Salvo Randone

En 1957 Giuseppe Giacovazzo, que había dirigido hasta entonces con resultados brillantes el Piccolo teatro de Bari, logró que se pusieran de acuerdo las provincias de la región para crear el Teatro Regional de Apulia, con fondos bastante sólidos. Dado que yo ya había trabajado con él en el Piccolo, me incorporé a la nueva compañía como director permanente. Juntos decidimos la programación y los nombres de los actores a los que queríamos contratar.

Nuestro sueño era conseguir como primer actor a Salvo Randone, sin duda el mejor de la segunda mitad del siglo XX. Preveíamos largas negociaciones, pero en cambio Randone aceptó casi de inmediato nuestra propuesta. La obra con la que inauguraríamos iba a ser Asesinato en la catedral de T. S. Eliot. Para dirigir el montaje llamamos a Orazio Costa, con toda seguridad el más adecuado entre los directores italianos para una obra como ésa, de tan alto nivel dramático y poético. Yo nunca había trabajado con Randone, pero había visto casi todas sus actuaciones romanas y siempre me había dejado conmovido y fascinado. Randone y Costa habían trabajado juntos varias veces y se tenían mutuamente en alta estima.

Después de los primeros días de ensayos y de convivencia, puesto que nos alojábamos en el mismo hotel, pude darme cuenta de que Randone, siciliano como yo, era un hombre cultísimo, de vastas lecturas y muy aficionado a la música clásica, pero de carácter sombrío y difícil.

También tuve ocasión de conocer sus casi obsesivas manías supersticiosas: si un gato negro cruzaba la calle que estaba recorriendo, daba media vuelta, volvía sobre sus pasos, y escogía un camino diferente. En el escenario, además, regañaba a cualquiera que se pusiese a silbar; obligó una vez a una actriz a volver a casa y a cambiarse de ropa porque el vestido que llevaba era de color púrpura; si a un actor se le escapaba el guion de las manos y se caía al suelo, era necesario golpearlo tres veces contra los tablones del escenario. Y así sucesivamente.

La primera representación del Asesinato en el Teatro Piccinni fue un auténtico triunfo, tanto por la interpretación de Randone como por la maravillosa, inteligente y penetrante dirección de Costa. Después empezamos nuestra gira por la región: la primera etapa era Lecce. El director de escena y yo fuimos allí el día antes de la representación para instalar los decorados y montar las luces. La compañía llegó al día siguiente, a las cinco de la tarde, y Giacovazzo vino a verme al teatro muy preocupado.

–¿Qué ocurre? –le pregunté.

–Pues que Randone está fatal, se ha metido en la cama y me ha pedido no salir al escenario esta noche.

–¿No sería mejor que lo viera un buen médico?

Giacovazzo me dijo que desde luego sería lo mejor. Pedí asesoramiento a un amigo que tenía en Lecce y éste me dijo que, en su opinión, el mejor médico era también el jefe del servicio de cirugía del hospital local. Sin perder tiempo, fui a buscarlo.

–El doctor está en quirófano –me dijo una enfermera–, aunque la operación está a punto de terminar; si quiere esperarlo…

Y me hizo pasar a una pequeña sala de estar. Poco después apareció el cirujano todavía con la bata puesta, los guantes y la mascarilla. Con la mayor amabilidad, se interesó por lo que deseaba de él. Le expuse la situación.

–Bueno, pues vamos enseguida –dijo–. Tengo dos asientos reservados para esta noche y no quisiera que la representación se cancelara.

Fuimos en su coche al hotel donde se alojaba Randone. El doctor subió a su habitación, yo me quedé en el vestíbulo.

Volvió a bajar al cabo de una hora.

–Venga conmigo –dijo.

Subí a su coche. Se detuvo ante una farmacia, me dijo que lo esperara, se bajó y volvió al poco con una caja que contenía un vial de gotas.

–Haga que se tome quince de inmediato.

Mientras con extrema cortesía me acompañaba al hotel, me decidí a preguntarle qué padecía Randone.

–No es nada –dijo–. Sólo que ha quedado algo trastornado por un atisbo de andropausia. Esas gotas son sólo un calmante.

Esa noche Randone subió al escenario.

Después de un mes de gira en Apulia, la compañía se trasladó a Roma para debutar con el mismo espectáculo en el Teatro Valle. Dos horas antes de empezar, me acerqué a la taquilla: el teatro estaba lleno, no quedaba una sola butaca disponible. Regresé a mi camerino y allí vino a verme Giacovazzo con gesto sombrío y muy preocupado.

–Randone está en su camerino, no quiere subir al escenario. Dice que se siente fatal. He tratado de hacerle cambiar de opinión pero su decisión parece inamovible. Si no actúa, para nosotros será un desastre, todas las entradas están vendidas, tendremos que devolver el dinero. Por favor, trata de convencerlo.

Sentí que en mi interior crecía cierta rabia. ¿No sería que Randone nos quería montar otra escena, después de lo de Lecce? Me armé de valor, llamé a la puerta del camerino y entré. Randone estaba sentado en un sillón, sin maquillar y sin haberse puesto aún el traje.

–¿Qué le ocurre? –le pregunté en tono agresivo.

–Siento un dolor generalizado por todo el cuerpo, no estoy en condiciones de actuar.

–Bueno –dije–. Pues si es así, haré que lo vea inmediatamente un médico.

Se tomó mis palabras como una ofensa personal.

–¿Es que no me cree? –me preguntó en un tono alterado.

–No es cuestión de creerle o de no creerle. Comprenderá usted que si no hay función tendremos que reembolsar los billetes, de modo que resulta imprescindible, para poder justificarnos ante nuestros acreedores, disponer de un certificado médico.

Él no respondió. Salí del camerino y al cabo de un cuarto de hora se presentó el médico que había llamado Giacovazzo. Estuvimos esperando ansiosamente el diagnóstico. La visita duró una media horita, tras lo cual el médico salió del camerino, cerró la puerta tras él y nos dijo:

–No tiene absolutamente nada, ni siquiera unas décimas de fiebre. Creo que está perfectamente. No puedo expedir un certificado de enfermedad.

Entré como una bala en el camerino de Randone.

–El doctor dice que no tiene usted nada –dije en tono imperativo–. Así que ya está levantándose de ese sillón y empezando a maquillarse y a vestirse.

Salí y cerré la puerta detrás de mí. A continuación Randone subió al escenario y obtuvo un gran triunfo personal.

Fui a casa y me quedé dormido casi de inmediato, agotado por la tensión. Dos horas más tarde sonó el teléfono: era Giacovazzo.

–Hace un momento me ha llamado la compañera de Randone: se encuentra fatal y han tenido que llevarlo al hospital. Lo van a operar mañana por la mañana.

Me puse pálido.

–Pero ¿qué es lo que tiene?

–No lo sé –me contestó Giacovazzo–. En cualquier caso me voy corriendo al hospital para informarme y te llamaré tan pronto como sepa algo.

Me pasé el resto de la noche al lado del teléfono, pero hasta las nueve de la mañana no recibí la anhelada llamada telefónica.

–Tenía algo en el estómago, pero nada serio. Lo han operado y la operación ha salido muy bien. Aunque, claro está, tendremos que suspender las representaciones del Asesinato.

Incluso antes de salir del hospital, Randone pidió que rescindiéramos su contrato, con el fin de poder dedicarse por entero a su convalecencia. No me atreví a ir a despedirme de él. Evidentemente, el médico que le habíamos enviado había cometido un error: aquella noche, Randone estaba enfermo de verdad y yo lo había obligado a actuar en esas condiciones.

En los años que siguieron, en mis numerosos encargos como director de radio y televisión, intenté llamar a Randone para que fuera el primer actor en algunas de las piezas que dirigía. Pero una y otra vez la oficina de contratación de la RAI me daba la misma respuesta: habían hablado con Randone, le habían trasladado mi propuesta, pero afirmaba no estar disponible. A la sexta respuesta negativa, comprendí que no tenía intención de volver a trabajar conmigo de nuevo.

Una tarde, por pura casualidad, nos encontramos cara a cara en un pasillo de la dirección de la RAI. Lo saludé, no me contestó y siguió andando. Entonces corrí tras él y lo detuve.

–¿Me hace el favor de explicarme por qué ya no quiere trabajar conmigo?

Me dedicó una mirada torva.

–Voy a decirte el porqué. Aquella noche en el Teatro Valle a mí no me pasaba nada, era sólo que no tenía ganas de actuar. Pero tú me mandaste al médico y fuiste tú quien me provocó la enfermedad. Si no me hubieras mandado al médico habría seguido estando perfectamente. Eres un cenizo, así que he jurado que nunca volveré a trabajar contigo.

Y dichas estas palabras se alejó sin despedirse siquiera.

Y desde entonces no volví a tener la oportunidad de coincidir en las tablas del escenario con quien todavía hoy me sigue pareciendo uno de los más grandes actores que ha tenido Italia.