Capítulo quince

—¿Ayer por la noche oísteis algún ruido en la alcoba del señor? —le preguntó Marie a John, con el semblante nervioso.

—No —repuso el mayordomo, esbozando una sonrisa—. No oí nada que me infundiera temor.

—¿Seguro? —Ella frunció el ceño—. Quizá estaba soñando, pero… bueno, si decís que no oísteis…

—¿Qué es lo que te pareció oír, Marie? Cuéntamelo, a ver si puedo ayudarte.

—Bueno, cuando estaba en la cama, con los ojos cerrados, me pareció oír un… grito —concluyó, con los ojos desmesuradamente abiertos.

—¡Ah! —exclamó John con una sonrisa—. Oíste un grito y te preocupaste por tu señora.

—Pero si vos no…

—Sí, sí que oí un grito, mi pequeña. Y es verdad que parecía ser la voz de lady Cathryn.

Los adorables ojos azules de Marie se llenaron de terror mientras imaginaba qué era lo que lord William le había hecho para arrancarle un grito a su esposa, a lady Cathryn, que ni tan sólo había gritado cuando Lambert la había maltratado y matado a su hermano.

—No te alarmes —la tranquilizó John—. El señor no le ha hecho daño, y lo podrás ver con tus propios ojos cuando ella baje a desayunar.

—¡Pero si todavía no ha bajado! —susurró Marie—. ¡Y ya ha amanecido!

—Tranquila, bajará —repitió John—. No le pasa nada. —Y bajaría con William, si John no se equivocaba al imaginarse lo que había sucedido en la cama del señor—. Y aquí viene alguien que parece que anda buscándote.

Ulrich entró atolondradamente en la cocina y se detuvo abruptamente cuando vio a Marie. Una luz incandescente iluminó sus ojos mientras se dirigía hacia ella. Marie dejó a un lado sus preocupaciones por Cathryn y lo miró con una apocada sonrisa, la clase de sonrisa que había practicado hasta la perfección en el agua aquietada de la palangana de lavar.

—¡Qué suerte que la noche interminable haya tocado a su fin, porque ahora ya puedo nutrirme de tu belleza, y a pesar de que sé que podré nutrirme durante todo el día, nunca me siento colmado, nunca me siento saciado! ¡Me temo que necesitaré mil vidas para acabar harto de ti, mi adorable Marie! —Ulrich soltó aquel monólogo con una exagerada teatralidad.

—Me temo que soy un alimento que jamás conseguirá formar músculo alrededor de vuestros huesos —respondió ella con timidez, ofreciéndole a Ulrich la oportunidad de negarlo.

—Te equivocas —la contradijo él galantemente—. Eres todo el alimento que necesito, aunque la verdad es que te racionas tanto que he de admitir que es posible que acabe por consumirme. ¡Pero que conste que estoy encantado! —añadió al ver que ella se ponía en movimiento para alejarse de él, con actitud ofendida.

—Creo que si accediera a alimentaros, me devoraríais hasta destruirme —terció ella, sin permitir que Ulrich viera su cara.

—No es cierto —prometió Ulrich—, ya que yo también te nutriría, mientras tú me nutres. Sería un banquete que los dos compartiríamos.

—Sin embargo todavía encontráis motivos en vuestro corazón para lamentaros de los obsequios que ya os he dado.

—Eso es porque sólo son el primer plato, y un hombre necesita comida consistente que lo sustente, Marie.

—Comportarme del modo que me pedís significaría… pecar de… glotonería, y la gula es un pecado mortal —replicó ella, disfrutando enormemente de aquel debate y del juego de indirectas—. ¿Os gustaría si engordara?

—Mi querida Marie… —Ulrich sonrió melosamente—. No es posible que engordes en el delicioso banquete del que te hablo.

—Eso es lo que dicen todos los hombres, hasta que la dama de sus corazones realmente… engorda.

John los observaba mientras la pareja de tortolitos enfilaba hacia la puerta. Ulrich seguía en su constante posición de acoso, y Marie se mostraba tímida y seductora a la vez. Si esa muchachita no iba con cuidado, John no descartaba que Ulrich también consiguiera arrancarle algún grito de placer.

—¿Y dirías que lady Cathryn está gorda? —contraatacó Ulrich, bloqueándole el paso—. Ella y mi señor cenan juntos a diario en la mesa del banquete del amor, y sin embargo no he visto ningún cambio en la apariencia de mi señora.

Al mencionar a Cathryn, todas las ganas de jugar a ver quién demostraba más ingenio se esfumaron de la mente de Marie, que súbitamente se dio la vuelta para mirar a Ulrich con un visible temor en los ojos.

—Acabáis de mencionar a mi señora, y he de confesar que temo por su bienestar. Decidme la verdad, ¿le ha hecho daño lord William?

Ulrich retrocedió un paso con sorpresa, y acto seguido la miró con indignación; Marie cometía un grave error si desconfiaba de William, y tenía que decírselo rápidamente.

—¡William le Brouillard es el caballero más considerado y galante de todos! ¡Tanto en Francia como en esta isla donde nunca deja de llover! ¡Jamás le haría daño a una dama, y mucho menos a su esposa! ¡Es un caballero cristiano de la cabeza a los pies, Marie! ¿Pero de dónde parte tu preocupación? No me digas que lo has visto levantarle un dedo —ni que sea el dedo meñique— a lady Cathryn, porque, por muy enamorado que esté de ti —y a pesar de que siempre lo estaré—, no te creeré.

—No —admitió ella—. No lo he visto actuar de ningún modo incorrecto con mi señora, sin embargo… —Marie vaciló unos instantes antes de ocultarse en un rincón oscuro de la empalizada—. Sin embargo me pareció oír un grito proveniente de la alcoba del señor que ahora comparten. ¿Lo oísteis?

Ulrich resopló y sonrió luciendo todo su orgullo viril mientras contestaba:

—Sí, me parece que oí algo similar a un grito.

—Y mi señora no ha salido todavía de la alcoba, a pesar de que ya hace rato que el sol brilla en el cielo. No es normal en mi señora —murmuró preocupada mientras reemprendía la marcha por el patio.

—No te preocupes, Marie. Todo va bien.

—¡Claro! ¡Es fácil decirlo! Pero ¿la habéis visto?

—No —admitió él—. Lord William me ha ordenado claramente que nadie lo interrumpa mientras él y su dama estén solos en la alcoba.

Aquella información no consiguió aplacar los temores de Marie. Lo único que Ulrich había conseguido era incrementarlos, ya que ¿por qué un hombre pediría que nadie los interrumpiera mientras estaba con su esposa si no era porque pretendía hacerle daño y no quería que nadie lo viera?

—No conozco bien a vuestro lord, pero mis temores no se han calmado —confesó ella.

Ulrich sonrió, comprendiendo sus temores aunque sintiéndose incapaz de no sacar ventaja de aquel malentendido.

—Para calmar tus temores, te sugiero que busquemos un rinconcito tranquilo donde yo pueda reconfortarte. Te prometo que tus temores por lady Cathryn se desvanecerán de tu mente cuando me permitas que me ocupe de ti con ternura.

En un terreno tanto nuevo como conocido, Marie estalló en una carcajada y se alejó del soleado centro de la explanada, disfrutando al ver que Ulrich la seguía sin darle tregua del mismo modo que la luna seguía al sol. Y eso era precisamente lo que el escudero hacía, con una amplia y brillante sonrisa en sus labios que prometía tantas alegrías como la sonrisa de Marie.

Cathryn se despertó al notar unos dedos que le acariciaban la melena que le enmarcaba la cara. No era un despertar desapacible. Sabía perfectamente en qué cama se hallaba así como con quién la compartía, y con quién había pasado la noche: lo recordaba vívidamente, a pesar de que todavía no había abierto los ojos para saludar al nuevo día. Ni para dar los buenos días a William.

A duras penas podía creer que un hombre fuera capaz de provocarle aquel intenso placer con las manos; tampoco podía creer que el cuerpo femenino pudiera experimentar un sentimiento tan profundo. Cathryn había creído que el placer de la unión sexual pertenecía exclusivamente al hombre y el dolor de dar a luz a la mujer, como condena a toda mujer por el pecado original que el hombre había cometido con Dios. ¡Qué equivocada estaba! Se moría de ganas de sentir las manos de William sobre su cuerpo de nuevo, de sentir sus caricias en los pechos, y su lengua lamiéndole…

Con una perezosa sonrisa, estiró las piernas por completo y los brazos por encima de la cabeza, arqueando los pechos hacia el techo. Parecía una gatita desperezándose, aunque William sabía que no debía expresar aquel comentario en voz alta. Cathryn parecía una mujer satisfecha, y William no pudo evitar dedicarle una sonrisa.

Mientras le sonreía, procurando borrar cualquier muestra de arrogancia en su rostro, Cathryn se dio media vuelta y se colocó encima de él, enredando los brazos alrededor del cuello de William.

—Me has despertado con tus caricias, milord, y yo he decidido contestarte con un beso, y otro, y otro… —Cathryn rio como una niña traviesa mientras le estampaba besos efímeros por la cara, la garganta, el pecho, y todas las partes del cuerpo de William que alcanzaba sin dificultad.

Él estaba perplejo. Cathryn no se asemejaba a aquella dama en absoluto control de todas las situaciones con ojos inexpresivos y con una actitud fría. La noche anterior Cathryn había renacido como una mujer apasionada, con una sonrisa provocativa y que, con cada mirada de sus resplandecientes ojos oscuros, despedía chispas de sensualidad. Cuando él se había propuesto erosionar sus defensas, una a una, su única intención había sido apaciguarla. No había imaginado que debajo de aquel bloque de hielo pudiera haber tanta calidez y alegría.

Cathryn no sólo se había liberado de sus fantasmas mentales, sino también de sus cadenas físicas.

—Y aquí tienes un beso de disculpa por pisotear tu orgullo francés. —Ella le besó la oreja, provocándole un escalofrío de placer—. Y otro por haberme burlado de ti por tus hábitos alimentarios. —Le besó el cuello—. Y por reírme por tu falta de humildad. —Le besó el pecho velludo—. Y por ser tan lenta a la hora de atenderte en el baño. Me temo que tengo tantas cosas por las que disculparme… Estoy segura de que en más de una ocasión he ofendido tus tiernos sentimientos franceses, ¿no es cierto? —Para terminar, Cathryn besó a su esposo rápidamente en la boca antes de incorporarse para acomodarse sobre su imponente torso.

William le acariciaba la espalda, de arriba abajo, disfrutando de la sedosa suavidad de su piel bajo sus manos. Ella era otra mujer, y él era el responsable de aquella transformación; nunca antes se había sentido tan encantado, tanto con su esfuerzo como con el resultado. Cathryn era más de lo que él habría esperado de una esposa. No había albergado la esperanza de hallar tanta calidez en la mujer que le había abierto las puertas de Greneforde.

—Qué forma tan extraña tenéis los ingleses de disculparos por vuestros fallos y comentarios desconsiderados —comentó William, mientras sus ojos grises resplandecían con el reflejo de los rayos del sol que se filtraban por la tronera—. En Francia expresamos nuestras disculpas con solemnidad y elegancia, tomándonos todo el tiempo necesario para curar la herida.

Cathryn rio y se apartó de él para tumbarse de costado en la cama. Cruzando los brazos por encima de su graciosa cabecita, clavó la vista en el techo y declaró:

—Con brevedad y dulzura. Es la única forma que conozco de disculparme por mis errores —y entonces añadió—: Cuando me doy cuenta de mis errores, claro.

Esta vez fue William quien se incorporó para colocarse encima de ella. Cathryn rio, porque su pecho velludo le provocaba unas deliciosas cosquillas en los pezones.

—Lo que me temía —declaró él al ver la falta de arrepentimiento en la cara de su esposa—. Los ingleses os comportáis de una forma excesivamente insolente, y tú, mi querida esposa, eres la prueba más evidente. Vuestra cultura es realmente rara, y necesitáis que os eduquemos para que no volváis a hundiros en la barbarie. En cambio, nosotros, los franceses, tenemos fama de ser tan elocuentes en nuestro diálogo que nuestros interlocutores se quedan genuinamente fascinados y sin habla.

—¿No será, milord, que en vez de dejarnos sin habla nos dejáis aturdidos? —Cathryn sonrió abiertamente.

William colocó cada uno de sus musculosos brazos a ambos lados de los hombros de Cathryn y contempló sus centelleantes ojos castaños con una templada severidad.

—Y por esta última desfachatez e insolencia, me debes otra disculpa, y pienso cobrarla al estilo francés. Puedes estar segura de ello —dijo mientras su boca se cerraba sobre la suya—, no te quepa la menor duda.

Ya era prácticamente mediodía cuando Cathryn se sentó en el taburete para peinarse el pelo. La verdad era que no estaba en absoluto preocupada por la hora. Había pasado una mañana tan maravillosa con William que no le importaba tener que recuperar las horas de trabajo perdidas durante el resto del día. Podría vivir sometida al placer y al poder de aquellas manos varoniles el resto de sus días, y se sentía encantada con la oportunidad de haberlo pasado tan bien, pero no olvidaba las obligaciones que ambos tenían. Cuando Marie llamó tímidamente a la puerta, Cathryn contestó con desgana y la invitó a pasar.

—Oh, Marie, me alegro de que hayas venido. Mi pelo está tan enmarañado que necesito tus diestras manos para ayudarme con él —dijo Cathryn, sonriendo.

—Os ayudaré encantada, milady —contestó Marie lentamente, tanto aliviada como confundida, feliz y sorprendida, al ver que Cathryn estaba de tan buen humor y sin ningún rasguño. Sus temores habían sido infundados.

Mientras Marie le cepillaba la enredada y larga melena con el peine, comentó:

—Estoy muy aliviada. Al ver que no os habíais levantado al alba, me había puesto realmente nerviosa.

Cathryn sonrió y hundió la cabeza en el pecho.

—Ayer por la noche me desvelé y esta mañana me sentía muy fatigada. Mi señor… me ha animado a que me quede en la cama toda la mañana. No pensaba que estarías preocupada, pero no había ningún motivo, te lo aseguro.

—Ya, eso es lo que me dijo John cuando se lo comenté —empezó a decir Marie, mientras poco a poco iba desenredando la melena de su señora—. Pero cuando Ulrich me dijo que lord William le había prohibido entrar en la alcoba mientras estaba con vos, todavía me preocupé más, porque sospechaba que él… que él… —Marie se sonrojó y no pudo acabar la frase.

Cathryn alzó la cabeza y fijó la vista en el fuego, con los ojos desmesuradamente abiertos.

—¿Qué es lo que te provocó tal malestar? —la interrogó.

—Bueno, es que ayer por la noche me pareció oír unos gritos, y juraría que era vuestra voz, milady —contestó Marie—. Cuando se lo comenté a John y a Ulrich, ambos admitieron que también habían oído los gritos, pero cuando le pregunté a Lan, me dijo que no había oído nada, y Alys dijo que le parecía haber oído unos gemidos pero que no los describiría como gritos. Es extraño —continuó—. A pesar de que yo tenía mucho miedo de que el señor os hubiera hecho daño, nadie que había oído los gritos compartía mis temores. Me alegra ver que todos tenían razón y que yo estaba equivocada.

Cathryn se había quedado boquiabierta. ¡Todos la habían oído! Habían oído sus gemidos cuando William la había matado de placer con sus manos y lengua, manoseándola y lamiéndola salvajemente… ¡Todos lo sabían! Todos excepto Marie, quien en su ignorancia y su preocupación había difundido la historia por todo el castillo, incluyendo a aquellos que no la habían oído.

No pensaba salir de aquella alcoba hasta el resto de sus días.

Jamás.

Pero eso únicamente empeoraría las cosas, ya que entonces sí que todos tendrían razones para preocuparse por ella y sus gritos de placer… porque eso había sido realmente: gritos de puro placer, y no de dolor. Había notado cómo caía por un precipicio, y en tales circunstancias, gritar estaba más que justificado. Era totalmente razonable, ahora que lo pensaba detenidamente, aunque en ese momento nada le había parecido razonable.

Marie había acabado de peinarla y le estaba trenzando el pelo. Ya era hora de ponerse a trabajar. No le quedaba más remedio. No podía esconderse durante el resto de sus días en aquella fría estancia, a pesar de que eso era precisamente lo que deseaba hacer. No, sería una chiquillada, y ella ya no era una niña.

Y menos después de la intensidad de la noche anterior.

Cathryn se colocó su escudo de control para recuperar la compostura, y para la ocasión eligió una apariencia fría y distante. Le resultaba excesivamente difícil ponerse aquella máscara, pero era necesario. No se atrevía a mirar a los habitantes de Greneforde a la cara sin aquella máscara. Pero era una pena, después de la calidez y la alegría que William le había mostrado.

Cathryn salió de la alcoba y descendió las escaleras lentamente, sin saber con quién se iba a encontrar, esperando lo peor… preparada para lo peor.

El comedor estaba lleno a rebosar, ya que prácticamente era la hora del almuerzo. Realmente se había quedado hasta muy tarde en la cama. John fue el primero en verla y le dedicó una cálida sonrisa. No se le acercó a un paso acelerado ni la miró con ojos escandalizados. Cathryn exhaló hondo y le devolvió la sonrisa.

Ulrich le hizo una reverencia de cortesía y dijo:

—Buenos días, lady Cathryn. Hoy volveremos a comer jabalí, ya que era un animal muy grande, pero Lan no quiere decirle a nadie de qué forma lo ha preparado. Es un cocinero muy orgulloso, y se niega a revelar los secretos de su arte.

Ulrich se comportaba como de costumbre, sin mostrarse raro. Sólo tenía ojos para Marie, a la que continuaba persiguiendo sin tregua, lo cual también era últimamente un comportamiento normal.

Y entonces vio a Alys y a Tybon y a Christine y al resto de los que veía todos los días. Se comportaron de la forma más correcta y normal posible, y Cathryn empezó a ablandar la coraza con la que había protegido su corazón.

Todo iba bien. Nadie pensaba reírse ni mofarse de ella. Quizá consideraban que no había nada de qué avergonzarse, pero cuando Cathryn volvió a pensar en los gemidos, en los jadeos tan sensuales y tan profundos… Lo mejor era no pensar en ello. Les dio las gracias en silencio, de todo corazón, aliviada al verlos tan enfrascados en sus tareas como para fingir que no se acordaban de sus jadeos, consciente de que ellos comprendían su silencio y que sabían que les estaba sumamente agradecida por el respeto que le mostraban.

—Señora —dijo John, pellizcándole suavemente el codo con cariño—. Lord William me ha encomendado que os diga que está reunido con los hombres de Greneforde para discurrir un plan de ataque.

—¿Un plan de ataque? ¿Con quién? ¿Contra quién? —preguntó Cathryn alarmada. Seguramente William disponía de suficientes caballeros y no necesitaría recurrir a los hombres de Greneforde, que no estaban entrenados para combatir como guerreros.

—Se refiere a un ataque para paliar nuestra pobreza, y lord William es un adversario realmente agresivo. Me ha pedido que os diga que vendrá a veros tan pronto como pueda, pero que ahora tiene que centrarse en su misión, porque que ya han pasado demasiados días desde su llegada.

Cathryn sintió un vuelco en el corazón al oír que William vendría a verla, y además tan rápidamente como pudiera. Él había desatado una cálida esperanza que ella apenas podía contener sin quemarse.

—Gracias, John —sonrió Cathryn—. Estaré en el salón, si me busca. No —rectificó, cambiando de parecer—, por favor, avísame cuando lord William entre en el comedor.

Raptando a Marie y dejando a un escudero entristecido, Cathryn enfiló apresuradamente hacia el salón. La seda de color escarlata la llamaba, y se moría de ganas de envolverse en aquel luminoso color. Tenía ganas de ver la cara de William cuando la contemplara con el nuevo vestido. Tenía ganas de sentir cómo sus manos varoniles acariciaban la luminosa tela y sentir cómo sus experimentados dedos le desataban las cintas de la espalda. Sí, tenía ganas de él.

—¡Date prisa, Marie! Ya que quiero lucir esta tela antes de que sea demasiado vieja y gorda, antes de que parezca un escarabajo correteando de una esquina a otra, antes de que mi pelo se vuelva gris para hacer juego con los ojos de mi señor —la apremió Cathryn, entre broma y ansiedad.

—Antes de que se ponga el sol —añadió Marie, comprendiendo la impaciencia de su señora.

—Sí. —Cathryn se echó a reír—. Así es, ya que estoy harta de estos trajes descoloridos que él tiene que… que yo tengo que llevar. —No quería revelar tantos detalles a Marie, pero lo que realmente quería era que William la viera deslumbrante. Quería estar tan bella para él como él lo era para ella.

Pero Marie ya lo sabía.

Trabajaron duro, ya que ambas eran diestras con el hilo y la aguja. Ya habían acabado de coser el corpiño del traje y ahora estaban enfrascadas en las mangas. Cuando las mangas, unas bonitas mangas inglesas, estuvieran terminadas, las unirían al corpiño. Si Cathryn podía, luciría la seda escarlata al día siguiente, pero claro, si realmente hubiera podido, la habría lucido el día de su boda. Había tenido tan pocas oportunidades en la vida que estaba decidida a salirse con la suya en aquella ocasión; por eso insistía en que Marie cosiera tan rápido como ella.

Había acabado su manga y la estaba cosiendo al corpiño cuando John la llamó desde la entrada del salón.

—¡El señor ha regresado, y os está buscando, milady!

Cathryn alzó la vista sobresaltada, combatió el rubor que se apoderaba de sus mejillas, lanzó el traje medio acabado en las manos de Marie y salió corriendo del salón.

Casi se dio de bruces contra William.

El delicioso aroma familiar de su esposo inundó sus sentidos, y cuando él la estrechó entre sus brazos se sintió segura. Permaneció así, abrazada un rato, sintiéndose feliz.

—Milord, me gustaría que me instruyeras —empezó a decir Cathryn, apoyándose en los brazos de él para alzar la vista y mirarlo a los ojos—. ¿En Francia es correcto que una esposa reciba a su esposo de este modo, precipitándose en sus brazos?

William sonrió y se inclinó para besarla en la frente.

—Si no lo es, pronto lo será. Has de saber que soy yo quien marca las tendencias, en lugar de dejarme llevar por la moda.

—Eso ya lo sospechaba —contestó ella—, aunque Ulrich no ha demostrado su buena predisposición a seguir tus directrices por lo que se refiere al saludable hábito del baño.

—Lo que realmente me preocupa es el hábito que muestre mi esposa respecto al baño.

—¡Ah! —Cathryn sonrió—. Ahora lo entiendo.

—Me alegro de que lo entiendas —repuso William, riendo como un niño travieso.

—¡Vamos! —exclamó Cathryn riendo, ansiosa de alejarse del salón. No quería que William supiera nada del traje escarlata hasta que se lo viera puesto—. ¡Cuéntame tus planes para Greneforde y su gente hambrienta!

—No pasarán hambre por mucho más tiempo —anunció William, permitiendo que Cathryn lo tomara del brazo y lo guiara escaleras abajo hasta el comedor—. Ya hemos elegido las semillas y hoy mismo empezarán a plantarlas, si el tiempo sigue así de benévolo, ya que algunas de estas semillas se pueden plantar a finales de año, incluso lo prefieren. Cuando hayamos acabado, construiremos cabañas fuera de la muralla de Greneforde. Eso nos ocupará prácticamente todo el invierno, pero todos están ansiosos por empezar.

—Un trabajo tan duro en pleno invierno… —comentó Cathryn.

—Sí, es cierto, pero tendrán la panza llena. Saldremos a cazar todos los días y distribuiremos la carne a partes iguales hasta que germine la cosecha y Greneforde vuelva a gozar de estabilidad y prosperidad.

Cathryn lo miraba fijamente a los ojos mientras él hablaba, consciente de que William recordaba sus palabras acerca de cómo había sido Greneforde antaño, sabiendo que él la había escuchado aquel día y que estaba intentando devolverle lo que ella había perdido. Otra vez.

Era absolutamente inusual que un lord compartiera el botín de la caza con todos, pero a pesar de ello no estaba sorprendida; William le Brouillard era diferente a todos los hombres que había conocido hasta entonces. Era realmente generoso y apuesto, sí, realmente apuesto; por eso no podía apartar los ojos de él.

—Hablas de salir a cazar —dijo ella mientras entraban en el comedor—, pero no veo a tus compañeros favoritos de caza. ¿Dónde están Rowland y Kendall? ¿Haciendo el remolón en la explanada?

—No, y espero que no hagan el zángano por los caminos que han de recorrer. Han ido a ver al rey para notificarle nuestro matrimonio.

—Y para referirle el estado de Greneforde —añadió ella.

—Sí —admitió William—. Quiero que el rey Henry sepa que Greneforde es ya una plaza segura bajo mis riendas. —Y al pronunciar tales palabras, se preguntó si su orgullosa esposa sentiría cierta rabia en su interior al oírle decir que su casa era ahora la de William.

Pero hasta entonces Cathryn nunca había mostrado inquina porque él fuera el señor de Greneforde, y tampoco lo hizo ahora.

—Sí, el rey ha de saberlo todo acerca de tu propiedad. —Y cuando la mano de William se deslizó lentamente por su espalda para acariciarle los contornos de las nalgas, ella rio—. Pensándolo mejor, a lo mejor no es necesario que el rey lo sepa todo sobre tu propiedad.

Y, ya que empezaban a conocerse, William decidió no mencionar a Lambert de Brent.

Y Cathryn no preguntó.

Pero Lambert siempre estaba presente en los pensamientos de los dos.

Cathryn conocía a Lambert y sabía que no abandonaría Greneforde tan fácilmente, ya que aquel individuo se consideraba el señor de Greneforde, sin haber lidiado ninguna batalla, de forma ilegal, y por eso ella no había estado segura ni tan sólo al ver que se marchaba. Por eso Cathryn había oteado diariamente el horizonte, buscando el fuego de su campamento, y agradecida cuando no lo había visto. Pero ahora William era legalmente el lord de Greneforde, y William había declarado una y otra vez que no renunciaría a su propiedad. Aquellas palabras eran profundamente reconfortantes. Greneforde lo necesitaba, y ahora ella también.

William, sin conocer personalmente a Lambert pero conociendo a los hombres, sabía que ese tipo no renunciaría a Greneforde sin una batalla. Y por lo que había averiguado de él, sabía que no sería una pelea entre caballeros sino una lucha a traición. Aquel pensamiento no le quitaba el sueño. William estaba listo, más que listo, para enfrentarse al hombre que había maltratado y violado a Cathryn.

Sí, con mucho gusto se vería las caras con ese tipo.