Orlando furioso y Pinocho

Fui, como he escrito muchas veces, un lector muy precoz. A los seis años, aparte de semanarios infantiles, como L’avventuroso, el Corriere dei Piccoli y L’Audace, empecé a leer los libros de la biblioteca de mi padre, de manera que mis primeras lecturas fueron de autores como Conrad, Melville, Simenon, Chesterton. De novelas como ésas no es que entendiera gran cosa, pero algo quedaba dentro de mí. Pasaba mis días solitarios como lector compulsivo, sin tomarme un descanso para jugar con mis compañeros de clase, que no dejaban de venir a llamar a mi puerta para instarme a que me uniera a ellos.

Un día decidí explorar la biblioteca de mi abuelo Vincenzo, que vivía con la abuela Elvira en un gran piso de nuestro mismo rellano. Los libros del abuelo estaban almacenados en una gran estantería, que se hallaba en el amplio vestíbulo de entrada. Cuando empecé a repasar los títulos, me quedé decepcionado: se trataba en su mayor parte de lo que se conocía como manuales Hoepli, dedicados a la agricultura, a la cría de animales de granja, de caballos e incluso de abejas.

Entre los volúmenes que no eran técnicos estaban Los novios, en la edición de 1840, y la novela popular Ettore Fieramosca. En el estante inferior, los libros estaban colocados en posición horizontal, pues eran aquellos que a causa de su formato no encajaban en el espacio entre un estante y otro de la librería. Recuerdo perfectamente que había llegado al penúltimo de estos grandes libros, dedicados a las regiones de Italia, cuando pude ver debajo de él, al levantarlo, un volumen con una cubierta de color rojo, muy gruesa, y los caracteres del autor y del título escritos en letras doradas: Ludovico Ariosto, Orlando furioso. Era un tomo muy pesado y sacarlo de allí fue toda una empresa. Cuando por fin lo tuve en mis manos, me quedé admirado: era el libro más elegante que jamás había visto.

Cada página era de papel grueso y satinado, y estaba ricamente ilustrado. Había dibujos en cada página que ocupaban la mitad o una cuarta parte de ella; además, había decenas de láminas a página completa. En la contracubierta decía que las ilustraciones eran obra de Gustave Doré. Lo arrastré hasta mi habitación, me las apañé para colocarlo sobre mi cama y empecé a hojearlo, tumbado boca abajo. Me fascinó desde el primer dibujo, por lo que decidí mirar todas las ilustraciones antes de empezar a leer. Fue así como por primera vez en mi vida, a los ocho años, vi el dibujo de una mujer desnuda. Me quedé muy impresionado y permanecí largo rato observándola. Ya sabía cómo nacían los niños: a ese respecto, se habían encargado de informarme con todo lujo de detalles mis compañeros de clase –en su mayoría, hijos de carreteros, trabajadores portuarios y arrieros–, que eran unos auténticos expertos. Una vez que terminé de ver las ilustraciones, empecé a leer: «Damas, caballeros, armas, amores…».

Recuerdo haber leído y releído más de diez veces la primera octava, completamente arrebatado por el sonido de aquellas palabras, antes incluso de comprender su significado exacto. El ritmo, la musicalidad, las rimas resonaban dentro de mí como una canción, impulsándome desde la tercera o cuarta lectura a leer en voz alta, de modo que mi madre abrió de repente la puerta y entró en la habitación para preguntarme con quién estaba hablando.

Pues eso, aquél fue el comienzo de un encandilamiento que duró años y años. La abuela Elvira, al contarme las aventuras de Alicia en el país de las maravillas, había entrenado mi fantasía, que con la lectura del Orlando acabó desatándose. Me entretenía imaginando algunas variantes. Por ejemplo, si Orlando se había vuelto loco sólo por haber visto los nombres de Angélica y Medoro grabados en un árbol, ¿qué habría hecho de haberlos sorprendido mientras estaban celebrando su boda? Sin duda alguna, habría retado a Medoro a un combate singular, y, casi con toda seguridad, lo habría matado.

Pero ¿qué habría obtenido a cambio? Ciertamente, el odio eterno de Angélica.

También me gustaban las numerosas historias secundarias. La de Fiammetta no sólo me hizo reír, sino que decidí aprendérmela de memoria para poder recitársela a mis compañeros de primaria.

A los doce años, entre una lectura y otra, siempre acababa por releer algún trozo del Orlando; pero fue en esa época cuando decidí llenar una de mis lagunas. En otras palabras, habiendo leído hasta entonces novelas e historias de mayores, nunca había abierto una página de los llamados libros para niños. De esta manera, pedí que me compraran los libros de Emilio Salgari. Las aventuras de los tigres de Mompracem, del Corsario Negro, de Sandokán y de Kammamuri, no despertaron el menor interés en mí. Un poco más de atención me suscitaron las novelas de Verne, sin añadir, sin embargo, nada a mi fantasía.

Entonces, un día, cayó entre mis manos Pinocho. Las ilustraciones, completamente distintas a las de Doré (creo que eran de Antonio Rubino), me gustaron mucho. Después de terminar de verlas todas, empecé la novela. Experimenté la misma fascinación vivida con Orlando y quizá fuera ésa la razón por la que las aventuras de la marioneta se transformaron para mí en un relato épico; me impresionó mucho la coincidencia del nombre Medoro. En Orlando, Angélica se enamora del pobre infante Medoro y se casa con él; en Pinocho, Medoro es el nombre del perro guardián al que el títere se verá obligado a sustituir. También en esa ocasión me entretenía imaginándome variantes. Una todavía la recuerdo, y se refería a una sobrevista especial que Orlando había tenido que fabricarse a propósito, porque al tener la misma nariz larga de Pinocho la sobrevista no le cubría totalmente la barbilla.

Es indudable que Pinocho despertó en mí un enorme entusiasmo, pero no suscitó mis primeras turbaciones sexuales, como había ocurrido con las ilustraciones de Doré y las rimas de Ariosto.

Y aún hoy sigo sin poder dejar de considerar el libro de Collodi, que siempre encuentra su hueco en las bibliotecas de los chicos, como una narración épica. Y nunca falta alguien que, a propósito de libros para jóvenes, me pregunte:

–En tu opinión, Alicia en el país de las maravillas, ¿qué es exactamente?

Ah, en cuanto a eso no albergo la menor duda: la novela de Carroll ni siquiera es una novela, es un tratado de metafísica.