Sobre Adamov ya he escrito en otras ocasiones. Si vuelvo a hablar de él se debe a que tengo la impresión de que ha sido olvidado no sólo en Italia, sino también en Francia, donde vivió y trabajó. Ha sido uno de los tres maestros del teatro del absurdo, junto a Samuel Beckett y Eugène Ionesco. El primero en ser llevado a las tablas en Italia fue Beckett: su Esperando a Godot se representó en Roma, en el Teatro Duse de via Vittoria, en un montaje del director Luciano Mondolfo. Inmediatamente después, subió al escenario en el Teatro dei Satiri El nuevo inquilino de Ionesco.
Luigi Candoni, un dramaturgo que se había inventado el Festival de las Novedades para dar a conocer al público italiano lo más innovador del mundo del teatro, me propuso dirigir en 1957, para llenar esta laguna, un largo acto único de Adamov titulado Tal como fuimos.
De Arthur Adamov conocía ya otra extraordinaria obra teatral, El profesor Taranne, y propuse a Candoni sustituir con este último texto el acto único que me había sugerido; pero él se empecinó en su elección. Así que empecé, según mi costumbre, con los ensayos de mesa con los actores.
Al cabo de unos quince días, pasé a los ensayos en el escenario del Teatro dei Satiri. El segundo día nos interrumpió el portero del teatro, quien me dijo que había una pareja de señores franceses que querían hablar conmigo. Le expliqué al portero que tendrían que esperar unos diez minutos y que los recibiría en el cuarto de hora de descanso.
Y así sucedió. Vi avanzar por el pasillo a una extraña pareja. Él era un cincuentón que por su aspecto parecía casi un vagabundo: llevaba en los pies desnudos un par de sandalias de fraile franciscano, unos pantalones de basta lona azul, muy parecidos a los de los marineros, y un chaquetón gris bastante estropeado. Ella, por el contrario, era sobriamente elegante; recuerdo que me llamó la atención su chal de buena marca, pero tan pronto como estuvieron ante mí, concentré toda mi atención en los ojos de ambos.
Los del hombre eran grandes, negros, profundos. Su mirada expresaba de forma natural una suerte de bondad infinita, pero en el fondo era visible una sombra de desesperación y de doloroso extravío.
Los de ella eran muy agudos: parecían dos faros capaces de penetrar en tu interior; a través de los ojos, sus pupilas daban la impresión de desnudarte. El hombre me tendió la mano y me preguntó, en francés, si yo era el director. Le respondí afirmativamente.
–Soy Arthur Adamov –dijo–. Y ésta es mi esposa Jacqueline.
Me quedé estupefacto.
–Pero ¿es que sabía usted que estábamos ensayando su obra?
–No, estoy de paso por Roma y al pasar por delante del teatro y ver el cartel, he descubierto que mi obra estaba en programa.
Me salió natural decirle que si tenía tiempo, y siempre que le apeteciera, podía asistir al ensayo. Me contestó con entusiasmo que sí. Les pedí que se sentaran en el patio de butacas y reanudamos el ensayo.
De vez en cuando, furtivamente, echaba un vistazo a los dos. Permanecían inmóviles, muy atentos. Después de ensayar durante dos horas, hice otra pausa. Bajé al patio de butacas algo emocionado y le pregunté a Adamov su opinión sobre lo que había visto. Sonrió.
–Estoy encantado, aunque hay dos o tres cosas que…
Me hizo algunas observaciones muy agudas. Para no olvidarlas, reanudé de inmediato el ensayo y él se mostró muy satisfecho porque había seguido sus consejos. Al final del ensayo, me propuso que nos fuéramos a cenar juntos. Acepté.
Hasta ese momento, aparte de la pieza que estaba montando y de Taranne, no conocía ninguna obra de teatro de Adamov, pero había leído en una revista francesa un desgarrador artículo suyo sobre los últimos días de vida de Artaud, que prácticamente había muerto entre sus brazos.
Fue suficiente con que hiciera una mínima alusión y se puso a hablar de ello con una voz que a veces se le quebraba por la emoción. Era como si Artaud hubiera fallecido el día anterior. Le dije que, por desgracia, no había podido leer ese fundamental texto que es El teatro y su doble, porque aún no había sido traducido al italiano, y él me prometió que tan pronto como regresara a Francia me enviaría un ejemplar junto con otros dos libros, publicados por Gallimard, en los que se recogían todas sus obras.
A la mañana siguiente volvimos a vernos y nos fuimos a comer. Adamov me contó que casi la totalidad de sus obras se las sugerían los sueños que tenía, que su carácter visionario y su onirismo eran el resultado de esa extraordinaria capacidad suya de vivir una vida distinta en un mundo distinto, que era el de sus sueños.
–¡Pero más que sueños son casi pesadillas! –dije.
Él sonrió.
–La vida es una pesadilla –me contestó.
Cuando regresó a Francia, me envió los libros que me había prometido y desde entonces empezamos a intercambiarnos una asidua correspondencia. Volvió a Italia alrededor de cuatro o cinco meses más tarde, de nuevo acompañado por su mujer. Me comunicó que quería pasar treinta días en nuestro país, pero viviendo en una sola ciudad, sin moverse. Y por lo tanto quería que yo le dijera cuál era la ciudad ideal para él. No lo dudé ni un instante.
–Vete a Livorno –le dije.
Él hizo lo que le había dicho y al cabo de una semana me envió una carta entusiasta desde Livorno, diciéndome que al haberle indicado esa ciudad demostraba lo profundamente que había captado su personalidad.
En 1958, al enterarse de que yo estaba preparando un montaje de Fin de partida de Beckett, me prometió que vendría a Italia para asistir al estreno, y cumplió su promesa. Este vez no vino acompañado por su mujer, sino por un joven y brillante crítico francés a quien yo ya conocía de nombre, Bernard Dort. Al final de la función nos fuimos a cenar juntos, pero antes de empezar a comer, Arthur se levantó y llamó a Beckett por teléfono. Estableció la comunicación al cabo de diez minutos. Se acercó al teléfono haciéndome un gesto para que lo siguiera: a Beckett le dijo que el montaje que acababa de presenciar era mucho mejor que el de Roger Blin en París. Pasó el auricular a Dort, quien se deshizo en elogios hacia mi dirección, y después me llegó a mí el turno de hablar con Beckett. Estaba temblando y bañado en sudor: Beckett me dio las gracias y yo le di las gracias a él por darme la oportunidad de trabajar con un texto tan hermoso.
Cuando Adamov regresó a Francia seguimos escribiéndonos y él me envió sus últimas obras teatrales, que ya habían cambiado de tono y de registro. Eran, claramente, textos políticos escritos bajo la fuerte sugestión del teatro de Brecht.
De Adamov dirigí en la televisión, protagonizado por Lilla Brignone, otro largo acto único suyo, El reaparecido (Intimidad), que él, sin embargo, no llegó a ver.
A partir del 68 dejó de contestar a mis cartas: estaba demasiado ocupado cabalgando la ola del Mayo francés, en el que participó en primera persona, viviendo entre los estudiantes que proclamaban «la fantasía al poder». Mientras soñó en solitario, escribió textos teatrales de enorme e incomparable fascinación.
Pero quiso compartir un sueño común, el del Mayo francés precisamente, y cuando este sueño se quebró, él, a pesar del inquebrantable amor de su mujer Jacqueline, no fue capaz de resistir a la profunda depresión en la que había caído.
Se suicidó con una dosis excesiva de barbitúricos. Tenía sesenta y dos años.
Para recordarlo, años más tarde hice que uno de mis estudiantes de dirección, Dirk van den Berg, llevara a escena ese Profesor Taranne que tanto me hubiera gustado dirigir a mí. Ruggero Jacobbi, director de la Academia Nacional de Arte Dramático, realizó un hermoso montaje de Todos contra todos.
Después, que yo sepa, sobre el nombre de Adamov cayó un injusto silencio.