de la que se podrían escribir innumerables gestas y canciones.

Y entonces Ulrich cruzó su línea de visión, detrás de una jovencita de pechos generosos. ¿De dónde había salido aquella muchacha más joven que Cathryn? Apenas podía reconocer en aquella joven sonriente a la misma chiquilla que, entre sollozos incontenibles, le había narrado la violación de Cathryn. William se contuvo para no reír. Sólo Ulrich era capaz de encontrar a una jovencita soltera entre un grupo de pordioseros.

—¿Hay más muchachas como ésa? —inquirió William a Godfrey con una leve señal con la cabeza.

Godfrey miró a Marie y se echó a reír.

—Sólo Marie. Es la criada personal de Cathryn.

William contempló la persecución y sacudió la cabeza, divertido.

—Mejor así, quiero decir, mejor que sólo haya una. Es evidente que Ulrich a duras penas puede manejarla.

—La joven Marie seguramente te rebatiría ese punto, si se atreviera; tiene miedo de los hombres —informó Godfrey.

—Pues quizá alguien debería advertirle de que Ulrich siempre está dispuesto a mostrar su lado más viril.

Godfrey sonrió.

—Con Ulrich, Marie haría una excepción.

William vio que era verdad, ya que Ulrich había apresado la mano de la muchacha y ahora la besaba apasionadamente. Marie no lo abofeteó ni reaccionó incómoda ante tal muestra de galantería. Si él pudiera hacer lo mismo con su esposa…

Y entonces se le ocurrió un plan.

Hizo señas a John con la mano para llamar su atención, y cuando el mayordomo se le acercó, le dio las siguientes órdenes:

—Quiero que prepares un baño caliente para mi esposa. Llama a Ulrich y dile que te traiga la bolsa que tiene una rosa bordada. Echa los polvos que contiene en el agua hasta que el aroma a verano impregne todos tus sentidos. ¿Lo has entendido, John?

—Sí, señor. —John sonrió—. Lo entiendo. El agua estará caliente cuando milady se meta en la bañera, os lo aseguro.

—Gracias, John. Asegúrate de que todo está listo para cuando termine la misa.

Mientras el mayordomo regresaba a la supervisión de las mesas, Godfrey se dirigió hacia William y bromeó:

—¡No puedo creer que te hayas acordado de la misa que tengo que oficiar esta noche!

—Pues sí —contestó William con una mueca divertida—. Y no me martiricéis más con ello. Me he devanado los sesos intentando encontrar una razón plausible con la que podamos perdernos la misa sin tener que hacer penitencia.

Godfrey no respondió sino que únicamente se limitó a asentir con la cabeza mientras intentaba ocultar su sonrisa, un gesto que a William no se le escapó.

—Ella os lo había contado —proclamó William con una absoluta certeza.

—Sí —admitió Godfrey—. Y yo también le conté ciertas cosas.

—Sobre mí.

—Sí, porque pensaba que Cathryn tenía que conocer al hombre con el que se había casado —explicó Godfrey, notando un cambio en la actitud de William.

—Del mismo modo que yo he de conocer a la mujer con la que me he esposado. Pero a partir de ahora, no quiero más consejeros ni intermediarios. A partir de ahora, lo que aprendamos el uno del otro, lo aprenderemos de primera mano.

—Es una sabia decisión —admitió Godfrey—. Sólo te ofreceré un último consejo: recuerda que la misa es para su hermano, y que él murió en su defensa.

—Os aseguro que no lo olvido.

—Te aconsejo que esta noche trates a tu esposa con mucha ternura; su pena será inmensa.

—Padre —dijo William, con un tono solemne—, vuestra preocupación por mi esposa está fuera de lugar, a pesar de que os agradezco vuestra sinceridad. ¿Acaso creéis que no me comporto siempre con ternura con ella?

—No, pero…

—Pues no hace falta alegar nada más —concluyó William—. Confiad en mí. Creo que conozco a Cathryn mejor que vos. Y además, tengo la convicción de que Dios me utilizará para curar sus heridas.

Godfrey sabía que había colmado la paciencia de William, quizá había insistido demasiado. Se contuvo y no cuestionó la convicción de William, pero no pudo evitar pensar que Dios, en su intricado plan eterno y con su magnífica eficiencia, también usaría a Cathryn para ahuyentar los espectros que perseguían a William.

La cena ya estaba servida. Todo estaba listo. El padre Godfrey y William avanzaron hasta la mesa, pero William no se sentó. Se quedó de pie, igual que el primer día, esperando a Cathryn.

De nuevo, como en aquella primera ocasión, ella estaba enzarzada en una conversación con John, supervisando los últimos preparativos de la cena. Cathryn sintió de nuevo la intensidad de los ojos de William. ¿Siempre sería igual? ¿Siempre tendría que realizar apresuradamente sus obligaciones para atenderlo cuando él lo deseara?

¿Cuándo dejaría él de dominarla con su mirada?

Dándose la vuelta lentamente, Cathryn avanzó hacia el estrado donde se hallaba su esposo de pie. A pesar de que caminaba por voluntad propia, con una serena dignidad y gracia, Cathryn no podía zafarse de la sensación de que él había dirigido sus movimientos, y que sus pasos siempre la llevarían hacia él. El comedor quedó sumido en un absoluto silencio cuando ella se le acercó. Los ojos fríos de William brillaron con todo el esplendor del sol reflejado sobre el agua.

Sin perder la compostura, ella permitió que William se mostrara caballeroso invitándola a sentarse antes que él. Una vez sentados, el murmullo del comedor volvió a incrementarse hasta que alcanzó su volumen normal.

—No tienes que esperarme todos los días —expresó Cathryn con un tono educado, procurando ahogar su frustración, aunque no lo miró a los ojos mientras pronunciaba las palabras.

—Mi señora —dijo él, observando su perfil—, un caballero siempre espera a su dama.

Ella le dedicó una sonrisa a John cuando el mayordomo colocó la bandeja con la carne entre ellos, y acto seguido tomó un pequeño sorbo de vino antes de volver a hablar:

—Me satisface ver que has asimilado perfectamente las lecciones sobre caballerosidad, pero yo tengo obligaciones que cumplir y no me gustaría oír los rugidos de hambre de tu estómago por mi culpa.

—Yo controlo mi cuerpo; no dejo que mi cuerpo me controle a mí —declaró él—. Te esperaré.

«¡Malditos sean los hombres caballerosos!» Cathryn podría vivir su vida más relajadamente si él no se ofuscara de aquella manera en llevar siempre la voz cantante.

—Tu reacción me hace sentir presionada y nerviosa —expuso Cathryn con absoluta sinceridad. Había agotado todos sus recursos de cortesía—. Preferiría que no me atosigaras.

—Mi intención no es atosigarte —la alentó él con una amplia sonrisa—. Por consiguiente, te esperaré hasta que a ti te plazca. —Y deslizó los nudillos por la piel sensible de la parte interior de la muñeca de Cathryn—. Mi deseo es que goces tanto como gozo yo.

Nuevamente Cathryn tenía la impresión de que el tema que estaban discutiendo había sido sutilmente tergiversado, igual que el viento hacía cambiar la dirección de la niebla, aunque ella no conseguía adivinar en qué dirección soplaba el viento.

—¿Otro atributo de tu raza? —preguntó ella sin poder ocultar cierta rabia—. Realmente, te has alejado mucho de la cultura de tus raíces vikingas.

William la observó mientras ella apuraba el vino de su copa, observó los movimientos rítmicos de su garganta mientras ingería la bebida, observó el aleteo de sus oscuras pestañas contra el tono dorado pálido de su piel, observó los destellos de su anillo de oro que indicaba que ella era suya.

—No me he alejado tanto —murmuró con una voz gutural, al tiempo que sus ojos grises resplandecían ferozmente.

Cathryn notó de nuevo una fuerte tensión en el vientre, como si las mariposas que revoloteaban en su interior hubieran recobrado la vida. Era el vino, sin lugar a dudas; había bebido demasiado rápido, o quizá era un nuevo vino más fuerte que el que solía tomar. No era William quien despertaba aquellas emociones atravesando la coraza de hierro con la que ella protegía su corazón. No, no podía ser.

La serenidad y solemnidad del gélido control al que tan acostumbrada estaba emergieron de golpe como un viejo aliado, y ella se sintió más segura; sin embargo, su conciencia le pedía que reconsiderara aquella vía. Había algo en la voz de William, en su mirada, en la forma en que la acariciaba… No era tan fácil dar la espalda a lo que él le ofrecía, a pesar de que Cathryn no supiera describirlo.

—¿Y qué tal va la canción que estáis componiendo? —les preguntó Kendall animadamente y, sin prestar atención al codazo que Rowland le acababa de propinar en las costillas, continuó—: ¿Todavía tendremos que esperar para escuchar el dulce canto de vuestras voces?

—Sí —contestó William por los dos, con ojos risueños—. Todavía tendrás que esperar. Mi señora y yo estamos practicando para unir nuestras voces armoniosamente.

—¿Y habrá que esperar mucho? —insistió Kendall, apartando el brazo de Rowland y zafándose de su mano, que pretendía agarrarlo por el hombro.

William miró a Cathryn antes de contestar. Fue una mirada efímera, pero llena de significado.

—No, te aseguro que no tendrás que esperar mucho.

—¿Quién te enseñó música, William? —quiso saber Cathryn, con la intención de desviar la conversación hacia un campo que le resultara más familiar.

—Oh, la misma persona que me ha enseñado todas las cosas de valor, o por lo menos eso es lo que te diría él: el padre Godfrey.

—Sería un maestro mediocre si no creyera que te he instruido en asuntos relevantes, ¿no? —bromeó Godfrey.

—Por supuesto. Vuestra lógica es aplastante —contestó William.

—El otro día me quedé fascinado con tu canción, Cathryn —dijo Godfrey, dándole la espalda a William—. ¿Quién te enseñó a componer?

—El cura de Greneforde, pero me enseñó a cantar sola, por lo que me siento confundida con la sugerencia de unir muchas voces.

—Un dúo no quiere decir muchas voces —se entrometió William.

—William, por favor, calla —le ordenó Godfrey—. Cathryn está hablando de música monofónica, es decir, de una melodía cantada a una sola voz, que es lo que le ha enseñado su cura. Y te aseguro que son unas bellas melodías —le dijo a Cathryn—, pero existe otra forma musical en la que el cantus firmus va acompañado por otra melodía.

—¿Y cómo se hace? ¿Las dos melodías van en paralelo? —se interesó Cathryn genuinamente.

—No —contestó William, captando nuevamente la atención de su esposa—. Así se hacía al principio —admitió él—, pero ahora cada voz puede seguir su propia línea, y cuando las dos se funden forman una combinación realmente espiritual.

Cathryn notó que el suelo se movía bajo sus pies a causa de un leve mareo momentáneo que hizo que nuevamente se tambaleara y casi perdiera el equilibrio. No acababa de comprender el sentido profundo que se ocultaba bajo las palabras de William, a pesar de que estaba segura de que había algo más, a juzgar por la penetrante mirada de esos ojos enmarcados por aquellas pestañas negras.

—Vamos —dijo Godfrey súbitamente, poniéndose de pie y acabando con la sensación de malestar que ahogaba a Cathryn—. Es la hora de la misa.

Cathryn se sintió aliviada de poder abandonar la mesa y cambiar aquella enrevesada conversación por la paz de la capilla y la misa por los muertos, durante tanto tiempo esperada.

Durante la misa, el recuerdo de Philip emergió inevitablemente. Era un muchacho tan rubio y tan alegre de espíritu… Los años pasados en su exilio obligado en la apartada torre Blythe no habían conseguido mermar su calidez, ni tampoco el hecho de haber sido hecho prisionero por un caballero sin escrúpulos. Philip suponía que Lambert asaltaría Greneforde, y Cathryn sospechaba que en cierto modo su hermano se había sentido aliviado de que finalmente se hubiera descubierto la farsa de su muerte, porque eso significaba que ya no tendría que estar más tiempo separado de su hermana.

Ella siempre lo había querido, y él a ella. Separarse de él había sido la decisión más dura de su vida, pero Cathryn sabía que era lo más conveniente. Philip no tenía por qué saber qué clase de hombre era Lambert. Pero ella sí que lo sabía. Cuando lo vio por primera vez desde lo alto de la muralla, mientras Lambert sujetaba a Philip como rehén, lo supo. Los ojos azules de aquel caballero no contenían ni un ápice de calidez, y la habían mirado de una forma que ella había comprendido. Había aprendido lo que significaba aquella mirada. Él había sido un buen instructor, y ella no lo había olvidado. La verdad era que no había nada que pudiera detener a un hombre cuando estaba excitado.

¿Todos los hombres eran iguales? Hasta hacía poco, eso era lo que Cathryn había creído. Pero William le Brouillard no era como los demás. No podía negar aquella realidad. Sí, se trataba de un hombre fuerte y orgulloso, como era de esperar en cualquier hombre. Pero… no abusaba de su fuerza, y su orgullo era quizá justificado, a pesar de que jamás se le ocurriría expresar esos pensamientos en voz alta. Si William se enteraba, su vanidad francesa se elevaría hasta cotas inimaginables.

John tenía razón: William no era Lambert.

La emoción, tanto tiempo reprimida, tanto tiempo impugnada, emergió en su interior con una poderosa fuerza y se expandió por todo su cuerpo. Cathryn recordó aquella noche cuando William, inmovilizándola por los brazos con una mano, le exigió que se acostara con él, pero ella no pudo. No se atrevió. Había oprimido sus emociones tantas veces… Semanas, meses enteros sin sentir nada, y esas nuevas sensaciones le resultaban incómodas. Se sentía como cuando el hielo se derrite en la época del deshielo. Muy incómoda con aquel cambio brutal.

Y ella, que se había enfrentado a Lambert, tenía miedo de relajarse y dejar que aquellas emociones tan poderosas la invadieran, porque si lo hacía, su poder intrínseco la desbordaría. Estaba segura. No le costaba admitir su miedo, y por eso procuraba por todos los medios contener sus sentimientos.

La misa terminó y, perdida en la niebla de sus propios devaneos, Cathryn permitió que William la escoltara hasta la alcoba principal —que ahora era la habitación de los dos, ya que ¿acaso no contenía ahora todas sus pertenencias?—. La estancia no era tan amplia como para no fijarse en la bañera llena de agua perfumada frente al fuego. El agua desprendía un aroma demasiado dulce para un hombre, pero dado que William era francés…

—¿Piensas bañarte dos veces hoy? Que yo sepa, no te has ensuciado mucho mientras comías.

William sonrió ante su burla y contestó:

—Eso es porque de pequeño me enseñaron a llevarme la comida directamente a la boca y no hacia otras partes. No, mi querida esposa —sonrió socarronamente—. El baño es para ti. Ahora me toca a mí cuidarte.

—¡Ni hablar! —protestó ella alzando la voz—. ¡No hace tanto que me bañé!

—¿Y te has negado a bañarte otra vez porque sabes que para mí es tan importante?

Cathryn engulló saliva con nerviosismo. No era propio de William hablar de una forma tan directa. Eso la irritaba, especialmente porque lo que él acababa de decir era cierto.

—Tus deseos son órdenes, milord —repuso ella sin perder la calma, cambiando de táctica enteramente—. Si dices que estoy sucia, entonces avisaré a Marie para que me ayude a bañarme, tal y como hizo la última vez que me bañé hace unos días —agregó enfáticamente.

—No he dicho que estés sucia —terció William educadamente al tiempo que enfilaba hacia la bañera, invitándola a seguirlo— a pesar de que vinculo esa palabra con todos los que viven en Greneforde. Son un grupo más numeroso que lo que había pensado al principio. ¿Dónde los habías escondido?

Ella no contestó. No podía hacerlo. Prefirió fingir que no había oído la pregunta.

—Sucia o no, puedo bañarme yo solita —alegó tranquilamente, procurando erguir la espalda para seguir demostrando su dignidad.

—No, Cathryn, no te bañarás sola —la contradijo William—. Simplemente quiero hacer por ti lo mismo que tú has hecho por mí.

Y eso era precisamente lo que Cathryn tanto temía. Las manos de William acariciando su piel resbaladiza… Aquellas enormes y agradables manos sobre su cuerpo desnudo, acariciándola… Sintió un terrible sofoco. No, no podía permitirlo.

—Ha sido un día muy emotivo —intentó excusarse ella, esperando que él sintiera un poco de pena por ella—. La misa… Preferiría bañarme sola, para tranquilizarme.

El pretexto de Cathryn únicamente consiguió que William reafirmara su intención de quedarse.

—Sería un mal esposo si permitiera que mi esposa me cuidara y en cambio yo no hiciera lo mismo por ella —replicó con una sonrisa cariñosa.

—¿Has dicho «permitir»? —estalló ella, abandonando su intención de motivarle pena—. ¡Me has obligado a cuidarte!

—¿Y tú has obedecido contra tu voluntad?

Cathryn acababa de caer en la trampa. No podía admitir que lo había hecho contra su voluntad, no después de haber prometido que sería una esposa complaciente con él en todos los aspectos. Quedaría como una niña pánfila y mimada, y a pesar de que en aquel preciso instante así era como se sentía, no deseaba comportarse como tal.

—Vamos, Cathryn —la animó él—. No es nada más que lo que Jesucristo hizo cuando lavó los pies a sus discípulos.

—¿Comparas este baño con el acto de Jesucristo? —Cathryn se estaba poniendo realmente nerviosa—. ¡Mira! ¡Este baño tiene mucho más que ver con seducirme que con el hecho de limpiar un cuerpo sucio!

—¡No me digas! —Él sonrió maliciosamente.

Ahora sí que había caído completamente en la trampa. Había admitido que tenía miedo de excitarse si él la acariciaba, tal y como le había sucedido mientras lo enjabonaba.

Procurando recuperar la compostura, Cathryn se ordenó abandonar aquel juego de averiguar quién era el más listo e intentar negociar con Le Brouillard. Era imposible vencerlo. Él no daba su brazo a torcer hasta que conseguía su objetivo. Tenía que salir airosa de aquella encerrona sin sucumbir a la voluntad de su esposo. De ningún modo permitiría que él la desvistiera. No, no permitiría aquella humillación, y se lo comunicó con una mirada contundente mientras se llevaba la mano a la horquilla que sostenía su manto cerrado sobre los hombros. Era una pequeña victoria, y él le permitió que gozara de esos momentos de gloria. Al cabo de unos segundos, Cathryn se quedó desnuda delante de él, sin cubrirse y sin mostrar rubor alguno. Con toda la dignidad de una reina encaramándose a una carroza, se metió en la bañera.

William empezaba a conocer a su esposa. Por eso comprendió que su impresionante serenidad y suprema compostura eran muestras evidentes de que sus emociones estaban al límite, y que pronto emergerían sobre aquella fría fachada. Pensaba actuar con cuidado, seduciéndola paso a paso para pillarla desprevenida. El hecho de estar totalmente excitado por la visión de su fascinante desnudez, su manto dorado de pelo que ocultaba y revelaba a la vez distintas partes de su cuerpo, era un inconveniente, pero el miembro traidor entre sus piernas lo obedecería, y él mantendría la expresión de su rostro absolutamente impasible. Lo haría, porque él era Le Brouillard, y jamás perdía el control en mitad de la batalla. Y aquello era una batalla.

Ella se negaba a mirarlo a la cara. Mantenía los ojos fijos en las vivas llamas del fuego cuando él se le acercó —una postura defensiva—. William tenía bastante experiencia en ataques como para no darse cuenta de que eso suponía una buena señal; Cathryn se había puesto a la defensiva porque sentía la necesidad de protegerse. No era inmune a él. Eso era bueno. Mejor que bueno.

William hundió las manos en el agua caliente y las elevó por encima de la piel de su esposa, permitiendo que el calor la impregnara. Sólo el agua la tocaría al principio.

La sensación del agua salpicando la piel de sus pechos fue realmente sorprendente. Cathryn había esperado que él la acariciara con sus manos. Estaba preparada para sus manos, en cambio, no estaba preparada para resistirse a aquella sensación tan relajante. Se sentía irritada, particularmente porque por lo visto él no quería tocarla. ¡Qué pensamiento tan estúpido! Simplemente se trataba de otra forma de disfrutar de la hora del baño. No le extrañaba que Le Brouillard siempre estuviera dispuesto a bañarse, si aquél era el método que utilizaba para lavarse.

Nuevamente William alzó las manos por encima de ella, y nuevamente dejó que el agua se deslizara entre sus dedos para acariciar la piel de Cathryn. El agua estaba demasiado caliente, o al menos así la notaba ella. Su piel estaba insoportablemente sensible al tacto del agua. Quizá era el jabón lo que le provocaba aquella extrema sensibilidad; eso explicaría el cosquilleo que notaba en la parte inferior de su vientre.

Él elevó las manos para provocar una nueva cascada. ¿Cuánto rato pensaba pasarse así, bañándola de ese modo? Le resultaba absolutamente irritante. Probablemente se trataba de un hábito francés, que a ellos les encantaba. Si se quejaba, él empezaría otra vez a ensalzar las virtudes de su gente y a pedirle que cantaran a coro. ¡La sacaba de quicio! No era la clase de baño al que estaba acostumbrada, y a pesar de que él defendía la higiene personal como un hábito muy saludable, Cathryn estaba acostumbrada a bañarse únicamente varias veces al mes.

«¡Maldición!» Si volvía a notar sólo agua, por más que estuviera caliente y perfumada, saldría pitando de la bañera y de la alcoba. Y lo más probable era que toparía con Ulrich, el joven caballo desbocado, por las escaleras de la torre.

William contempló cómo sus pezones se ponían duros y cómo se le aceleraba la respiración, pero todavía no quería tocarla con nada más que no fuera agua. Cuando ella le pidiera más, entonces él colmaría sus deseos.

—¡Qué forma más extraña de tomar un baño! —espetó ella finalmente—. A este paso, saldré de aquí con toda la piel arrugada antes de que te decidas a lavarme como es debido.

William no dijo nada; se limitó a sonreír y añadió más perfume al agua. Jugueteó con las sales con los dedos de su mano para que se esparcieran por el agua, pero ninguno de sus dedos se acercó a ella.

—¿Esto que estás añadiendo es jabón? ¿Limpiará mi piel con tan sólo mezclarlo con el agua?

El chisporroteo de un tronco en la chimenea fue la única respuesta que obtuvo, y las chispas que se formaron parecían reflejar la ligera sensación abrasiva que Cathryn notaba en la piel.

—¡No estaré completamente limpia si te niegas a enjabonarme! —explotó ella, mientras sus oscuros ojos lanzaban chispas tan encendidas como las llamas.

William no sonrió cuando la miró a los ojos, a pesar de que sentía unas profundas ganas de hacerlo.

—¿Me pides que te toque?

—¡Para lavarme, por supuesto! —se apresuró a responder ella. Estaba a punto de perder completamente la compostura.

—Mis manos te purificarán, Cathryn —afirmó William suavemente.

Tal y como lo había dicho, a Cathryn le pareció entender dos significados distintos —que probablemente era lo que William pretendía—, y ella maldijo el comportamiento de los caballeros franceses. Decididamente, la sacaba de quicio.

Para sorpresa de Cathryn, William hundió la mano en el agua perfumada y alzó uno de sus pies como si pretendiera estudiarlo detenidamente. El jabón hacía que la mano varonil estuviera resbaladiza, y si su tacto no hubiera sido tan firme, ella no habría resistido la sensación y se habría desternillado a causa de las cosquillas. Pero su tacto era firme mientras le frotaba las curvas y los relieves del pie. Cathryn jamás se habría imaginado que el pie humano pudiera ser tan sensible, tan acostumbrada como estaba a caminar sobre las frías baldosas o sobre la madera rugosa. Sin poderlo evitar, soltó un suspiro; después se relajó en el agua mientras él alzaba más su pie. Nunca habría pensado que la sensación que le podía provocar un hombre tocándole el pie pudiera ser tan… tan agradable.

La palabra «erótica» le había venido a la mente, pero la había descartado. Se trataba simplemente de un baño, y el tacto de William le resultaba agradable. ¡Pero no había nada sensual en su pie! Así que se relajó, apoyada en la pared de madera de la bañera mientras su melena caía como una cortina hasta reposar en el suelo.

William no la había mirado directamente. Se concentró en lavarle los pies y no permitió que sus pensamientos abarcaran más allá de lo que estaba al alcance de su mano justo debajo del agua. No la miró, pero sintió el músculo de la pierna de Cathryn relajado y todo el peso de su pie en la mano, y supo que había conseguido erosionar otra barrera de sus defensas.

Incapaz de aplacar su excitación por más tiempo, William se permitió mirarla a la cara, con sus ojos brillantes como el acero recién bruñido, pero sólo unos instantes. La expresión de Cathryn era embelesadora, completamente relajada y con los ojos entornados. Su plan estaba funcionando. William bajó rápidamente la vista otra vez; no quería que ella se diera cuenta de su estado de excitación, y no se atrevía a seguir contemplándola por más tiempo por temor a impacientarse, porque sabía que lo que únicamente conseguiría sería un estrepitoso fracaso.

William le soltó el pie, sin haberse aventurado a lavarle más allá del tobillo. A continuación, con ambas manos le agarró una mano y con los pulgares empezó a frotar la línea de su pulso y la curva que unía el pulgar con el dedo índice.

¿Podía una simple caricia con las manos transmitir un acto tan íntimo? Cathryn jamás lo habría imaginado, pero ahora albergaba serias dudas. Él había declarado que su intención era bañarla, y ella había imaginado sus enormes manos varoniles posándose sobre sus pechos y sus caderas, y quizá la boca sensual… pero en aquella experiencia sensorial no intervenía ninguno de aquellos componentes. Él se limitaba a hacer lo que había dicho: lavarla tal y como Jesucristo había hecho con sus discípulos; sin embargo, los discípulos estaban vestidos, y a pesar de que William ni tan sólo se había quitado la capa, ella estaba completamente desnuda, únicamente cubierta por el agua oscura. ¿Y por qué esa aseveración, de que él estaba vestido y ella estaba desnuda, le provocó que el corazón le latiera desbocadamente, de tal modo que Cathryn abrió súbitamente los ojos asustada? No podía seguir negando aquella palabra. La sensación era absolutamente «erótica».

Lentamente, muy lentamente, William deslizó la mano hasta la parte interior de su codo y acarició la tierna piel en aquel punto. Estaba peligrosamente cerca de su pecho, sin embargo, su mano no se movió y ella se preguntó por qué, aliviada y confundida a la vez.

Él avanzó hasta sus hombros, emplazando una mano sobre cada uno de ellos y masajeándolos suavemente. Cathryn relajó la cabeza hacia atrás para dejarle más espacio, y la cascada de rizos dorados barrió el suelo.

—Tienes un poco de suciedad encima del pecho —le susurró él en la oreja—. ¿Me permites que te la limpie?

—Sí. —Cathryn contestó también en un susurro, con los ojos entornados y gozando de la sensación de proximidad de su esposo. Su corazón volvía a latir desbocadamente.

Ella sabía que él la iba a tocar. Esperaba sus caricias en el pecho. Pero William se tomó su tiempo, moviéndose despacio desde el hombro, bajando lentamente hasta su pecho, y entonces le aplicó un suave masaje. Terminó rápidamente y apartó la mano. Qué extraño. Cathryn se sintió decepcionada.

—Tu pierna tiene una mancha de ceniza —dijo él.

—Lo sé, mis piernas están sucias —admitió ella, esperando sus caricias.

Una suave caricia, seguida de otra, a lo largo de una pierna, y después William apartó la mano. Sus extremidades empezaron a temblar y rompieron la quietud del agua.

—Estás temblando —le dijo él en un susurro gutural.

Era cierto. Cathryn era presa de un temblor que nacía en el centro de su ser y se dispersaba por todo su cuerpo; pero se negaba a admitir que la causa fueran sus caricias.

—Es que estoy helada; hace rato que se ha enfriado el agua.

William no pensaba aceptar aquella excusa.

—Sin embargo tú no te has enfriado. —Y con su mano la sujetó con gentileza por la barbilla para que no pudiera zafarse de su penetrante mirada—. Tu piel está tan caliente como una espada expuesta al sol.

Sin ninguna palabra de aviso de sus intenciones, William la sacó en brazos de la bañera y la depositó en el suelo rugoso. Las gotas de agua resbalaban por el cuerpo de Cathryn y mojaban las tablas de madera. Con movimientos enérgicos, empezó a secarla, y la toalla quedó rápidamente empapada.

Cathryn se sentía embriagada por el agua tibia, la proximidad al fuego, la deliciosa sensación de aquel baño relajante… ¿O quizá era por las manos tibias de William, la proximidad a él, la deliciosa sensación que notaba cuando él le frotaba los pezones erectos? No estaba segura, pero no se sentía con fuerzas para permanecer de pie.

William la sostuvo unos momentos entre sus brazos, con su cuerpo pegado al de ella, y luego se apartó un poco para estrecharla por la cintura y escrutar sus bellos ojos oscuros.

—¿Estáis limpia, mi señora? —le preguntó. Sus ojos también habían adoptado un oscuro matiz.

De nuevo él le hablaba en un doble sentido, pero esta vez ella comprendió lo que le preguntaba. William deseaba que ella se sintiera limpia, sin impurezas de Lambert, limpia de culpa.

Vacilando, ella contestó:

—No lo sé. —Y era verdad, y entonces se echó a reír, apartando de su mente el sentido más profundo de la pregunta—. Supongo que debería estarlo.

William no parpadeó ni un segundo cuando contestó:

—Es evidente que estás limpia.

Él deslizó la mano hasta uno de los rizos de su melena y ella no se incomodó. Al contrario, se inclinó hacia él, buscando sus caricias. William enredó otro mechón de pelo entre sus dedos, y luego otro, y otro, y Cathryn aceptó aquellas muestras de intimidad. Ella quería sentir su mano en el pelo. Quería que él la acariciara y que hundiera sus manos en la frondosidad de su melena, y cuando finalmente lo hizo, Cathryn alzó la cara para aceptar su beso, y sus bocas se fundieron en un beso que no tenía nada de timidez ni de indecisión. Era un beso apasionado, con dientes y lenguas juguetonas, mientras que las manos de William seguían enredándose en su pelo, abrazándola igual que ella lo abrazaba a él.

Cathryn lo había rodeado con sus brazos por el cuello, alzándose de puntitas para llegar mejor a su objetivo. Frotó su cuerpo contra el cuerpo musculoso de William, y sus pezones se pusieron erectos y se agrandaron con la fricción. Ella jadeó dentro de su boca y sacudió violentamente la cabeza.

William seguía con las manos enredadas en su pelo.

Al cabo de un rato, William se puso rígido y se apartó de ella.

—¿Qué es lo que quieres, Cathryn? —le preguntó con una voz susurrante y con los ojos encendidos como los de un dragón.

—No… no lo sé —resopló ella, colgándose nuevamente de su cuello en busca de apoyo.

William sonrió socarronamente.

—Pues será mejor que aclares tus ideas, mi señora, si no quieres que mi orgullo francés sufra un golpe prácticamente mortal.

Y entonces ella sonrió, comprendiendo su sentido del humor.

—De acuerdo. Entonces creo que primero quiero inspeccionar si tú estás completamente limpio, lord Le Brouillard.

—Me parece una idea genial, mi señora —contestó William, desvistiéndose mientras hablaba. Cuando se quedó completamente desnudo, igual que ella, la atrajo hacia sí y la besó apasionadamente.

Pero los efectos del baño se habían evaporado y el cuerpo de Cathryn ya no estaba tan cálido como unos minutos antes. Había que avivar el fuego que ardía en su interior.

—Tócame, Cathryn —la apremió él—. Conóceme.

Obedeciéndolo, ella lo tocó. Sus manos se deslizaron por todo su pecho con unos ligeros toques que no podían llegar a describirse como caricias, solazándose con el tacto de su piel, con la fortaleza de aquellos músculos. Cathryn disfrutaba del control de tocarlo y de no ser tocada, ya que él no la tocaba, a pesar de que se moría de ganas de que la tocara.

William le dejó explorar toda su piel, pero en cambio él se resistió para no explorar la de su esposa. Ella necesitaba familiarizarse con su cuerpo para sentirse plenamente en control de su propia implicación en aquel juego de seducción. No pensaba presionarla. Esperaría hasta que ella no pudiera esperar más.

Cathryn se iba sintiendo cada vez más cómoda, y empezó a explorar la espalda de William con unas largas caricias, observando cómo se expandían los músculos bajo su piel. Acto seguido, Cathryn desvió la mano hasta depositarla suavemente sobre su mejilla, con las puntas de sus dedos descansando cerca de sus largas pestañas onduladas. El ardor y el brillo de los ojos de William prácticamente la abrasaban.

Pero ella no apartó la mano.

Con una mano en su mejilla, Cathryn deslizó la otra en línea recta, atravesando su pecho y su cintura hasta llegar a su cadera desnuda, y se detuvo. ¡Sorprendente! Su piel casi no tenía vello allí, y lo acarició lentamente, permitiendo que sus dedos explorasen libremente la zona hasta llegar a su nalga, musculosa y endurecida.

William ahogó un leve suspiro en la garganta y ella dio un respingo, perpleja. Estaba tan fascinada con la perfección de aquellas formas que casi se había olvidado que él estaba vivo. Mirándolo directamente a los ojos, tan grises como el metal, recordó inmediatamente que él era un hombre totalmente vivo.

Cathryn retrocedió tan deprisa ante el sobresalto que sin querer tropezó y cayó sobre la cama, tumbada de espaldas.

William sonrió con deleite sólo como un hombre puede sonreír cuando una mujer desnuda aparece en su cama, y dijo indolentemente:

—Sólo tenías que pedírmelo, Cathryn. Por supuesto que estaré encantado de acostarme contigo. Hoy me toca a mí cuidar de ti, y acataré todos tus deseos.

Con esas palabras, el nerviosismo que Cathryn sentía por el hecho de encontrarse expuesta en aquella postura se trocó en una imperiosa necesidad de reír. Realmente, aquel hombre era capaz de arrancar una carcajada incluso a un muerto.

La necesidad de reír se trocó rápidamente en otra necesidad que a ella le resultaba menos familiar. El beso de William, tan delicado, apartó de su mente todos sus pensamientos excepto uno: quería sentir de nuevo aquella boca sobre la suya. Con la punta de la lengua, William exploró su boca, deteniéndose de vez en cuando para mordisquearle el labio inferior. Era un beso extremamente sensual. Cathryn tenía la sensación de que le abrasaba la piel, y arqueó la espalda. Sus movimientos eran increíblemente sensuales, a pesar de que ella no era consciente.

William no la tocó hasta que ella inició nuevamente el juego frotando su cuerpo contra el suyo; sus pechos buscaban las manos de William, buscaban caricias sin necesidad de expresar nada con palabras, y cuando él finalmente los tocó, y sus dedos juguetearon con gentileza con sus pezones, ella arqueó todavía más la espalda para pegarse más a su mano.

—Estás tan cálida… Eres como una gatita en celo —dijo él con extrema delicadeza.

Cathryn reaccionó como un gato al que acabaran de echarle un cubo de agua helada por encima.

—¡No me llames gatita! —gritó sulfurada.

Cada vez pasaba lo mismo, y justo en ese preciso momento. William había creído que se debía a la proximidad física, lo que provocaba que ella se pusiera tan tensa entre sus brazos. Pero quizá había algo más que eso.

Él no se movió. Se quedó tan quieto como ella. El chisporroteo del fuego y la agitada respiración de Cathryn eran los únicos sonidos, sin embargo, William creía que Lambert los acechaba oculto desde algún rincón de la alcoba.

Tomando a Cathryn entre sus brazos, se tumbó a su lado y la miró, arropándola con su cuerpo y acariciándole la espalda.

—¿Qué sucede, Cathryn? —le preguntó con dulzura, intentando romper el silencio abrumador que había caído como una espada entre ellos.

Pero Cathryn, que era muy hábil cuando se trataba de recuperar la compostura y encerrarse en su caparazón, no contestó. Lo apartó propinándole un suave empujón con las palmas de las manos.

—Simplemente es que no soporto que me llamen gatita —se limitó a responder, esperando zanjar el tema.

William comprendió. Comprendió que ella se había alejado nuevamente de él, cerrando todas las vías de acceso que los unían. Comprendió que, para que su esposa se derritiera nuevamente con él, necesitaría provocar un incendio para avivar las llamas que ardían en su interior. Pero esta vez no pensaba avivar el fuego de la pasión. Esta vez iba a avivar el fuego de la ira.

Jugueteando con un mechón de su pelo, lo llevó con indiferencia hasta sus pezones.

—¡Qué extraño! —comentó impasiblemente—. Pues yo encuentro que el nombre «gatita» te hace justicia. Por el modo tan gracioso en que arqueas la espalda y frotas tu cuerpo contra el mío. Sí —dijo él, mirando fijamente sus pezones erectos—. Eres una gatita de lo más sensual.

William le apartó la melena hacia sus hombros para que sus pechos quedaran al descubierto sin ninguna capa defensiva. Cubrió uno de ellos con su mano y frotó el sensible pezón con la palma encallecida.

—Gatita —le susurró al oído—. Eres suave. Acurrúcate junto a mí, gatita. Ronronea de placer, gatita, y yo te acariciaré.

—¡No me llames gatita! —volvió a gritar ella, encrespada, apartándole la mano de un manotazo, luchando por escapar de sus caricias, temblando violentamente.

—¿Por qué, Cathryn? —volvió a preguntarle William, con una voz tan dura como la gravilla bajo unos pies descalzos.

Los brazos de Cathryn seguían forcejeando contra él, pero él no se inmutaba. Ella no podía soportar por más tiempo el dolor que sentía en sus entrañas, como si en su interior morara un lobo que quisiera destruir las oscuras profundidades de su alma.

Unos sollozos sinceros, durante tanto tiempo contenidos, ascendieron por la garganta de Cathryn hasta prácticamente ahogarla. Abrazándose a sí misma, intentando salvarse de ser arrollada por el poder devastador de aquellos sollozos, se acunó con la pena silenciosa de un bebé.

—Cathryn —murmuró William.

—Él me llamaba gatita —consiguió decir entre sollozos, sin apenas fuerzas.

Cathryn le dio la espalda y continuó acunándose en silencio. William alzó su mano cálida y le acarició la espalda, perfilando las protuberancias de su columna.

—Me llamaba gatita —repitió, y su llanto hacía que sus palabras fueran casi irreconocibles—. Me llamaba gatita y se reía cuando lo decía. Me llamaba gatita cada vez que… cada vez que…

Y cuando su esposo la tocaba y la llamaba gatita, ella veía a Lambert, sentía las manos de Lambert sobre su piel. William lo comprendió. La miró mientras ella se acunaba y sintió su desconsolado llanto como si fuera suyo. Cathryn era tan delgada, y había soportado tantas humillaciones en nombre de Greneforde.

Quería ayudarla.

Quería matar a Lambert.

—Me llamaba gatita —repitió ella—, delante de todos. Y cuando estábamos solos. —Las palabras afloraban ahora como un surtidor.

Ningún hombre se dirigía a una dama de una forma tan vulgar en público. Lo único que pretendía con ello era desbancarla de su rango y humillarla. Lambert era un miserable.

—Y cuando yo caminaba por la explanada, oía a sus hombres maullar. Lo hacían tan fuerte que los maullidos resonaban en las paredes.

Sí, William podía imaginárselos, a aquellos hombres, siguiendo el sórdido ejemplo de su señor, y Cathryn sola contra todos ellos. Y supo cómo ella había reaccionado ante la insoportable crueldad: con la cabeza erguida y procurando no perder la dignidad. Era tal su coraje y su orgullo que, en lo más profundo de aquella degradante derrota —la derrota de haber perdido sus tierras, su hogar, sus criados, y su cuerpo— ella se había encerrado en sí misma y había obtenido la victoria. No había permitido que nadie fuera testigo de su vergüenza y de su fracaso. Hasta ahora.

Con mucha dulzura, William la obligó a darse la vuelta hacia él y la acunó entre sus brazos, con tanto amor como un padre haría con una niñita desconsolada, porque eso era lo que era ella. Cathryn no alzó la cara, pero tampoco rechazó su abrazo. Al cabo de un rato, sus lágrimas cesaron. Sin embargo, seguía acunándose a sí misma, y él también la acunaba, estrechándola con fuerza y transmitiéndole calor, deseando que ella se impregnara de su amor.

Finalmente se quedó quieta.

—Te lo volveré a preguntar —empezó a decir él con una firmeza gentil, sin dejar de abrazarla—. ¿Estás limpia, mi señora?

Cathryn se removió inquieta hasta que pudo verle la cara. Con unos ojos tan apagados y desesperanzados como los de un cadáver, le contestó:

—No. Nunca estaré limpia.

—Te equivocas, Cathryn.

De nuevo él había conseguido despertar su ira, aunque esta vez no lo había hecho intencionadamente.

—¡Ya sé que eres un experto en la materia, pero en este aspecto te aseguro que no lo eres tanto como yo! ¡No estoy limpia! —espetó furibunda—. ¡Su semilla me mancha por dentro y por fuera! ¡Soy un trapo viejo, únicamente apto para que lo echen al fuego!

—Te digo que te equivocas —repitió William, con una voz profunda y vibrante—. ¿Acaso Jesucristo no se sacrificó por nosotros para librarnos del pecado? ¿Existe algún pecado que Dios no pueda perdonar? ¿Has olvidado que Dios te ha redimido de tus pecados con la sangre del sacrificio de su propio hijo?

Los ojos de William eran dardos que ella habría evitado si hubiera podido, pero él la mantenía firmemente inmovilizada y la obligaba a mirarlo a la cara mientras pronunciaba aquellas palabras.

—¿Acaso no sabes que la relación que Lambert mantuvo contigo es como el agua en la sangre? —continuó ahora más calmado—. Yo he unido mi vida, mi sangre, a la tuya, Cathryn, desde el momento en que nos casamos. Todo lo que ha pasado antes no puede diluir ni romper el vínculo de sangre que compartimos.

Sus palabras eran dulces, y ella deseaba creerlo, pero no podía. La mancha de su pecado era colosal, mucho más colosal que incluso la poderosa fuerza de William le Brouillard.

William leyó el rechazo de sus palabras en la oscuridad de sus ojos.

—Eres mi esposa, Cathryn, y nos hemos unido en matrimonio hasta que la muerte nos separe. Compartes mi sangre, que te aseguro que vertería encantado en tu defensa —declaró—. Lo que pasó antes no forma parte de nuestro presente; de verdad, es algo tan irrisorio como una vela comparada con una hoguera. Eres mi esposa —repitió con ardor—. Te respeto y te amo. Confía en mí —le imploró—. Pienso enseñarte el poder de una hoguera para que comprendas que lo que iluminó tu mundo en el pasado no fue más que una vela medio apagada.

Sus palabras la martirizaban, ya que pretendían apartarla de aquella soledad interior que ella había erigido como una coraza para protegerse.

—Te amo, Cathryn —le susurró otra vez pegando la boca a su melena, y entonces sus manos se deslizaron hasta acariciarle la cara. Aquellas manos varoniles se movían ahora tal como ella habría deseado un rato antes, pero ahora Cathryn no se sentía inspirada, aunque William no pensaba detenerse.

Con las dos manos, William le acarició los pechos hasta que sus pezones volvieron a ponerse erectos. Jugó tanto rato con sus pezones que Cathryn tuvo la impresión de que siempre habían sido así.

Con unos besos inmensamente profundos, William anuló cualquier comentario que ella pudiera pronunciar para detenerlo, y, realmente, ella no podía pensar en nada que decir para frenar aquella situación. La lengua de William se hundió en su boca, y Cathryn no ofreció resistencia. Sus armas de seducción eran tan eficaces y tan apasionadas que no le dio tiempo ni para titubear. Él la arrastraba hacia su campo de juego, y ella no podía pensar en ningún detalle que le desagradase. En cuestión de segundos, su mente se quedó totalmente en blanco. Tal y como William había planeado.

Cathryn frotó sus caderas contra las de él mientras se arqueaba en sus manos, buscando, deseando, necesitando… Nunca antes había experimentado una sensación tan intensa.

William se dio cuenta.

—Cierra los ojos, Cathryn —le ordenó con suavidad—. Ahora no pienses ni reflexiones. Déjate llevar por los sentidos.

Ella obedeció, y en la oscuridad las sensaciones se volvieron tan intensas que incluso le pareció ver cómo los colores explotaban y viraban vertiginosamente alrededor del ojo de su mente.

Él le frotó los pezones hinchados con sus pulgares y jugueteó con su lengua, mientras ella gemía dentro de su boca.

Los poderosos gemidos que estallaron desde su interior de una forma tan inesperada la dejaron consternada hasta el punto de quedarse inmóvil. Se sentía un poco avergonzada.

—No te detengas —la alentó él con un suspiro, con la boca pegada a su garganta—. Relájate y no intentes controlar tu cuerpo.

Cathryn cubrió las manos de su esposo con las suyas, deseando poner punto final a ese tormento erótico.

—¿Y quién controlará mi cuerpo?

—Yo, por supuesto. —Sonrió William como un niño travieso antes de sembrar una fila de besos por su cuello hasta su pezón.

Ante la graciosa expresión de la cara de William, Cathryn no pudo contener una risita y se relajó sobre el colchón. Pero la risita se trocó rápidamente en un jadeo cuando él empezó a lamerle los pezones sin piedad, moviendo la boca de un pecho al otro hasta que ella se retorció y jadeó con un absoluto abandono.

Una visión de Lambert inmóvil sobre ella emergió en su mente, y Cathryn abrió los ojos de golpe.

Al ver el pelo negro de William sobre su pecho, se calmó.

—Háblame —le ordenó ella. Necesitaba oír el sonido de su voz, una voz muy distinta a cualquier otra que había conocido. Una voz que no se asemejaba en absoluto a la de Lambert.

Y él obedeció.

—Pienso hablarte el resto de mis días sobre cosas importantes y cosas banales. Eres mi esposa. Nuestra sangre, nuestros cuerpos, nuestra carne, son una sola —empezó a decir. Sus palabras resonaban cálidamente sobre su pecho—. Eres sublime, mi querida esposa. Tu piel es más fina que la seda más preciada que jamás se pueda comprar… y me encanta lavarte.

Ella volvió a sonreír, y el espasmo de la risa plantó un pezón firmemente en su boca. Él lo succionó como un bebé, y luego alzó la boca para lamerle el lóbulo de la oreja.

—¿De qué más quieres que te hable? —murmuró él, transmitiéndole un agradable escalofrío en toda la espalda.

—De lo que quieras —respondió ella también en un murmuro, perdiéndose en la sensación de su tacto otra vez—. Háblame de lo que quieras; lo único que deseo es oír tu voz.

—Y así será —prometió él—. Siempre y cuando me dejes gozar del tacto de tu piel sedosa.

William deslizó la mano con la autoridad que le correspondía por ser su esposo por encima de sus pechos, hasta la curva de la cintura y después hacia su abdomen hasta que alcanzó la curva de su cadera.

—Tienes unas curvas bellísimas, tal y como cualquier esposo desearía en una esposa.

Con la punta de un dedo, exploró los pliegues de su pubis mientras que con la otra mano frotaba un pezón. Las piernas de Cathryn empezaron a temblar cuando él insertó el muslo entre sus rodillas.

—¿Tiemblas de placer o de temor? —le preguntó suavemente antes de cubrirle la boca con un beso profundo y rápido. Mientras tanto, sus dedos seguían explorando la parte más secreta y vulnerable de ella, y el calor que Cathryn sentía en el pecho era tan intenso que temía morir abrasada. El triple ataque de William la había dejado con la mente en blanco, únicamente sentía una extrema sensibilidad en la piel, y sus convulsiones se incrementaron.

Tal y como él había previsto.

—Y tus ojos —continuó William, apartándose de su boca y dibujando una línea de besos efímeros hacia su vientre—, son tan oscuros e insondables como los pozos de Nicea, rodeados como están por las arenas doradas del desierto, un desierto absolutamente sofocante a causa del intenso calor. Así estás tú, esposa mía, intensamente caliente.

Y era cierto, Cathryn notaba que la temperatura de su cuerpo era sofocante. William podía notar el calor que emanaba de ella como si estuviera sobre las arenas del desierto al mediodía, y él se abrasaba con ella. Por ella.

Cathryn temblaba bajo su mano y no podía dejar de jadear. William le separó más las piernas, colocando las rodillas dobladas entre sus muslos. Con una mano le frotaba y jugueteaba con aquella protuberancia de deseo que ahora se hinchaba entre los suaves pliegues de su pubis. Con la otra mano seguía martirizando su pezón enrojecido, y con la boca devoraba el otro pecho, lamiéndolo y succionándolo con ardor.

No pensaba dejar ninguna parte del cuerpo de su esposa sin atender. Ella se convulsionaba bajo sus manos, jadeando continuamente, y aferrándose a su pelo negro.

William abandonó sus pechos. Cathryn abrió los ojos lentamente. William, sin detener el movimiento de su mano imparable, la invitó a darse la vuelta y ella quedó tumbada sobre su abdomen.

La postura era novedosa para ella, y de repente la invadió una fugaz sensación de temor. Rozándola con una extrema suavidad con los labios y con los dedos, William le besó las nalgas.

Cathryn jadeó suavemente y alzó las caderas en dirección a la boca de su esposo, abriéndose totalmente a él. El dedo travieso de William no perdió la oportunidad y se insertó dentro de ella por completo. El profundo jadeo de placer y de deseo que se le escapó a Cathryn hizo que él temblara de excitación.

Con ímpetu, William le dio la vuelta para que quedara nuevamente tumbada sobre su espalda y le abrió tanto las piernas como pudo, sosteniéndola por los tobillos. Cathryn, desesperada por no perder de vista el mundo real, alzó los brazos buscando el cabezal de madera con ambas manos y se aferró a él firmemente.

William la observaba, con las piernas abiertas y jadeando bajo sus caricias, con los pezones encendidos, la melena dorada enmarañada debajo de su peso.

—Me vuelves loco, esposa mía —dijo con una voz gutural.

—¿Por qué… por qué… esperas tanto? —acertó a preguntarle ella, sin apenas mover los labios.

Los ojos grises como la niebla y afilados como una espada la atravesaron sin piedad.

—Te espero a ti —respondió con un áspero susurro.

Y, sin apartar las manos de sus piernas para mantenerlas bien abiertas, William se inclinó para probarla con su boca.

Cathryn perdió el control súbitamente. No sabía exactamente qué era lo que él le había hecho —ni tampoco deseaba saberlo— pero el poder del acto la dejó sin aliento.

Nunca antes había sentido tanto miedo.

—¡No! ¡Para! ¡William, por favor! —gritó, intentando empujarlo hacia atrás para separarlo de su pubis.

William liberó sus tobillos y ella pensó por un momento que él iba a hacerle caso, pero no era así. Con sus amplios hombros continuó separándole las piernas, y con sus manos la empujó hacia atrás y no le permitió volverse a incorporar. Ella no podía combatir contra su fuerza descomunal.

—¡Déjame probarte! —le ordenó él—. ¡Suelta las riendas de tu caballo y vuela!

Su boca se cerró de nuevo sobre su pubis y ella gritó su nombre entre gemidos, convulsionándose bajo aquel cuerpo hercúleo.

Poco a poco sus gemidos dieron paso a un largo e inacabable jadeo que no expresaba temor en absoluto, sino únicamente pasión, una pasión incontrolable, exquisita.

Cathryn se aferró a su pelo, y no lo soltó, incapaz de soportar ni un segundo más aquella deliciosa tortura y anhelando a la vez la nueva embestida de su boca, deseando que acabara y deseando que continuara hasta el punto que pensó que se fragmentaría en dos con sus deseos contradictorios.

Una sensación muy extraña empezaba a tomar forma dentro de ella, aplastándola, y de nuevo buscó la seguridad de la madera bajo sus manos.

Sus jadeos se volvieron más agudos. Sus piernas se tensaron más. Sentía una intensa presión en su interior, una presión como si estuviera cayendo por un precipicio sin fin, un precipicio abismal en medio de un cielo negro y estrellado.

Y William no cesaba. Incrementó el ritmo de su lengua y llevó las manos a sus pechos; con un ritmo frenético, empezó a manosearlos sin piedad.

Con un grito agudo, Cathryn sintió que caía en picado por el precipicio, y caía… y caía… y caía… con un grito interminable. Su vientre y sus muslos se tensaron al límite, con una fuerza más poderosa y más exigente que los latidos de su corazón. Estaba segura de que lo que experimentaba era algo cercano a la muerte, una muerte provocada por un exquisito placer.

William se incorporó y la penetró con su pene, y el grito de placer de Cathryn, que se había aplacado, volvió a resonar en la alcoba, pero aquella vez ella no cayó por el precipicio sola. Esta vez cayó con los brazos alrededor de la robusta espalda de su esposo.

Cuando la locura que acababan de experimentar juntos se aquietó, William se tumbó encima de ella, y el peso físico de su cuerpo devolvió a Cathryn al mundo real. Cathryn se aferró a sus hombros para que él no se apartara.

Con los ojos desmesuradamente abiertos y sin pestañear, Cathryn sólo acertaba a susurrar, sin apenas aliento:

—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!

William sonrió entre la suavidad de su melena y comentó dulcemente:

—¡Menuda forma de poner trabas a mi vanidad!. Deberías decir: «¡Oh, William! ¡Oh, William! ¡Oh, William!».

Abrazándolo con fuerza, Cathryn rio tan fuerte y durante tanto rato como se había pasado jadeando de placer.

El eco de los gemidos y las risas de Cathryn se colaba por las troneras del comedor situado en la planta inferior con tanta suavidad e intensidad como el aroma de un lujoso perfume. Kendall alzó la vista del tablero de ajedrez para comentarle a su adversario:

—Por lo visto, la parte que Cathryn interpreta en la canción es bastante delirante. William es un buen instructor, ¿no te parece?

Rowland se inclinó por encima del tablero para propinarle un suave puñetazo a su compañero.