U zù Filippo

Cuando aún estaba en la escuela primaria, nada más acabar el curso me iba corriendo al campo con mis abuelos. Allí tenía un compañero de juegos de mi edad, Sisino, que era el hijo de u zù Filippo (el tío Filippo), un pastor que todos los días sacaba a pastar a su enorme rebaño de cabras por los campos de mi abuelo.

Más bien bajo de estatura, completamente vestido de negro siempre, incluyendo la gorra, u zù Filippo renqueaba, por lo que caminaba apoyado en un bastón nudoso.

Minicu, nuestro aparcero, lo trataba con el máximo respeto y también los campesinos que trabajaban en las tierras del abuelo: tan pronto como lo veían, se quitaban la gorra y saludaban con una leve inclinación de cabeza.

No fue hasta muchos años después cuando supe que u zù Filippo era el temido jefe mafioso del pueblo: lo habían imputado años antes por un doble asesinato, pero lo habían absuelto por falta de pruebas tras el juicio.

Para un mafioso, la absolución por falta de pruebas era, en aquellos días, como recibir una medalla al valor.

El mismo respeto que todos demostraban hacia él, lo manifestaba u zù Filippo hacia los miembros de nuestra familia, empezando por mi abuelo Vincenzo. Mi madre se pasaba el día entero en el pueblo, y sólo volvía a casa de los abuelos por la noche a dormir. Para llegar hasta allí, tenía que caminar unos dos kilómetros por una cañada mal iluminada, en la que tan sólo se cruzaba ocasionalmente con algún campesino a caballo. Mi madre recorría esos dos kilómetros casi a la carrera, con el corazón en la garganta, temerosa de algún mal encuentro. Una noche nos contó que justo al principio de la cañada se encontró con u zù Filippo, quien se quedó muy sorprendido al verla.

–Pero ¡cómo, señora Carmela!, a chista ora se ne va sola campagna campagna? Pozzu aviri l’anuri di accompagnarla? ¿A estas horas sola y en pleno campo?, ¿me concede el honor de acompañarla?

Mi madre le contestó que sí y u zù Filippo la dejó en la verja de casa. Mi madre terminó su relato diciendo que jamás en su vida se había sentido tan tranquila yendo al lado de un asesino.

Porque de todos era sabido que el autor del doble asesinato había sido u zù Filippo, por más que la justicia no hubiera podido condenarlo.

Durante años y años siguió llevando su rebaño a nuestras tierras.

Una noche de 1944, mi tío Massimo y yo nos quedamos a dormir en el campo porque al día siguiente vendrían las mujeres para la recolección de las patatas. Pero ocurrió que, al alba, nos despertó un ruido constante que no conseguíamos descifrar. Nos levantamos y fuimos a mirar por la ventana. Para ver mejor, mi tío cogió unos prismáticos: me dijo que había seis hombres con mulas cavando para robarnos las patatas. Nos pusimos los zapatos y semidesnudos, tal como estábamos, salimos de la casa: mi tío, armado con un viejo revólver de más de cien años y yo, con una escopeta de dos cañones. Tras aproximarnos con gran cautela al borde del campo, nos escondimos detrás de una gran roca; y así pude ver que, además de los seis que cavaban y recolectaban las patatas, había una especie de vigilante que nos daba la espalda. Entonces mi tío, sin abandonar la protección de la roca, disparó un tiro al aire al tiempo que gritaba:

–¡Si no os vais enseguida, voy a mataros a todos!

La reacción de los ladrones me sorprendió. Los que estaban cavando dejaron de hacerlo y se volvieron todos hacia aquella especie de vigilante que ni siquiera parecía haber oído el grito ni el disparo. Simplemente lo vimos hacer un movimiento extraño con los brazos y, al cabo de una fracción de segundo, una granada de mano explotó a pocos centímetros de nuestra roca.

–¡Vamos a encerrarnos en casa! –dijo prudentemente mi tío.

Dimos media vuelta y, ya refugiados en casa, asistimos desde la ventana al final de la operación de robo. Cuatro mulas, sobrecargadas de sacos repletos, empezaron a moverse seguidas por los hombres hasta desaparecer de nuestra vista.

Una hora más tarde, mientras aún seguíamos allí mirando el campo, oímos el tintineo de los cencerros que llevaban colgados del cuello las cabras de u zù Filippo, que se acercaban en ese momento. Nos quedamos esperando. Cuando u zù Filippo nos vio, nos preguntó por qué estábamos allí en ese campo a esas horas.

Tutti i patati nn’arrubbaro, nos han robado todas las patatas –dijo el tío Massimo.

U zù Filippo se dobló hacia atrás, como si hubiera recibido un golpe en pleno pecho. Se había puesto muy pálido.

A mia?!, ¡¿A mí?! –dijo, y se marchó corriendo, abandonando el rebaño.

Se había tomado aquel robo como una afrenta personal. Todos sabían que en los campos donde pastaba su rebaño no se permitía robo alguno, por respeto hacia él y hacia los dueños del campo.

Aparecieron las jornaleras, les explicamos lo que había ocurrido y, al atardecer, el tío Massimo y yo regresamos al pueblo. Bajando por la cañada, nos cruzamos con cuatro mulas sobrecargadas con sacos que iban en dirección contraria a la nuestra; detrás de las mulas iba un labrador. Cuando llegamos a casa nos enteramos de que media hora antes habían llamado a la puerta. Mi abuela había ido a abrir y había visto a un hombre pálido y tembloroso que se había arrodillado y con las manos unidas le había suplicado:

Avemo riportato li patati, pì carità signora, facissi sapiri subito a u zù Filippo che non ne ammanca una! ¡Ya hemos devuelto las patatas, por caridad, señora, que u zù Filippo se entere enseguida de que no falta ni una!

Las patatas estaban de nuevo en el campo, formando cuatro grandes montones.

A fin de cuentas, los ladrones le habían ahorrado al abuelo el pago por la recogida de las patatas. El tío Massimo corrió inmediatamente a informar a u zù Filippo de que lo sustraído había sido devuelto. No quería que u zù Filippo se manchara con un tercer crimen, aunque lo más probable fuera que también esta vez la cosa quedara en absolución por falta de pruebas.