El arquitecto Virgilio Marchi fue mi profesor de escenografía y vestuario en la Academia Nacional de Arte Dramático. Sus clases, al igual que las de dirección de Orazio Costa, sólo me tenían a mí como destinatario, ya que ese año fui yo el único alumno que aprobó el examen de ingreso en la Academia. Como arquitecto, Marchi había proyectado y edificado teatros en toda Italia, y como escenógrafo había trabajado tanto en la ópera como en el teatro. Su nombre estaba estrechamente unido al de Luigi Pirandello, porque cuando éste formó en 1925 su Teatro d’arte en Roma, requirió la colaboración como escenógrafo fijo del joven Marchi, que diseñó incluso los decorados para el primer montaje, La romería del Señor de la nave. Marchi era un auténtico maestro, sus clases eran de una claridad ejemplar, y muy a menudo sustituía las palabras con dibujos; era habitual que se acercara a la pizarra y trazara con tiza algún boceto o figurín. Su obsesión era la perspectiva, que me ejemplificaba trayendo a clase reproducciones de grandes obras de arte. Pero hacía mucho más: una vez que tuvo que hacerse cargo de la escenografía para un montaje de ópera en Roma, quiso que lo acompañara en toda la realización, desde el boceto hasta la puesta en pie de los decorados en el escenario de la ópera.
Esas lecciones prácticas me enseñaron muchas cosas. Y también aprendí mucho de las clases que me dio en Livorno: mientras se estaba construyendo el nuevo Teatro Quattro Mori, me pidió que me trasladara a esa ciudad, a su costa, para explicarme por qué el escenario debía tener unas determinadas dimensiones respecto a la sala, y, sobre todo, me hizo comprender la importancia fundamental de la acústica para representar teatro dramático.
Marchi vivía en Roma, en un delicioso chalecito en mitad de la colina que se alza detrás de la plaza Flaminio; me invitaba a menudo a su casa y para mí ir hasta allí era como hacer una excursión al campo. Era un hombre aparentemente rudo, arisco, de pocas palabras. En realidad, según tuve ocasión de comprender, esa forma suya de presentarse era una especie de escudo para proteger una agudísima sensibilidad. A tantos años de distancia aún conservo los cuadernos en los que tomaba apuntes de sus clases. He de decir que si he aprendido a montar las luces para una función se lo debo a él.
Más tarde, durante el verano de 1950, ocurrió un incidente: Costa nos llamó a todos los de la Academia, además de a un buen número de actores ya graduados como Rossella Falk, Tino Buazzelli, Bice Valori, Nino Manfredi, Paolo Panelli y otros muchos, para participar en su montaje de El pobrecito de Asís, de Copeau. Provoqué, sin querer, un escándalo que no voy a contar aquí. Con la reapertura de la Academia, en septiembre de ese mismo año, se reunió el consejo docente para decidir las medidas disciplinarias que habían de aplicárseme. Esperando ansiosamente, me quedé al otro lado de la puerta de la sala donde se encontraba reunido el consejo. De repente la puerta se abrió y volvió a cerrarse: había salido la secretaria.
–¿Qué tal ha ido? –pregunté, mientras el corazón me latía con fuerza.
–Para ti muy mal. Se ha impuesto la opinión del presidente. Han decidido retirarte la beca y hacer que repitas primero.
Me sentó fatal.
–Pase lo de la beca, pero si he sacado las mejores calificaciones posibles, cómo van a poder…
–¡Claro que pueden hacerlo, claro que sí! –reaccionó la secretaria en tono duro, y se alejó.
Comprendí que aquella medida equivalía a la expulsión. Sin beca lo pasaría indudablemente mal, pero me las apañaría de una forma u otra para salir adelante. Pero repetir primero me pareció una injusticia insoportable. En aquel momento salió el presidente, Silvio D’Amico.
–¿Puedo hablar con usted?
–Vamos a mi despacho.
Lo seguí y cerré la puerta. Estaba muy alterado.
–Presidente, usted se da cuenta de que nunca aceptaré repetir primero.
–Si no aceptas tendrás que marcharte.
–Muy bien –dije–. Me voy. Pero antes tiene que explicarme por qué se ha ensañado usted tanto conmigo.
–Porque, por si fuera poco –me dijo–, eres siciliano y los sicilianos…
Lo interrumpí.
–¿Es que ha conocido a muchos?
–Sólo a uno. Y fue más que suficiente. Luigi Pirandello.
Quiero abrir un paréntesis: cuando al año siguiente debuté como director, Silvio D’Amico, que era el crítico del periódico Il Tempo, escribió cosas muy buenas sobre mí.
Seguí tratando de defenderme, pero pronto me di cuenta de que no había nada que hacer y que su decisión era irrevocable. Así que me alejé de la Academia y empecé a caminar lentamente interrogándome sobre mi futuro. Estaba muy abatido y desalentado. En ese momento, oí una voz.
–¡Camilleri!
Me detuve y me di la vuelta: era Virgilio Marchi que venía hacia mí.
Llegó hasta donde estaba, me puso una mano en el hombro y me abrazó.
–No te dejes abatir. Esta Academia tiene la mala costumbre de echar a los mejores. Hace años hicieron lo mismo con un gran hombre como Ettore Giannini. Sé fuerte, mi casa está abierta para ti, ven a verme siempre que quieras. Si te hace falta dinero, te buscaré un trabajillo, y si al final no lo encontramos, pues te vendrás todos los días a comer a mi casa.
Le di las gracias, conmovido hasta las lágrimas. Me estrechó la mano.
–Quiero que sepas que siempre estaré a tu lado, porque tú eres de ésos que antes o después consiguen hacer lo que se proponen. Perteneces a esa raza.
Esas palabras me dieron la fuerza para no volver a Sicilia, para quedarme en Roma e intentar con todas mis fuerzas seguir viviendo en el ambiente del teatro. Si llegué a convertirme en director, si no abandoné el camino que quería recorrer, se lo debo por entero a las palabras del arquitecto Virgilio Marchi.