Don Sasà

Hasta mediados del siglo pasado por lo menos, era una tradición, durante el periodo entre Navidad y Reyes, jugar a las cartas todas las noches después de cenar. Se jugaba en todas partes: en los dos círculos del pueblo se practicaban juegos de azar con apuestas muy altas, mientras que las familias amigas se reunían para dedicarse a juegos más tradicionales y menos arriesgados, como el bingo o las soporíferas partidas de siete y medio. Una excepción era la familia Bellavia, ya que, mientras que las señoras invitadas conversaban en el salón, don Sasà, el cabeza de familia, defendía la banca del bacarrá en otra habitación y allí los maridos jugaban fuerte. Cuando la hija de don Sasà, Lea, alcanzó la mayoría de edad, aportó una innovación considerable. Es decir, abrió un tercer salón donde la gente de su edad podía bailar hasta bien entrada la noche.

Y así, recibí la invitación de Lea para ir a bailar a su casa la noche del 26 de diciembre de 1943. Acudí, pero después de una hora o poco más divirtiéndome con mis amigos, me entró la tentación de abrir la puerta de la legendaria habitación donde don Sasà defendía la banca y entré. En el interior habría una treintena de hombres, de entre los más acaudalados comerciantes, empresarios y profesionales del pueblo. Al cabo de un rato de asistir en silencio al juego sentí la irresistible tentación de participar. Llevaba en el bolsillo casi todos mis ahorros, acumulados con paciencia día tras día y engrosados por mis familiares con ocasión de las fiestas navideñas, que debían servirme para comprar los libros que más me interesara leer.

Por aquel entonces, en la Sicilia liberada por el desembarco aliado de principios de julio de ese mismo año, no circulaba la moneda italiana, que había sido sustituida por billetes emitidos por la administración militar de los territorios ocupados, llamados amliras. Tenían, sin embargo, el mismo valor que las liras. En mi bolsillo yo llevaba esa noche exactamente unas mil amliras, una suma insignificante en comparación con las apuestas que circulaban allí. No me pude resistir: saqué del bolsillo doscientas amliras e hice mi apuesta. Gané, pero perdí todo lo ganado en la siguiente apuesta. Y así, después de un vaivén de una hora de duración entre ganancias y pérdidas, mis ahorros se volatilizaron. No me quedaba otra que retirarme con dignidad y tratar de olvidar el dinero perdido. No se trataba de una cantidad pequeña: en aquella época el sueldo de un empleado ya de cierto nivel rondaba las mil quinientas amliras. Pero entonces, mientras me iba, don Sasà me miró y me dijo:

–Si quieres jugar a crédito, lo acepto.

Entonces me pareció un reto. Llevaba en el bolsillo una cajita de cerillas y la aposté en la mesa, diciendo en voz alta:

–Vale quinientas amliras.

Perdí la apuesta. Don Sasà me miró a los ojos. Yo saqué un pañuelo, lo puse sobre la mesa y dije:

–Vale mil amliras.

También perdí mi pañuelo.

En pocas palabras, salí de aquella casa alrededor de las tres de la mañana: había perdido dieciocho mil amliras, una cifra inalcanzable para mí, y no tenía la menor idea de cómo pagarla. Estaba lloviznando y me encaminé hacia casa a paso lento, mientras meditaba tristemente sobre mi estupidez y sobre cómo resolver el problema de la deuda contraída con don Sasà, porque, como es por todos sabido, las deudas de juego han de pagarse antes de que venzan las sucesivas veinticuatro horas.

Las calles estaban tan escasamente iluminadas que la oscuridad era casi absoluta. En el trayecto que me llevaba a casa, vislumbré de repente en la calle completamente desierta una sombra apoyada contra el cierre metálico echado de una tienda: probablemente se estaba resguardando de la lluvia bajo la pequeña marquesina. Pero cuando llegué a su altura vi otra sombra en la esquina, justo en el lado contrario de la calle, apoyada en un portal también cerrado. En un instante intuí lo que estaba a punto de suceder, pero ya era demasiado tarde para echar a correr: me hubieran alcanzado fácilmente. Di dos pasos más y el hombre que estaba delante de la tienda se plantó delante de mí de un salto y me conminó a guardar silencio mientras me clavaba el cañón de un revólver debajo de la barbilla, con tanta violencia que me vi obligado a ponerme de puntillas. Al mismo tiempo, el otro también se había puesto de un brinco delante de mí y me cegaba enfocándome a los ojos con la luz de una potente linterna de bolsillo. Pero todo duró un momento. El hombre que me apuntaba con la pistola me dijo, en dialecto:

Ah! Vossia è? Scusassi. ¿Ah, sois vos? Perdonad.

La luz de la linterna se apagó, los dos hombres se alejaron y yo, con las piernas de corcho, traté de caminar con la mayor dignidad que pude hacia mi casa. Nada más doblar la esquina, sin embargo, y ya fuera de su vista, eché a correr hacia el portal, lo abrí lo más rápidamente que pude, subí las escaleras, entré precipitadamente en la casa, me lancé hacia el baño y allí, a causa del miedo, vomité hasta el alma. Pasé una noche horrorosa.

A la mañana siguiente, a las nueve en punto, reuní los restos de mis ahorros, que ascendían a la miserable cantidad de ciento cincuenta amliras, fui al café Castiglione, donde había un teléfono público, y llamé a mi amiga Elena, que vivía en Agrigento y era una chica muy rica. Le expliqué mi situación y ella no vaciló.

–Esta misma mañana voy al banco, retiro lo que te hace falta y a primera hora de la tarde te lo mando con mi hermano Giovanni.

Más tranquilo ya, pedí un café y apoyé los codos en el mostrador, con la cabeza entre las manos. En ese mismo momento alguien se puso a mi lado.

–Buenos días –me dijo.

Me volví a mirarlo: era un estibador al que yo conocía bien, porque su hijo había sido compañero mío en primaria. El hombre no dejaba de mirarme con una sonrisa, de modo que me salió espontáneo preguntarle:

–¿Por qué sonríes?

Acercó su cabeza a la mía, susurrando:

–Ayer vossia me hizo perder la noche. Podría pagarme un café por lo menos…

Así que aquel hombre era uno de los dos asaltantes de la noche anterior.

–Te lo pago con mucho gusto –le dije.

Nos bebimos el café, sonriéndonos el uno al otro, después nos estrechamos la mano y nos fuimos. Por la tarde, a las cuatro, llegó Giovanni con su motocicleta. Elena había cumplido su palabra: en un grueso sobre había dieciocho mil amliras en efectivo.

Con el dinero en el bolsillo me dirigí hacia la botica de don Sasà, que estaba en plena calle principal. Don Sasà era el mayor exportador de almendras y cereales de mi pueblo; para acceder a su despacho había que bajar dos escalones. En la puerta pude comprobar que don Sasà estaba solo, sentado a su escritorio, echando cuentas.

–¡Con permiso!

–¡Ah! ¿Eres tú? ¡Adelante, Nené!

Me quedé de pie frente a la mesa.

–¿Qué quieres?

–Vengo a pagar mi deuda –dije sacando el sobre del bolsillo y poniéndoselo delante.

Don Sasà no lo tocó siquiera.

–Ábrelo y cuéntalos.

Hice lo que me ordenaba. Al final del recuento se desplazó un poco hacia atrás con toda la silla, abrió el cajón central del escritorio y, estirando el brazo, dejó caer los billetes y el sobre. Volvió a cerrar el cajón, me miró directamente a los ojos y me tendió la mano.

–Adiós –dije yo.

Le di la espalda y me encaminé hacia la puerta. Pero, tan pronto como subí los dos escalones, oí que me llamaba.

–¡Nené!

Me detuve, me di la vuelta.

–¿Qué?

–¡Vuelve aquí!

Bajé las escaleras y me hizo un gesto para que me acercara a su escritorio. Abrió el cajón y me dijo, señalándomelo:

–Coge tu dinero.

Me quedé dudando.

–¿Por qué?

Y él replicó, mirándome fijamente:

–Porque no puedo aceptar el dinero de un chavalín como tú. No discutas.

De hecho, con don Sasà no se podía discutir. Era un cincuentón achaparrado de grandes bigotes negros, rostro duro y escasas palabras; no era un mafioso, pero sí un hombre respetado. Recuerdo que siempre iba armado por ahí. De modo que no discutí, recogí el dinero, lo metí de nuevo en el sobre, le dije «Gracias» e hice ademán de marcharme.

Él me detuvo de nuevo y me dijo:

–Te lo advierto para el futuro: si alguna vez vuelves a jugar, querido Nené, juégate sólo el dinero que lleves en el bolsillito. Pirchì abbisogna sempre stendiri lu pedi fino a quando il lenzolo teni. No hay que estirar la pierna más de lo que alcanza la manta.