Stefano D’Arrigo

Conocí a Stefano D’Arrigo través de Orazio Costa, quien después de haber leído Horcynus Orca quedó tan entusiasmado que llegó al punto de telefonear a Stefano, a quien no conocía, para presentarse y pedirle un encuentro. D’Arrigo se lo concedió, se conocieron y simpatizaron mucho, sobre todo después de que Orazio le leyera admirablemente algunas páginas de la novela, que yo considero una de las cimas más altas de la literatura italiana del siglo XX. Yo también la leí, en efecto, y reconocí de inmediato su condición de obra maestra de la invención lingüística.

Nuestro primer encuentro tuvo lugar en casa de Orazio. Stefano era de baja estatura, delgado, con el rostro marcado y una especie de nerviosismo al moverse y al hablar, como si algo le molestara continuamente. No sé por qué razón desarrolló de inmediato una suerte de afecto singular hacia mí. Tras enterarse de que yo había publicado una novela quiso enseguida un ejemplar. La leyó y tuvo para mí palabras de elogio nada convencionales. En definitiva, que nos hicimos muy buenos amigos y nos veíamos dos veces por semana al menos. Un día de verano, lo invité a pasar las vacaciones en mi casa de la localidad toscana de Bagnolo, a los pies del monte Amiata. Aceptó entusiasmado y vino con Jutta, su mujer. También invité a mi amigo, el pintor y grabador Leo Guida, y cuando se lo comuniqué a Stefano, reaccionó con una sonrisa complacida.

–Estupendo –dijo–, Leo es una persona exquisita.

Sucedió que a la casa de campo de Angelo Canevari, escultor y dibujante, fraternal amigo mío, llegó como invitado el pintor Ugo Attardi. Nuestras casas estaban separadas apenas por doscientos metros. Al enterarse de que Attardi estaba en las cercanías, Stefano montó en cólera y declaró que por ninguna razón en absoluto asomaría la nariz fuera del umbral. Fue así como me enteré de que se detestaban. De esta manera, durante dos semanas, Angelo y yo, con la ayuda de nuestros respectivos familiares, nos dedicamos a estudiar horarios y recorridos para que aquellos dos no se encontraran nunca.

Stefano tenía un carácter irascible, huraño, y era difícil predecir cuál iba a ser su reacción si se topaba con determinadas personas sin haber recibido, en especial por parte de su esposa Jutta, una preparación adecuada. Cuando la Universidad de Messina lo nombró doctor honoris causa, quiso que Orazio y yo lo acompañásemos. Aproveché la ocasión para que se viniera con nosotros mi madre, que tenía muchas ganas de volver a ver Sicilia. Mamá ya estaba entrada en años, y de vez en cuando se «ausentaba» de este mundo, perdida en el embeleso de sus recuerdos y de sus pensamientos.

Estábamos en Messina para la ceremonia, y yo había quedado con mamá en vernos en el vestíbulo del hotel a las nueve de la mañana. Al no verla cuando bajé, le pedí al conserje que llamara a su habitación, pero él me contestó que se había marchado hacía una hora, por lo menos. Me asustó la idea de que mi madre estuviera deambulando por ahí una mañana temprano en una ciudad que no conocía.

–¿Y sabe si ha salido sola?

–No. El señor D’Arrigo la ha animado a irse con él.

Me marché corriendo con Orazio a la universidad. Nada más llegar, vi a mi madre, serena y sonriente: me dijo que Stefano había querido que los periodistas allí presentes le hicieran muchas fotografías abrazado a ella. Para la jornada sucesiva estaban previstos nuevos actos de homenaje en honor a D’Arrigo, pero mi sorpresa fue mayúscula cuando, al abrir el periódico el día siguiente por la mañana, vi una enorme fotografía de Stefano que abrazaba a mi madre con todo cariño. Justo debajo, el pie de foto decía lo siguiente: «El escritor Stefano D’Arrigo abraza a su madre, a quien no veía desde hace varios años». Había sido, obviamente, un malentendido, y cuando se lo indiqué a Stefano éste me contestó:

–No ha sido ningún malentendido, fui yo quien les dijo a los periodistas que era mi madre.

Me quedé de piedra.

–¿Y cómo se te ha ocurrido robarme a mi madre?

–Para fastidiar a la mía, con la que llevo años peleado.

Fue entonces cuando empecé a darme cuenta de que Stefano, autor genial, era también un hombre caprichoso, capaz de gestos poco usuales. Tuve una nueva prueba de ello algún tiempo después.

Acababa de salir mi segunda novela, Un hilo de humo, publicada por Garzanti, y yo le regalé un ejemplar con una afectuosísima dedicatoria de admiración. Aquí tengo que abrir un paréntesis: cuando años antes Elio Vittorini había publicado en su revista Il Menabò un adelanto de la novela de Stefano –un centenar de páginas tituladas I giorni della fera–, le había pedido que añadiera al final un pequeño glosario, de modo que esas páginas resultaran más comprensibles para los lectores no sicilianos. Stefano había reaccionado airadamente ante tal solicitud y se había negado con todas sus fuerzas a escribir el glosario. Vittorini había insistido, pero él no había cedido ni un milímetro y se había mostrado dispuesto, incluso, a sacrificar la publicación. Al final Vittorini se había visto obligado a publicar las cien páginas sin glosario. Fin del paréntesis. Stefano cogió el libro que yo le ofrecía, empezó a hojearlo y, al llegar al final, lo cerró de golpe, me miró con ojos llameantes y, señalándome con un dedo, dijo:

–¡Pero si hay un glosario al final!

–Sí –le dije–, Livio Garzanti insistió en que lo pusiera y yo le hice caso.

Sin decir palabra, se levantó, muy pálido, arrojó el libro sobre la mesa y declaró:

–Nuestra amistad acaba aquí.

Y salió de casa sin despedirse.

Hicieron falta más de tres meses y la mediación diplomática de su mujer Jutta para que volviéramos a tratarnos.

Al cabo del tiempo, le pregunté tímidamente si podía volver a darle un ejemplar del libro. Me dijo que sí, pero con una condición: que antes cortara con una hoja de afeitar las páginas que contenían el glosario.