La importante era la puerta Roja. Por allí era por donde entraban todas las historias interesantes. Era la puerta grande. La puerta principal. Era la que mejor recibía y también la que mejor callaba. Porque fue la gran protagonista de entonces, para lo bueno, pero también para lo malo. Era una puerta de dos alas, y eso para mí la dotaba de todo su sentido. Era como una gigantesca y vieja mariposa. Cerrada conservaba un ancestral halo de misterio, con sus maderas leñosas, sus bisagras y su oscuro pomo y, sobre todo, sus azulejos. Sí, cerrada maravillaba, con ese color que la hacía única en el pueblo y, para mí, única en el mundo. La arcada completa quedaba contorneada por esa masilla rugosa y blancuzca que de hecho no servía para nada más que para resaltar su corazón: las brillantes piezas de un rojo tan profundo como la sangre que, irguiéndose en un majestuoso pilar central, dividían las dos alas de mi mariposa. Pero, como decía, el folclórico exterior no era sino una tapadera. Lo realmente sorprendente ocurría cuando la mariposa batía sus alas y el mundo interior que quedaba oculto tras ellas hacía guiños al exterior. Entonces, cuando se abría a parpadeos esa frontera, era cuando de verdad se iniciaba algo digno de verse…
La casa de la abuela Candelaria siempre fue la casa «del Rojo». Nunca tuve claro si tomó el sobrenombre de mi abuelo o del color de la entrada. En cualquier caso, a mí me parecía muy adecuado. Nos aunaba a todos, a nuestro edificio, nuestras pasiones y nuestros miedos. Aquel día estábamos en la Cocina Grande en torno al fuego, el corazón de la casa. Fuente de luz y de calor, en aquel momento nos daba justo aquello que más necesitábamos. Aún no había despuntado el alba, pero el frío del miedo nos encogía el alma y nos mantenía despiertos y a la espera. Tañeron las campanas, aquellas que tantas veces marcarían mi vida, y nos concentramos en mantener la vista en el crepitar de las llamas y el oído atento a la puerta principal. Y a medida que los primeros rayos de sol se filtraban por la ventana, oímos el golpecito amortiguado que avisaba de que el mundo que había ahí fuera llamaba a la puerta. Todos nos miramos, y fue la abuela quien dijo:
—Voy.