Tabucchi acababa de publicar Piazza d’Italia, su primer libro, cuando, en una ocasión en la que me hallaba en Pisa, un amigo me preguntó si quería conocer al entonces debutante autor. Le dije que sí de inmediato, porque había quedado muy impresionado por la escritura de Tabucchi, tan sencilla en apariencia y tan elegante y refinada en su esencia, pero en el último momento un imprevisto me obligó a renunciar al encuentro. Con el tiempo, leí todos los libros que fue publicando, hasta su obra maestra, Sostiene Pereira. Puedo decir que esa novela me impresionó: por fin en Italia un escritor se comprometía con un tema tan elevado como el de la libertad individual. Pregunté a mis conocidos si era posible conocer a Tabucchi en persona, pero recibí una respuesta negativa: hacía años que ya no vivía en Italia, sino en Portugal. Cuando, por razones de trabajo, tuve que ir a Lisboa y permanecer allí durante un mes, como es lógico intenté buscar a Tabucchi, pero me dijeron que estaba en el extranjero. Era como una persecución, como jugar al ratón y al gato.
Más tarde, por fin, pareció presentarse la ocasión propicia. Con motivo de una conferencia patrocinada por la revista MicroMega, durante el Salón del Libro de Turín, los dos íbamos a participar en la misma mesa redonda. Pero también esta vez el destino pareció burlarse de nosotros: Tabucchi no pudo asistir porque sufrió un pequeño accidente y, por tanto, participó sólo por teléfono.
En un momento dado, nuestros nombres empezaron a aparecer uno al lado del otro en los periódicos que nos entrevistaban acerca de la situación política italiana: lo más extraordinario era que nuestras respuestas coincidían casi siempre, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo antes. Un día, mientras estaba en mi despacho, sonó el teléfono: era él. La conversación telefónica fue breve y, en cierto sentido, muy extraña.
–Hola, soy Antonio Tabucchi.
La verdad es que me pilló por sorpresa.
–Hola –le contesté–. ¿Qué tal estás?
–Bien, sólo quería oír tu voz.
Me quedé aún más aturdido, no supe qué responder; así que fue él quien continuó hablando:
–Pues adiós, entonces, ha sido un placer hablar contigo, hasta pronto –dijo, y colgó.
No volví a recibir noticias suyas durante seis meses, hasta que me llegó una postal de Atenas. Decía simplemente: «Un saludo de Antonio Tabucchi».
Durante los años siguientes, recibí dos o tres postales como ésa, procedentes de diferentes ciudades de Europa. Ahora bien, puesto que jamás ponía dirección alguna, yo no sabía adónde enviarle una posible respuesta, pero cada vez tenía más ganas de conocerlo personalmente.
Por fin, un día de marzo de 2011, recibí una llamada de Antonio.
–Dentro de tres días probablemente tenga que ir a Roma, en cuanto lo sepa te lo confirmo y esta vez, aunque se hunda el mundo, tenemos que conocernos. Te llamaré nada más llegar para saber dónde quedamos –me dijo.
Esperé ansiosamente su llamada, que llegó puntual, pero sólo para decirme con voz desolada que sus planes se habían frustrado. Así pues, Tabucchi ha sido para mí un amigo al que nunca llegué a conocer personalmente.
Después de su muerte en 2012, Anna Dolfi editó un volumen póstumo titulado Di tutto resta un poco, que reunía varios textos de literatura y de cine. Para mi enorme sorpresa, en un artículo que Antonio había publicado con ocasión de la muerte de Elvira Sellerio y que se me había pasado por alto, leí una docena de líneas dedicadas a mí, no como escritor sino como hombre y como siciliano. En aquellas palabras, que me conmovieron profundamente, hallé la clave de su deseo de conocerme, un deseo que, además, era recíproco.
Y estas breves líneas que le estoy dedicando quieren ser una forma de agradecimiento póstumo a su amistad.