Fue hacia finales de mayo del cuarenta y dos cuando llegó a mi pueblo un chico tres años mayor que yo. Se llamaba Leo Guida y venía de Palermo. Su madre, que se había quedado viuda, había decidido pasar el verano con su hermano, que trabajaba como piloto en el puerto. Nos hicimos amigos de inmediato al descubrir que teníamos intereses comunes. Leo estaba matriculado en el último curso de la Academia de Bellas Artes, donde tenía como profesor a Pippo Rizzo, que había sido maestro de pintores como Renato Guttuso y Lia Pasqualino Noto. Igual que yo, era un lector voraz de poetas y novelistas contemporáneos. Adquirimos la costumbre de ir cada mañana a la playa con el traje de baño debajo de los pantalones. La playa estaba completamente desierta; nosotros nos quitábamos la ropa, nos sentábamos en la orilla y leíamos en voz alta poemas, fragmentos de novelas, o bien algún artículo de opinión que nos había llamado especialmente la atención a alguno de los dos.
Un día vimos aparecer a un hombre de más de cincuenta años, alto, delgado, rubio, también con un libro bajo el brazo; a poca distancia de nosotros se desnudó, pues llevaba ya el bañador puesto, se lanzó al agua y empezó a dar vigorosas brazadas. Tras nadar largo rato, volvió a la orilla y echó a correr por la línea de playa hasta desaparecer de nuestra vista. Volvió al cabo de una hora y se acercó a nosotros. Esa mañana yo me había llevado conmigo el último número de una preciosa revista, literaria más que política, llamada Primato, dirigida formalmente por el ministro Bottai, aunque en realidad quienes estaban al cargo eran los dos jefes de redacción, Giorgio Vecchietti y Giorgio Cabella. Primato publicaba artículos de crítica literaria e indagaba en los movimientos artísticos y filosóficos de la época mediante las firmas de jóvenes ya prestigiosos como Giaime Pintor, Nicola Abbagnano, Enzo Paci, Mario Alicata y muchos otros. También concedía gran cantidad de espacio a los poetas contemporáneos, de los cuales publicaba en cada número cuatro o cinco poemas. El hombre nos preguntó cortésmente:
–¿Puedo sentarme con vosotros?
Ante nuestra respuesta afirmativa se sentó y nos dio la mano para presentarse:
–Me llamo Mario Bertoletti y soy de Bérgamo, voy a estar aquí seis meses por lo menos. Soy ingeniero y he recibido el encargo de dirigir las obras de modernización de la central eléctrica.
Nos quedamos un poco decepcionados. ¿Qué temas de conversación podíamos tener en común con un ingeniero nosotros dos, que no entendíamos nada de matemáticas o de ingeniería? Nos presentamos también, yo como estudiante de bachillerato y Leo como alumno de la Academia de Bellas Artes. El ingeniero hizo inmediatamente una declaración:
–A mí me gusta mucho la pintura contemporánea. Carrà, Morandi y, además, la escuela romana, Mafai, Donghi, pero sobre todo Scipione.
De este último nombre nunca había oído hablar. Leo confesó sólo que Pippo Rizzo lo había mencionado alguna vez en la Academia.
El ingeniero dijo:
–Por suerte, de Scipione tengo aquí dos buenas reproducciones. Mañana os las traeré, así podremos hablar.
Y luego, dirigiéndose a mí, añadió:
–Yo también leo Primato. ¿A qué poetas de hoy conoces?
–Montale, Ungaretti, Saba, Luzi, Gatto…
–¿Y Sinisgalli? –me preguntó.
–No.
–Ya verás, es ingeniero como yo. Mañana te leeré algo de él.
Así fue como a partir de ese día, nuestro dúo se convirtió en un trío inseparable. No sólo nos trajo las dos fotos que nos había prometido, que nos impresionaron profundamente (eran el Ritratto del cardinale decano y el Ritratto di dama), sino que también nos explicó que Scipione era un seudónimo y que ese pintor se llamaba en realidad Gino Bonichi, y que había muerto joven de tuberculosis. Añadió que también había publicado algunos poemas y nos recitó dos o tres de memoria.
Luego, un día, el ingeniero nos hizo de repente una pregunta inesperada.
–¿Creéis en el fascismo?
Intercambié una rápida mirada con Leo. Hacía tiempo que ambos nos habíamos confiado mutuamente nuestras dudas sobre el régimen. ¿Podríamos revelárselas al ingeniero? ¿Qué sabíamos de él? Podría ser perfectamente un espía que nos denunciara. Pero el ingeniero era un hombre inteligente e interpretó con exactitud nuestros titubeos. Sonrió.
–Ya me habéis contestado –dijo. Y prosiguió–: Durante mucho tiempo yo creí en el fascismo, pero ahora ya no.
No volvió a sacar temas de política, sino que seguimos hablando de arte. Aprendimos de él, que estaba muy bien informado, una gran cantidad de datos sobre los artistas que nos gustaban: era como si los conociera a todos personalmente.
Una mañana vino a la playa pero no se quitó la ropa. Nos comunicó que sólo había venido a despedirse, su empresa lo había reclamado para que se hiciera cargo de una obra más urgente e importante. Estábamos los tres emocionados, nos dimos un abrazo. En ese momento el ingeniero hizo algo inesperado: retrocedió dos pasos, se nos quedó mirando largo rato y luego levantó el brazo derecho con el puño apretado. Sabíamos que se trataba del saludo comunista, y, francamente, sentimos miedo por él: ¿Y si alguien lo estuviera viendo en ese momento? El ingeniero no dejaba de mirarnos fijamente a los ojos. El primero en levantar el puño fue Leo e, inmediatamente después, lo levanté yo también. El ingeniero sonrió.
–Os despedís así de mí por cortesía. Espero que algún día podamos encontrarnos de nuevo y saludarnos así no por cortesía, sino como verdaderos camaradas.
Bajó el brazo, nos miró por última vez, se dio la vuelta y se alejó.